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28 de enero de 2018

Cap. 13: Little did we know

<<Tómese unos tragos en El Bar de Lucifer, allí encontrará la voz>>

Eugenio leyó las palabras mientras bebía un sorbo del ron que acababa de servirle la bartender. Tomó el sobre que había dejado sobre la barra y volvió a leerlo: <<Para Eugenio Torres. De Una Amiga…>> “Allí encontrará la voz”. ¿Qué coño quiere decir eso?, pensó. Se dio vuelta y paseó la mirada por el bar detallando a las pocas personas que poblaban las mesas e intentó en vano identificar a alguien. No reconoció a nadie. Eso no era extraño, después de todo, había dejado de frecuentar ese lugar varios años atrás, cuando su salario comenzó a mermar cada vez más hasta quedar convertido en una referencia digital en su cuenta de nómina. Una amiga. ¿Quién será?, se preguntó mientras acababa el trago a palo seco.

La bartender se acercó con la botella y le sirvió otro trago sin preguntar. Eugenio detalló a la mujer: morena, voluptuosa. Llevaba el cabello al estilo rastafari. Su antebrazo derecho estaba cubierto de tatuajes extraños y multicolores. Mandalas, pensó. Una argolla de metal atravesaba su labio inferior justo en el centro. Le pareció atractiva pero de una manera extraña, indefinible. Repentinamente se dio cuenta de que la mujer había dejado de servirle y lo observaba detallarla. Ella sonrió una sonrisa infantil y Eugenio se sonrojó. Bajó la mirada al sobre y volvió a leer. Se preguntó si no habría un error y él estuviese disfrutando de unos tragos originalmente destinados a alguien más. No. Esto estaba en mi buzón y dirigido a mí. Yo soy Eugenio Torres, no hay error. Pero quién…

—Sinatra. La voz de la bartender interrumpió sus pensamientos y Eugenio levantó la mirada para toparse con su sonrisa. Ella, al ver la cara de extrañeza de Eugenio, dio dos golpecitos en el sobre con el dedo. Frank Sinatra, el cantante. Lo llamaban La Voz. Disculpe, no pude evitar leer el sobre, agregó apenada, pero sin abandonar la sonrisa infantil.

¡Ah, claro, claro! Pero no se me ocurre qué pudiese significar eso de “allí encontrará la voz”, dijo Eugenio devolviendo la sonrisa. A menos que resucitara y estuviese lo suficientemente loco como para venir a este país, no veo cómo podría encontrarlo acá. Eugenio agradeció con un gesto el pequeño plato con aceitunas que la mujer colocó frente a él en la barra. Ella se dio vuelta para colocar la botella de ron junto a las otras en el estante y él aprovechó para ver su trasero.

— Quizá debería poner una de sus canciones. Hay varias en la rockola, dijo ella de espaldas a él. Eugenio levantó la mirada y se dio cuenta de que detrás de las botellas había un espejo desde donde ella, divertida, lo atrapó mirándole el trasero. Tranquilo, no pasa nada, dijo ella cuando Eugenio desvió nervioso la mirada a otro lado. En serio, a lo mejor la clave del misterio es una canción de Sinatra, agregó la mujer. La bartender tomó un taburete y se sentó frente a Eugenio. La barra como frontera.

— No me gusta Sinatra, dijo Eugenio acabándose el ron de un trago. La mujer se giró para tomar de nuevo la botella, pero esta vez no se levantó. Al quedar cara a cara con él sonrió pícara y extrajo un vaso más, para ella, de un compartimiento debajo de la barra. Sirvió dos tragos.

— Mmmmm. Bueno, hay a quien Sinatra le parece muy dulce, dijo ella al tiempo que levantaba el vaso a manera de brindis. ¿Ese es su caso?, remató divertida.

Eugenio detalló, esta vez sin avergonzarse, la hermosa boca de la mujer, una boca que sumaba a la sensualidad de los gruesos labios, gestos descaradamente infantiles. Tragó saliva. Dulce era Sarah Vaughan. Sinatra era edulcorado, a lo sumo, respondió él con media sonrisa. ¡Estoy coqueteando con esta mujer!, pensó asombrado y se acabó el trago de un sorbo. ¿Queremos otro?, preguntó divertido por su repentino —y poco usual, todo hay que decirlo— arrojo. ¿Por qué no?, dijo ella y sirvió dos más.

Eugenio iba a decir algo pero lo interrumpió la voz de Sarah Vaughan quien desde la rockola tomó por asalto el local cantando Lover Man. Cerró los ojos y se dejó llevar por la música, esa curiosa forma del tiempo. Con la oscuridad detrás de los párpados, comenzó a imaginar a la vocalista cantando para él detrás de la barra y entonces escuchó el susurro en su oído izquierdo: The night is so cold and I'm so alone / I'd give my soul just to call you my own / Got a moon above me / But no one to love me / Lover man, oh, where can you be? Abrió los ojos y  la bartender se separó sonriendo. Lo miró fijamente por unos segundos. Era maravillosa, ¿no es así?, dijo ella y esta vez la sonrisa no era infantil. Eugenio tragó saliva. Queremos otro, ¿verdad?, remató la mujer sirviendo dos tragos. Él asintió.

Hay veces en que la memoria es inoportuna y los recuerdos regresan cuando no deben. Mientras veía las gráciles manos de la bartender servir los vasos, lo asaltó la imagen de su esposa aquella noche en que anunció su partida. Lo siento, pero este país solo va a empeorar. Me voy, Eugenio. Me llevo al niño. Después todo fue silencios.

Eugenio decidió matar su oportunidad. Solía venir a este bar hace unos años y siempre me pregunté por qué se llama El bar de Lucifer, dijo en tono casual, más cliente, más estoy de paso. La mujer notó el cambio repentino. Se levantó del taburete. Tomó la botella y la colocó junto a las otras. Botó el contenido de su vaso en el fregadero y lo dejó allí. Luego se volvió hacia él. Parecía triste. Quizá porque es un lugar amable y los precios son solidarios, dijo. La música dejó de sonar.

— Síp. Puede ser, dijo Eugenio apurando el trago. Luego sacó varios billetes de su bolsillo y los puso en la barra. Cuando se disponía a marcharse la mujer decidió intentar un último acercamiento.

— Por cierto me llamo África, ¿y tú?, dijo la bartender. Eugenio vaciló por un momento. No tengo nombre, respondió. Ella lo miró confundida. ¿No lo recuerdas?, preguntó intrigada. Eugenio le dio la espalda. No tengo, dijo y salió del bar.

Afuera, la noche y la lluvia se confabularon para marcar a Eugenio con otra pérdida. Solo había caminado unos pocos metros cuando un pesado panel de cristal se desprendió de su marco en un edificio en construcción. Cuando lo vio venir apenas tuvo tiempo de levantar el brazo izquierdo en un inútil gesto de protección. Después fueron los gritos.

***

Hay veces en que la memoria es inoportuna, pensó Eugenio mientras veía al Detective Rodríguez entrar al bar. Cruzó la calle a la carrera, para encontrarse con Julia al doblar la esquina.

2 de enero de 2018

Cap. 12: La urdimbre

Corona tragó grueso y lentamente se separó de Teresa. Trató de recomponerse y adoptó una postura erguida en su silla sin quitar la vista de los ojos de la mujer quien repentinamente sonrió, aparentemente relajada. Cuidado, Corona, esta mujer es peligrosa, pensó.

¿Por qué... o para qué, me convocó aquí?, dijo el detective intentando mostrar su mejor cara de póquer. De nuevo la marcha de tambor en su pecho.

¡Oh!, ¿ya empezamos el interrogatorio, querido? Yo esperaba un inicio más casual. ¿Qué estabas escuchando?, preguntó Teresa señalando los audífonos que colgaban en los hombros de Corona. El detective forzó una sonrisa.

Desire, de Talk Talk. ¿Los conoce? La anciana lo miró varios segundos sin decir nada, calibrándolo. Corona tosió. No importa, me ayuda a pensar y…

Más bien por qué y para qué, detective. ¿Por qué? Porque confío en usted. ¿Para qué? Porque necesito información, lo interrumpió la anciana y le dio unas palmaditas en el dorso de la mano derecha dejándola apoyada delicadamente. Corona retiró su mano fingiendo acomodarse el cabello y ella bajó la vista hasta donde estuvieron unidas ambas, segundos después levantó la mirada y la fijó en los ojos del detective. Una mirada amenazante, poderosa. Corona tragó grueso.

Pensé que usted tenía información que dar, reaccionó el detective tratando de tomar el control de la conversación. Se tomó su tiempo para seguir. Teresa esperaba impasible. No es usual que…

Yo pienso mientras hago ganchillo. A mi edad buscarse una canción para eso es francamente ridículo y ya no recuerdo las de mi juventud, dijo Teresa mientras examinaba la portada de la revista. La mujer volvió a levantar la mirada hasta los ojos de Corona. Esta vez su expresión era triste y el detective se maravilló de cómo en segundos pasaba de amenazante a amable y después a desvalida. O es muy buena actriz o es una psicótica, pensó.

Una persona muy querida por mí fue asesinada por el pirómano…

Ese caso es del Detective Rodríguez, cortó Corona. Saboreó satisfecho haberla interrumpido y reprimió una sonrisa. La anciana continuó como si nada.

Era mi confesor. Y también mi amigo. El Padre Amador. De seguro está al tanto de ese horrendo crimen. El asunto es que pasa el tiempo y no se dice nada al respecto, dijo Teresa con los ojos húmedos. Bajó la mirada y lanzó un suspiro profundo, hondo, ahogado. Se quitó los lentes un momento para limpiar las lágrimas antes de que llegaran a bajar y después volvió a ver al detective. Corona sintió lástima.

Como dije, el pirómano está siendo investigado por el Detective Rodríguez. En todo caso, esa información no podemos transmitirla al público. Corona intentaba sonar profesional pero a la vez solidario, empático. Sintió verdadera pena por aquella mujer y se reprochó haberla juzgado mal. Por dios, sólo es una anciana solitaria que perdió a un amigo, pensó.

***

Eustoquio Corona era un hombre inmenso: sus casi dos metros de estatura y ciento veinte kilos de músculos le daban aspecto de tipo duro y desalmado. Y lo era. Pero tenía una debilidad: su hijo, un niño inquieto y alegre que creció a su sombra, formado en el gusto por la caza, los caballos, las peleas de gallos y las armas. Y es que Eustoquio, el Viejo —como se hacía llamar— las tenía de todo tipo y calibre y dedicaba no pocas horas a limpiarlas y consentirlas en compañía de su hijo Eustoquio, el Joven —como le gustaba llamarlo—, mientras le enseñaba la importancia de cada mecanismo. A caballo, en los soleados fines de semana, padre e hijo buscaban parajes remotos en donde el uno enseñaba al otro la técnica correcta del tiro con rifle, el agarre cómodo y seguro de la pistola y, para complementar su formación guerrera, como decía el padre, técnicas de ataque y defensa con arma blanca, preferiblemente las discretas y siempre confiables dagas de empuje, artilugios con los cuales el niño llegó a convertirse en un maestro y que terminarían por matar su inocencia.

Una mañana de escuela, Eustoquio, el Joven, despertó temprano sin necesidad de la asistencia amorosa de su madre. Se lavó los dientes y la cara a conciencia y peinó su cabello tal y como le habían enseñado. Con precisión marcial se vistió asegurándose de que la camisa estuviese correctamente dentro de sus pantalones, sin pliegues ni sobrantes de tela. Se puso la chaqueta con la insignia del colegio. Colocó sus libros y cuadernos ordenadamente en la mochila. Después dio unos últimos toques al lustre de sus zapatos y se miró al espejo. Pensó: hoy no me vas a perrear y tomó sus dagas favoritas colocando una en cada bolsillo lateral de la chaqueta. Comprobó que el tamaño era perfecto, ni siquiera se notaban. Una brevísima sonrisa, casi imperceptible, asomó en sus labios. Hoy no, dijo y salió de la habitación.

***

Por eso dirigí aquella nota a usted y al Detective Rodríguez, pero él no vino, dijo la anciana sonrojándose, aparentemente avergonzada, por la travesura. Teresa recompuso su postura, agregó dignidad a su actuación y dedicó una sonrisa triste al detective. Con un leve temblor de manos retiró de su frente un mechón de cabello y suspiró hondo. A Corona le dio la impresión de estar ante una mujer que luchaba por no desmoronarse y ella fue consciente de la debilidad del hombre. Agregó: a mi edad tener preguntas sin contestar es un infierno. A los ancianos, detective, la incertidumbre nos roba la paz. Hizo una pausa para dejar caer un par de lágrimas acompañadas de un sollozo. No que me queda mucho tiempo. Sólo quiero saber, remató con la voz quebrada.

Corona tomó las manos de la anciana y se quedó mirando su rostro. Examinó las arrugas de la piel, la humedad de los ojos, el temblor de los labios, el rubor que encendió sus mejillas al verse sometida a ese escrutinio. El detective imaginó las noches solitarias de la anciana preguntándose el porqué de tanto horror. La incertidumbre, pensó

No entiendo que utilidad pueda tener para usted que le de información sobre el caso, dijo Corona en tono suave y calmado. Intentaba hacerla entrar en razón y a la vez consolarla. No. Solo trataba de ganar tiempo.

Es que no quiero morir sin antes saber si van a atrapar a ese monstruo, respondió entre sollozos Teresa. ¿Qué pasa con la policía? ¿Por qué no lo atrapan? La anciana dejó pasar unos segundos mientras miraba fijamente los ojos del detective. No paraba de sollozar. Después subió la apuesta y agregó algo de ira al dolor: ¡¿Acaso es tan difícil, coño?!, gritó golpeando la mesa y sobresaltando a Corona quien no esperaba esa reacción. Teresa comenzó a temblar. Avergonzada, miró en derredor, se limpió las lágrimas y suspiró hondo. Lo siento. No debí molestarle, debe estar muy ocupado. Lo siento de veras, no sé en qué estaba pensando. Teresa hizo ademán de levantarse, pero Corona la tomó de la mano.

No voy a prometerle nada, pero intentaré... escuche bien: in-ten-ta-ré tenerla al tanto de los progresos en el caso. Dijo Corona brindándole a la anciana una sonrisa compasiva. Quiero que sepa que esto puede traerme problemas, de modo que sólo diré aquello que no perjudique las investigaciones. ¿Está claro, Teresa? La anciana asintió obediente.

Podemos vernos aquí para que me tenga al tanto y… Corona interrumpió a la anciana colocándole un dedo sobre los labios. Al darse cuenta de la confianza que se había tomado lo retiró mientras Teresa sonreía agradeciendo la repentina familiaridad.

No. Eso es muy arriesgado. ¿Conoce la cafetería de la Biblioteca? La anciana respondió un casi inaudible, aparentando interés en aquel juego de espías. La encargada es mi madre. Vaya allí cada dos sábados y pida un mocaccino. Diga que lo carguen a mi cuenta y, si hay información, ella le entregará un sobre sellado, además del mocaccino, claro, agregó Corona con un guiño simpático.

¿Qué pasará si no hay información?, dijo la anciana en voz baja, parecía una niña intrigada ante un misterio. A Corona lo divirtió tanto la expresión del rostro de Teresa que se animó a besarla en la frente.

Entonces disfrute del café… y pida un postre, son exquisitos, respondió el detective mientras se incorporaba para irse. Teresa se incorporó también y lo sorprendió dándole un abrazo y un beso en la mejilla.

Gracias, detective, le susurró la anciana al oído. Es usted una buena persona, seguro su madre lo educó bien. Dicha esa frase, la anciana se separó lentamente de Corona y remató sonriendo: de niño debió hacerla muy feliz.

***

En filas laterales distribuidas por grados, niños y niñas aburridos cantaban el himno nacional, perfectamente ordenados por tamaño. Aunque en el patio de la bandera ―así llamaban a ese rectángulo interior― el calor de la mañana aún no hacía de las suyas, Eustoquio, el Joven, sudaba. El niño simulaba cantar y cada pocos segundos miraba desde su puesto en el medio de la fila hacia el final de la fila contigua, desde donde Manrique, un grandulón de trece años le lanzaba besos y se reía burlándose. Eustoquio se quitó la mochila de la espalda y la colocó despacio en el piso. Metió las manos temblorosas dentro de los bolsillos de la chaqueta y con cuidado de no cortarse buscó las dagas. En cuanto rodeó con los dedos anular e índice las cachas en forma de T de las dagas, lo invadió la seguridad mortífera que da la ira y el temblor desapareció. Repentinamente giró sobre sus pies y corrió a toda velocidad hacia Manrique, quien congeló su sonrisa al ver cómo Eustoquio saltaba sobre él cuando aún los separaban algunos metros y en el aire extraía de los bolsillos de la chaqueta once centímetros de acero empuñados en cada mano.

El fin de la infancia apareció en tres movimientos rápidos y precisos: en el primero, las dos dagas entraron en sus costillas flotantes y buscaron con furia inusitada todos los órganos capaces de alcanzar. Manrique dobló las piernas y mientras se arrodillaba, Eustoquio desenterró las dagas. Luego las clavó con fuerza entre las quinta y sexta costillas provocando un escupitajo de sangre que ahogó alguna frase de la víctima. Por último, las volvió a extraer para después clavarlas a ambos lados de la base del cuello. Eustoquio sintió en sus manos la vibración metálica que produjo el roce de las dos hojas de acero al cruzarse y se orinó encima.

23 de julio de 2017

Cap. 11: Otro día en el trabajo

Desde el auto, el detective Corona hizo un paneo de la acera de enfrente, más precisamente, del encuadre aproximado que tendría una foto tomada desde su ubicación. Allí estaban todos los elementos: a su izquierda la gran maceta de barro adornada con los colores patrios y coronada con una palmera mustia y abandonada; unos diez metros a la derecha, el quiosco de periódicos; en el centro, las escaleras ocupadas por el mendigo de toda la vida y un poco más arriba la entrada a un refugio que conocía como nadie en la ciudad: la Biblioteca Municipal. Corona tomó una gran bocanada de aire, la retuvo diez segundos y comenzó a exhalarla poco a poco mientras contaba mentalmente un Misisipi, dos Misisipi, tres Misisipi… hasta diez Misisipi, intentando apaciguar la apresurada marcha de tambor que rugía en su pecho.

Dos emociones chocaron dentro de Corona: la agradable y conocida de saber que estaba por entrar en su mundo, su verdadero mundo, y una nueva —en aquel contexto. ¿Qué coño es esto? ¿Miedo?, se dijo en voz baja y notó que su mano derecha temblaba un poco. Se colocó los audífonos, buscó en su iPod Desire, de Talk Talk y comenzó a escucharla. Le gustaba aquella aquella canción, lo hacía pensar y a la vez mantenía su cuerpo tenso, alerta, listo para la acción. Salió del auto.

***

Rodríguez miraba atentamente la fotografía, más precisamente, al perro en la fotografía. Buscaba dentro de su memoria abriendo los cajones en donde almacenaba recuerdos, pistas, palabras e imágenes que le ayudaban en sus casos, una técnica que aprendió de su mentor en la academia de detectives. Encendió un cigarrillo y se regodeó en el placer del humo saliendo por su boca. Intuía que si encontraba al perro hallaría algo importante, ¿pero qué? O mejor, ¿por qué? Sus colegas lo miraban atentos. Conocían —y admiraban— su famoso método inductivo, por eso no objetaban que fumara justo en frente de aquel ubicuo cartel que rezaba Este es un establecimiento libre de humo de tabaco, o algo así, y que él ignoraba en casos como este. Sintió un movimiento extraño en los dedos del pie derecho, como si un insecto hubiese quedado atrapado dentro de su zapato e intentara salir. Lanzó una patada, o más bien, convulsionó la pierna violentamente, y los colegas se sobresaltaron. Repentinamente, una imagen vino a su mente y se vio lanzándole una patada a un perro en la escena de un crimen. ¡Lo sabía!, gritó. Tomó la chaqueta del respaldar de la silla y salió corriendo de la oficina. Un silencio reverencial se apoderó del recinto. 

***

Corona apagó el iPod, se quitó los audífonos y tomó asiento en el largo y vacío mesón de lectura con la espalda pegada a la pared. No era su sitio habitual, pero dadas las circunstancias, era mejor contar con una visual del panorama general y detallar a conciencia a los asistentes, aunque no había nadie. Pensó que sería una larga espera, pero confiaba en que fuera útil. Colocó las dos manos frente a él sujetando el libro verticalmente para que cualquiera pudiese ver la portada y, como anunciando un desafiante aquí estoy, se dedicó a escrutar todo el espacio a su alrededor. En su pecho, la apresurada marcha de tambor rugía.

***

Rodríguez encontró al perro en donde intentó patearlo la última vez. Su instinto lo había llevado hasta allí y una vez más no le había fallado. Esperó dentro del auto, observando al animal que, con la lengua afuera, miraba alternativamente de izquierda a derecha siguiendo con interés el paso de la gente. Quizá espera a su dueño, pensó. Yo también, se dijo en voz baja. El detective notó que según a donde girara su cabeza, dejaba caer la oreja de ese lado y levantaba la del lado contrario. Rodríguez sonrió y se preguntó por qué intentó patearlo aquella vez. Simpático perrito, dijo. Iba a agregar algo más pero se detuvo en seco cuando el perro lo encontró y lo miró fijamente. Sentado sobre sus cuartos traseros, con el hocico cerrado y severo, la orejas levantadas y la mirada atenta dejó de ser simpático. Rodríguez tragó grueso y sintió un pedazo de mármol en el estómago. El perro lo observó unos minutos más, inmóvil, y el mármol del estómago comenzó a subir por su garganta. El perro se levantó y comenzó a andar. Rodríguez estaba paralizado. El animal se detuvo, giró la cabeza para verlo unos segundos y luego prosiguió su caminata. Rodríguez se bajó del auto siguiendo su instinto.

***

No me decepciona usted, detective, dijo una voz que sacó de sus pensamientos a Corona. Una anciana estaba parada frente a él armada de una sonrisa maternal y una revista de ganchillo. Observaba al detective divertida. No la había visto llegar.

―¿La conozco?, preguntó Corona, admirando la venerable gracia con que la anciana tomaba asiento, colocaba la revista en el mesón y bajaba hasta su nariz los lentes que cargaba sobre su cabeza.

―Soy una anciana como cualquier otra, detective, de modo que sí, en cierta forma me conoce, o debería, dijo guiñándole un ojo. ¿Puede creerlo? A mi edad, sólo necesito gafas para leer, de lejos veo muy bien, hablaba mientras ajustaba los lentes en el tabique nasal.

Sí, claro pensó Corona e instintivamente bajó su mano derecha hasta el cinturón, cerca de la pistola. Hubo un largo momento de silencio en el que el detective detalló las manos quietas y arrugadas de la anciana, salpicadas de las manchas propias de la vejez. Observó su hermoso cabello blanco, el sencillo pero elegante vestido azul pálido con que iba trajeada, el discreto maquillaje que solo buscaba darle un aspecto agradable, no hacerla más joven. También reparó en su leve perfume, dulce y amable, de abuela coqueta pero no en demasía, apenas lo justo para una pudorosa dama entrada en años, muchos años. De ninguna manera es una anciana como cualquier otra, concluyó el hombre.

―¿Pasé el examen, detective? Corona se ruborizó y volvió a colocar su mano sobre el mesón, encima de la otra. Trató de apartar la sensación que tuvo: se sintió como un voyeur que violaba la intimidad de la anciana al observarla de esa manera. Ella rió, discreta, tapando su boca con la mano. No se ponga así, estoy acostumbrada. Si me hubiese conocido en mis tiempos mozos le aseguro que no hubiese podido quitarme la mirada de encima, volvió a reír, coqueta y divertida, sólo lo justo. A propósito, me llamo Teresa, dijo extendiendo su mano.

Corona tomó suavemente la mano de la anciana y levantó la vista, ya en control, para encontrarse con los ojos sonreídos de la mujer. Teresa…

―Sólo Teresa, me gusta mi nombre, lo interrumpió ella separando delicadamente su mano de la mano de Corona. Éste la miró fijamente y sonrió con todo el rostro. Un par de segundos después se puso serio, desafiante, y le respondió pausadamente, haciendo énfasis en cada palabra: Usted conoce mi apellido.

La anciana entornó los ojos y lentamente acercó su cara a la de Corona. Cuando estuvo tan cerca que casi rozaban sus narices, se tomó unos segundo para calibrar el temple del detective. Notó que la respiración del hombre comenzaba a acelerarse e imaginó el esfuerzo mental que realizaba para recuperar el control ahora perdido. Decidió interrumpir ese esfuerzo: ¿Prefieres que te llame Eustoquio?

***

Rodríguez comenzaba a cansarse de aquella situación. Miró su reloj. Llevo casi una hora caminando detrás del maldito perro. ¿En qué estaba pensando? Se detuvo un momento y comenzó a mirar a todos lados mientras mascullaba ¿qué estoy haciendo mal, coño? El calor y la humedad lo hacían transpirar miserablemente y sentía cómo se pegaba a su piel la camisa debajo de la chaqueta. Se la quitó y anudó las mangas alrededor de su cintura. No le importó que la gente mirara su pistola en la sobaquera. Encendió un cigarrillo y maldijo el día en que le asignaron el caso del pirómano. Odiaba el caso pero sobre todo, odiaba lo enlazado que estaba con el caso del asesino del tubo. Eso lo obligaba a trabajar muchas veces con Corona, a quien odiaba en secreto. De repente se dio cuenta de que estaba parado justo en la entrada de un bar. Vete al carajo, dijo después de darle una nueva mirada al perro, quien se había detenido y lo observaba, esperándolo. Entró a por una cerveza.

Sentado en la barra, el detective dejaba que el líquido frío y amargo de la segunda porter bajara por su garganta y aclarara sus pensamientos. Examinaba con cuidado los hechos tentado a concluir que lo del perro era una estupidez. No te está guiando a ninguna parte, imbécil. Sólo es una coincidencia. El perro camina y tu vas detrás de él, pensó mientras le daba otro trago a su cerveza. No te guía, sólo quieres creerlo, se dijo sonriendo. La voz del barman lo interrumpió:

―Oiga, amigo, ¿el perro es suyo? El pobre animal lleva un buen rato esperándolo. Desde que entró al bar, dijo el hombre señalando hacia la puerta. Rodríguez siguió con la cabeza el dedo del barman y vio a través del cristal al perro sentado sobre sus cuartos traseros que lo miraba serio e inmutable. Sintió un escalofrío recorrer su columna y los vellos de su nuca se erizaron. Tenemos un asunto pendiente, dijo dejando la cerveza a medio tomar sobre la barra. ¿Cuanto le debo?, preguntó.

―Déjelo. No se le cobra a un hombre armado, respondió el barman. Rodríguez sonrió y dejó un billete sobre la barra. Se bajó del asiento y se dirigió a la puerta. El perro se puso en marcha.

Cinco cuadras más se sumaron a la lenta persecución. Rodríguez alternaba la atención que dedicaba a los movimientos del perro ―que no eran sino andar en línea recta―, con miradas rápidas y selectivas a cualquier transeúnte que le pareciese un personaje extraño. Repentinamente vio, con mezcla de aprehensión y alivio, que el animal doblaba a la derecha en una esquina, no sin antes volverse a mirarlo como diciendo es por aquí.

Rodríguez se detuvo un momento. Rápidamente desató las mangas de la chaqueta de su cintura y se la puso. Sacó la pistola de la sobaquera y la colocó en su espalda, sujetada por el cinturón. Tomó una gran bocanada de aire y la exhaló con fuerza. Bien, veamos que tienes para mí, dijo, y se apresuró a doblar la esquina.

***

Sintió un toc como un estallido y un dolor punzante lo asaltó desde la base del cráneo a toda su cabeza, extendiéndose en milisegundos como una onda expansiva. Cayó de bruces en la acera e intentó sobreponerse al dolor para incorporarse, sin embargo, no tuvo la fuerza necesaria para contrarrestar la presión de la pisada en su espalda que lo mantuvo en posición. Con la vista nublada, cerca ya de la inconsciencia, vio unos pies que se acercaban a su rostro. No vio al perro. Quiso preguntar algo, pero un segundo golpe lo extinguió para siempre y, como todo el mundo, murió sin respuestas.

22 de julio de 2017

Cap. 10: Interludio

Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible
en un grado que todavía podemos soportar. Todo ángel es terrible.
Rainer Maria Rilke


«Si pudiese entender el trueno, la estridencia o, como mínimo, el murmullo que precede a la debacle, podría adelantar los hechos y contarlos. Pero lo cierto es que el entendimiento no descifra significados brutales. Ni siquiera los significados nacidos de los actos propiciados por uno mismo. Puedo saber cómo y por qué mata un humano, por ejemplo, pero jamás sabré qué significa ese acto: ¿poder?, ¿lascivia?, ¿diversión?, ¿justicia?, ¿venganza? Es imposible descifrarlo y eso es precisamente lo que quiero hacer: descifrar el significado de los hechos para adelantarme a la historia que está por nacer. Pero, ¿puedo rasgar este velo denso y violento que nos envuelve y vislumbrar siquiera lo que se avecina? No. No puedo. ¿Qué hacer entonces? Especular es de necios. Sólo queda testificar los días y sus horas. Incluso a mí, que he movido tantos hilos y he susurrado en tantos oídos, sólo me queda testificar.

Por estos días los gritos han aumentado. Los muertos se suceden unos tras otros como anécdotas malvadas y los medios los refieren agregando tinta y estadística al dolor. Como malditos, los victimarios disparan, patean humillan y desprecian enarbolando las banderas de la justicia, la patria, la soberanía, el pueblo y otras coartadas para esconder su podredumbre moral. Como malditos, las víctimas gritan, pelean, apedrean, incendian enarbolando las banderas de la patria, la soberanía, el pueblo y otras coartadas para esconder su carencia imaginativa e intelectual. Como malditos se escupen consignas que, significando lo mismo, no significan nada. Esta especie, a la que se dio el don del lenguaje, no se le dio el don de la inteligencia. Es una especie maldita.

Por estos días, quienes no tienen la suerte de huir confortablemente, cruzan las fronteras con sus pertenencias, sus hijos y sus pesadillas para habitar otras injusticias en otros estercoleros. No abrigan la esperanza de un futuro mejor, apenas si esperan comer y no morir asesinados en manos de un canalla que, por no haber jugado de niño, quiere jugar con vidas y con muertes. Por estos días, en nombre del amor, el odio se ha entronizado en vidas que debían ser nobles y hermosas: por estos días, los jóvenes odian tanto o más que sus mayores y envejecerán, quienes lo logren, odiando como nunca odiaron sus mayores. Por estos días, ser estúpido es admirable y ser canalla un héroe.

Por estos días, opinar es una compulsión tan urgente como las selfies y la palabra ha perdido valor por carencia de silencios. Por estos días, cantar follar abrazar besar bailar festejar soñar reír pensar concebir parir partir nacer morir… cualquier verbo que celebraba la existencia humana, cualquier acto, por simple que fuese, que hablase del hermoso privilegio de habitar el mundo como un humano, se ha convertido en un acto político, en una declaración: estoy con este bando. Por estos días, las ideas están cubiertas por una asquerosa y maloliente brea, o quizá sea tan solo mierda, después de todo.

Por estos días, vi a un pequeño niño en la calle vestido con los colores predilectos de El Gran Padre. Cabalgando los hombros de un hombre y rodeado por adultos ataviados como él, vociferaba consignas guerreras al grupo apostado frente a ellos a la espera de la confrontación. Un niño hermoso que debía estar jugando. Por estos días, me entristeció tanto la belleza. Por estos días lloré a esta especie maldita y seguí mi camino. Merecen ser castigados. Merecen el horror, pensé».

10 de junio de 2017

Cap. 9: El origen de las especies

El detective Rodríguez vio el pequeño sobre amarillo en su escritorio acomodado justo sobre la pila de carpetas que contenían cientos de casos sin resolver y que con deliberado estruendo depositara al lado del teléfono Milena, la multioperada, como llamaban en la delegación a la secretaria del Capitán. Órdenes superiores, dijo lacónica mientras se alejaba. Eso había sucedido apenas diez minutos atrás, de modo que aquel sobre lo dejaron allí mientras estuvo en el baño.

Levantó el sobre y leyó la frase escrita con hermosa caligrafía: «Rodríguez, Corona & Co». En el dorso no había nada escrito. Palpó con cuidado el sobre y sintió un pequeño objeto dentro y al seguir el contorno supo que se trataba de un pendrive. Se apresuró a abrir el sobre. Dentro había también una nota:

«He pensado que algún día me llevarías a un lugar habitado por una araña del tamaño de un hombre y que pasaríamos toda la vida mirándola, aterrados». Feodor Dostoievski.

Rodríguez sintió cómo se le erizaban los vellos de la nuca y un enorme agujero, causado por un miedo repentino y portentoso, se instaló en su estómago. Levantó la mirada hacia el escritorio del detective Corona, quien fingía leer un informe de criminalística. Siempre fingía leerlos. Lo llamó con voz asustada: ¡Corona! El hombre levantó los ojos del informe y al ver el rostro de Rodríguez supo que se aproximaban tiempos negros. Negrísimos.


***
Eran tres. Un adulto y dos cachorros. Hurgaban entre la basura y se apresuraban a masticar cualquier cosa que pudiesen comer. De vez en cuando se miraban de reojo, vigilándose. Intentaban mantener sus porciones a salvo del vecino, sin duda miembro de la manada, pero también un potencial adversario en tiempos de poca comida. Sucios, flacos, desgastados, arrastrados por las circunstancias a habitar ambientes extremos antes reservados solo a las bacterias y a los carroñeros. Aquello era la evolución en marcha, ocurriendo ante la mirada de cualquiera que observara con el ojo entrenado por Darwin. Para quien no, era una desgracia en directo. Para ella era ambas cosas. Era así como la supervivencia del más apto perdía su belleza natural y devenía acto contra natura.

El más pequeño de los cachorros vio la sombra de la mujer proyectada sobre la pared y se giró rápidamente, sobresaltado. La miró detenidamente de arriba abajo y luego dejó sus ojos clavados en los de ella, atento, vigilándola. El adulto tomó la porción de comida de la mano del pequeño y al notar que este no oponía resistencia se dio vuelta para ver a donde éste miraba. Su expresión primera fue de sorpresa pero luego, al notar la bolsa que la mujer tenía en la mano, cambió con la tensión expectante de quien se dispone a atacar y calcula, depredador y oportunista, sus oportunidades en las debilidades de la víctima. Ella no se inmutó y le dedicó una sonrisa triste. Levantó la bolsa para mostrársela. No será necesario, dijo, y se adentró al final del callejón seguida por la manada.

Los cuatro se miraron varios segundos que parecieron eternos hasta que ella rompió el silencio: Puedo conseguirte más, pero primero debes hacer algo por mí. El hombre la miró con desconfianza pero interesado. ¿Qué quiere que haga?, dijo mientras veía alternativamente los ojos de la mujer y la bolsa con comida. Sólo debes llevar este sobre hasta la Delegación de la Policía Especial que está al final de la calle, respondió ella con confianza, calibrando al sujeto. ¿Por qué no quitarle la bolsa de una vez?, dijo el hombre enseñando un cuchillo que sacó detrás del pantalón.

La mujer tragó saliva. Por un momento tuvo dudas sobre si aquello había sido una buena idea. Se quedó paralizada viendo el arma y meditó sus próximas palabras con cuidado. Porque debajo de toda esa mugre hay un padre que aún vela por sus hijos. ¿Son tus hijos, verdad?, el hombre asintió con la mirada húmeda y miró a los pequeños. Bueno, no querrás que prueben auténtica comida solo por hoy. ¿Y tu mujer?, el hombre guardó el cuchillo y un par de lágrimas comenzaban a bajar por sus mejillas. Murió, dijo, intentando controlar el llanto. Siento escuchar eso, se lamentó la mujer. ¿Dónde vives?, preguntó, ya dueña de la situación, mientras le extendía el sobre al sujeto. En la calle. Me echaron de mi casa por protestar y se la dieron a otra gente. El hombre tomó el sobre. Deja a los niños conmigo. Cuando regreses te llevaré a donde están las otras bolsas. El hombre caminó lentamente hacia la delegación.

A ver niños, ¿quién quiere chocolate?, dijo la mujer mientras sacaba dos barras de los bolsillos. Los pequeños comenzaron a saltar de alegría.


***
No entiendo para qué darle pistas sobre nosotros a la policía, dijo Eugenio mientras jugaba con el pendrive, haciéndolo girar en la mesa. Hay que apurar un poco las cosas, querido. Además, acordamos en que necesitamos a alguien dentro de la policía, respondió Teresa colocando los platos en la mesa. No me gusta, intervino Julia mientras preparaba cinco bolsas con comida que llevarían en la misión. ¿Y la manera de conseguir un cómplice es delatándonos?, insistió Eugenio. ¡No exageres! Además, tengo un buen presentimiento sobre el Detective Corona, lo he estado observando… ¡confíen en mí, por dios!, dijo la anciana haciendo un ademán de invitación a la mesa.

Comían ensimismados cada uno en sus pensamientos. Julia y Eugenio con expresión preocupada. Teresa, francamente divertida, los miraba cada tanto y sonreía. Eugenio rompió el silencio: Es arriesgado. ¡Y peligroso! Los zamuros pueden ser gente violenta, dijo mirando fijamente a Teresa. No hay de qué preocuparse. Julia y Morgan irán conmigo. Dejaremos cuatro bolsas en un lugar seguro y luego me seguirán discretamente a distancia prudencial. En cuanto a los zamuros, ya localicé a uno que podría servir. Se le ve vulnerable y tiene dos niños, no creo que sea un peligro. Julia observó a Morgan, quien ya daba las últimas dentelladas a su hueso. El perro levantó la vista y se la quedó viendo, también preocupado. No me gusta, dijo Julia, pero estaremos allí. Morgan ladró una vez y se sentó sobre sus cuartos traseros. Julia lo acarició.

Una familia, pensó Teresa.


***
¡No me jodas!, ¿una foto de un perro echado en la acera? ¿Eso es todo?, exclamó Rodríguez al abrir el único archivo que contenía el pendrive. Estaba indignado por partida doble: por lo pobre de la pista y por haber sentido miedo por nada. Corona observó la foto ignorando al perro y detallando los alrededores. No era un plano cerrado, de modo que en el cuadro entraban algunos elementos en los que se fijó atentamente. Sonrió. ¡Bueno, a leer a Dostoievski!, dijo dándole unas palmadas a Rodríguez en el hombro. Rodríguez lo miró molesto. Esto no es «Seven», le espetó. Corona dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida.

Ni yo Brad Pitt, le escuchó decir.

28 de diciembre de 2016

Cap. 8: Una lengua que ya ni Dios habla

El Padre Alberto temblaba incontrolablemente ante la visión del cadáver del Ciudadano Ministro que, tirado en el piso sobre un charco de sangre, le recordaba que no había institución a salvo de la ira humana, ni siquiera la suya, tan cercana al poder político y ligada al poder de Dios. Atado de manos, observaba cómo aquella extraña pareja sacaba por la parte de atrás de la sacristía las preciadas cajas de comida que con tanto esfuerzo acaparó para vender a quienes pudiesen pagar los sagrados diezmos que cobraba: generalmente, píos funcionarios de gobierno como el Ciudadano Ministro, quien ese domingo acudió de madrugada «al abasto de El Señor», como solía decir, arrancando carcajadas al párroco.

El padre intentó incorporarse del piso, pero Morgan gruñó mostrando los dientes y acercó el hocico tan pegado a su rostro que pudo oler el fétido aliento del perro. No era el Can Cerbero resguardando las puertas del Hades y sin embargo. En todo caso, el Padre Alberto supo que estaba por entrar al inframundo. Alzó la mirada evitando los pozos profundos que eran los ojos de aquel animal y se topó con el rostro del Cristo Redentor quien, crucificado en yeso, desde el altar parecía sonreírle con desprecio.

Bueno padrecito, ya terminamos aquí, dijo Eugenio acercándose mientras Morgan se apartaba del cura al escuchar el ruido metálico producido por la barra de acero que Julia frotaba contra el piso al caminar. El padre suspiró aliviado al ver que el perro se dirigía a la entrada de la sacristía y se quedaba sentado en sus cuartos traseros, en guardia, velando la entrada. Cerbero. Comenzaba a dar gracias a Dios cuando se interrumpió su gratitud: ¿Le doy?, preguntó Julia alzando la barra de acero a la altura de la frente del párroco.  No. Semejante hijo de puta merece un final, ¿cómo diríamos?... más bíblico, respondió Eugenio agachándose para estar a la altura del rostro del Padre Alberto. Eugenio tomó su pañuelo y limpió las lágrimas que bajaban a raudales de los ojos del cura para luego guardarlo en el bolsillo de la sotana de éste y después recogió la  biblia que estaba en el piso. Hizo una pausa larga y teatral mientras examinaba sus temblorosas facciones y tras una casi imperceptible mueca de asco puso su atención en el libro. Detalló con cuidado la encuadernación en cuero, las palabras repujadas y bañadas en oro, los arabescos, también en oro, que adornaban el lomo y la espectacular belleza de la grafía con que estaba escrito el título: La Sagrada Biblia. Después volvió a mirar al cura a los ojos y preguntó despacio, controlando el odio que lo invadía: Dígame, padre. ¿En este libro dice algo sobre robar, hambrear, explotar, humillar o despreciar a los pobres?  El Padre Alberto intentaba responder, pero los gemidos y el pánico que apretaba su pecho le impedían articular palabra. Eugenio notó que la respiración del sacerdote se hacía cada vez más rápida y errática y temió que fuera a darle un infarto que lo liberara de lo que vendría y no estaba dispuesto a concederle la gracia, porque ahora él era el único dios en esa iglesia. ¿No puede respirar? Déjeme ayudarlo, dijo y azotó con el libro el rostro del cura usando toda su fuerza. Morgan aulló. Julia sonrió y Eugenio sintió miedo de sí mismo por primera vez.

***

El Padre Alberto Amador fue alguna vez un hombre de fe. Tuvo tanta, que la depositó por partes iguales en Dios, en los hombres y, por supuesto, en El Movimiento, un circo bien montado en donde los discursos populistas amalgamaban en su retórica, jerga militar, conceptos pseudomarxistas, evangelios de todo tipo, basura new age y deformación histórica al uso. Era una locura contagiosa que no sólo obnubiló la vista del buen párroco, sino también de intelectuales, artistas y una que otra socialité de moda. Como muchos, sintió el llamado la primera vez que vio a El Gran Padre en uno de sus discursos. Aquel hombre, capaz de encantar serpientes durante horas tan solo con la palabra, se le antojó, sino una encarnación de Cristo, por lo menos un mesías autorizado por El Señor a allanar el camino para la justicia que se acercaba, de lo contrario, ¿cómo podría explicarse que palabras como paz o amor o prójimo o justicia o verdad sonaran hermosas y límpidas en voz de un hombre bruto y feroz en traje de combate? Aquel hombre era un mahatma, concluyó.

Convencido de la autenticidad de El movimiento, subordinó su sagrado ministerio a las órdenes de líderes de toda laya. Por su iglesia pasaron dirigentes de comunas, comandantes de milicias, diputados ─muchos diputados, directores generales, directores sectoriales, directores a secas, alcaldes y, por supuesto, ministros. Siempre listo a colaborar, organizó para ellos actos en donde se entregaban casas, autos, electrodomésticos y un sinfín de bienes impagables por la gente que acudía a misa los domingos rogando por un bien que nadie, salvo ellos mismos, podría regalarles: una vida mejor. Pronto comprendió el Padre Alberto Amador que toda aquella generosidad estaba incompleta sin el debido mensaje aleccionador y supuso que, simplemente, a aquellos líderes les faltaba lo que al Gran Padre le sobraba: el don de la palabra. Así, Alberto Amador se propuso la gigantesca tarea de educar. Sus sermones fueron cada vez más inspirados y lo llevaron al cenit de la fama y todos lo adoraron. Todos… y El Gran Padre lo quería.

Una mañana mientras preparaba su próximo sermón tocó a su puerta un oficial severo y correcto quien, como un ángel anunciador, dijo: El Gran Padre le espera esta noche para la celebración del décimo aniversario de El Movimiento. Su invitación. Después saludó con toda la marcialidad del caso y se marchó. El Padre Alberto lloró de felicidad y preparó su mejor sotana para encontrarse, sin saberlo aún, con la verdad.

Aquella noche a la luz de la luna en el fastuoso patio del Palacio Presidencial, entre tragos de whisky 21 años, mujeres hermosas y exquisita comida, el Padre Alberto sopesó con cuidado la frase que remataba la larga explicación con que El Gran Padre le estaba obsequiando: Concluyendo, Padre, lo necesito. ¿Nos sigue jodiendo o se nos une? El rostro hinchado de la gula le mostró los dientes en una sonrisa salvaje y Alberto tragó grueso. Una hermosa rubia trajeada en un diminuto vestido se acercó a ellos con dos vasos y El Gran Padre rodeó su cintura con un brazo. El Padre Alberto tomó el vaso, observó los grandes senos de la mujer a través del generoso escote y luego dirigió la mirada al rostro de su interlocutor quien lo observaba divertido. Alzó el vaso a manera de brindis y respondió: Faltaba más.

***

El sonido de las campanas sacó de la inconsciencia al padre. Se incorporó lentamente hasta quedar sentado, aquejado de un dolor agudo en el rostro y de zumbidos en los oídos. Mientras su visión borrosa recobraba los detalles de su iglesia sintió el olor a gasolina que impregnaba el ambiente. Parpadeó con fuerza para apurar el enfoque y fue entonces cuando pudo distinguir a Eugenio quien derramaba el combustible por los bancos, el altar, las paredes, el confesionario. ¿Qué hace, maldito? ¡Esta es la Casa de Dios!, gritó el Padre Alberto Amador más con terror que con indignación. Eugenio se detuvo. ¡Padre, ya está de vuelta! Claro, claro, la casa de Dios. Eugenio se acercó hasta el cura e hizo un círculo de gasolina a su alrededor. Bueno, padre. Digamos que el dueño de casa se hartó de la abyección de su inquilino. Sabe, padre, dicen que el fuego lo purifica todo. ¿Qué tal si lo purificamos un poco antes de que vaya a visitar a su casero?, dijo agregando un último choro de gasolina sobre el sacerdote.

Julia bajó del campanario y se colocó al lado de Eugenio. Morgan seguía el espectáculo con curiosidad desde la puerta. Eugenio arrojó a un lado el recipiente vacío y sacó una caja de fósforos de su bolsillo. Julia se los quitó de la mano: Yo lo hago, dijo sonriendo y caminaron hasta la entrada. De repente escucharon al padre gritar desaforadamente: Judica, Domine, nocentes me: expugna impugnantes me y la pareja se volvió para mirarlo extrañados. El padre continuó: Confundantur et revereantur quaerentes animam meam. Avertantur retrorsum et confundantur cogitantes mihi mala. Julia y Eugenio entornaron los ojos mientras veían al cura. Después se miraron, se encogieron de hombros y continuaron hacia la entrada. En el umbral, la chica arrojó un fósforo y cerró la puerta. Desde adentro llegaban los gritos de Alberto:

Fiat tamquam pulvis ante faciem venti: et angelus Domini coarctans eos.
Fiat viae illorum tenebrae, et lubricum: et angelus Domini persequens eos.
Quoniam gratis absconderunt mihi interitum laquei sui: supervacue exprobraverunt animam meam.
Veniat illi laqueus quem ignorat; et captio quam anscondit, apprehendat eum: et in laqueum cadat in ipsum.
Anima autem meam exsultabit in Domino: et delectabitur super salutari suo.

La pareja tomó algunos de los productos que se apilaban en las cajas y dejó el resto para la gente que pronto llegaría invitada por el sonido de las campanas. Bajaron las escaleras sin prisas, tomándose el tiempo, callados, para disfrutar del aire de la madrugada. De repente, Julia se detuvo a ver las primeras llamas que danzaban tras los vitrales. Estuvo un rato contemplándolas, serena, inexpresiva. Luego rompió el silencio: ¿Qué estaba gritando? Eugenio se giró, se quedó mirando la iglesia un momento, luego escupió y siguió su camino. ¡Qué sé yo!

6 de octubre de 2016

Cap. 7: Épica del miedo

Estaba sentado en la acera con la espalda apoyada en la pared, las piernas estiradas, los brazos a los lados, caídos, con las palmas de las manos hacia arriba. Miraba hacia su ombligo, como quien se ha quedado dormido justo en el último cabeceo y no vuelve a espabilarse. Todo en él era la imagen del hombre que se deja vencer por el agotamiento –o quizá por la borrachera, en una calle apenas iluminada por los primeros rayos del sol, de no ser por un detalle: era un trozo de carbón. La piel había sido chamuscada hasta convertirse en una costra negra y cuarteada que, en algunos lugares, se fundía con la ropa gracias a la lenta combustión a la que fuera sometido el sujeto.

Alrededor del cadáver habían dispuesto en un semicírculo empaques vacíos de productos considerados los más buscados: una lata de leche, una bolsa de arroz de dos kilos, dos paquetes de pasta larga, una bolsa de azúcar, varias cajas de crema dental, un paquete de harina de maíz y, cosa extraña, una cajetilla de cigarrillos. Qué raro, se dijo el detective quien, en cuclillas, examinaba este curioso objeto que desentonaba con el resto.

El detective se incorporó y repasó con la mirada el semicírculo recorriéndolo en el sentido de las manecillas del reloj, comenzando con la lata de leche hasta terminar en la cajetilla de cigarrillos. Después se detuvo por un instante en el cadáver para luego levantar la mirada y leer, una vez más, el grafiti en la pared justo encima del cuerpo: «juguemos con fuego».


***
El debut de la frase –nunca mejor dicho, se remontaba a dos meses atrás, durante la transmisión de un partido de béisbol. Pedro Gañate, cuarto bate de Los Jornaleros del Llano, conectaba un jonrón descomunal, de esos en los que el choque de la bola con el bate produce un tock audible mucho más allá del estadio. El caso es que la cámara, al seguir la trayectoria de la pelota que ascendía por el centerfield, termina encuadrando la salida del bólido justo cuando se desplegaba una inmensa pancarta que ponía «juguemos con fuego». Fue épico. El estadio enloqueció. El narrador gritaba, los fanáticos aullaban y Gañate trotaba lentamente hacia el home señalando con el dedo la gigantesca pancarta que celebraba el cuadrangular ganador del primer campeonato para Los Jornaleros. La prensa atribuyó la pancarta a algún fanático entusiasta y el encuadre de la cámara se repitió como un eco en las primeras páginas de los diarios. Después del estadio, enloquecería Ciudad Bendita.

Al principio a nadie le extrañó que la frase se hiciera viral e invadiera toda la ciudad. Hasta que comenzó el fuego. Primero un abasto del cual se salvó sólo la pared en donde estaba escrita. Después una iglesia, luego un juzgado, a continuación un banco, les siguió una alcaldía. Todos con el mismo patrón: pared intacta, frase legible. La policía no hallaba qué hacer y no se producían arrestos. Luego sucedió lo impensable. Una mañana la frase apareció sobre una de las vallas en donde los ojos de El Gran Padre vigilaban la cotidianidad de sus hijos. Advertidos del peligro, las autoridades retiraron inmediatamente la valla pero no evitaron que ardiera la de enfrente y es que, cuestión de método, la una estaba marcando a la otra, después de todo, ¿cómo preservarías sólo un pedazo del vinilo? Fue demasiado. Las autoridades necesitaban un culpable urgentemente, había que aleccionar a la población. La imagen de un pelotero señalando una pancarta en su recorrido triunfal al home les dio lo que necesitaban.

La prensa hizo lo suyo: «Detenido Pedro Gañate». «Pedro Gañate, el hombre del fuego». «Gañate conspiraba». «Los Jornaleros se desmarcan». «El Traidor sentenciado». En pocos días el jonronero pasó de ser héroe deportivo a traidor a la patria. Daños colaterales, llaman a eso.


***

Dime, Rodríguez, para qué querías verme, la voz trajo de vuelta a este mundo al detective interrumpiendo la cadena de sucesos que construía mentalmente. Rodríguez señaló el cadáver diciendo Parece que nuestros casos se cruzan, encendió un cigarrillo y se hizo a un lado para que su colega examinara la escena del crimen. ¿Qué tiene que ver esto con el asesino del tubo?, dijo sonriendo el recién llegado. Mira aquí, Rodríguez señaló la nuca del cadáver. El detective Corona, que así se llamaba, acercó el rostro e hizo una mueca de espanto al ver la fractura abierta en la base del cráneo. ¡Por Dios, no me acostumbro a esto!, se alejó del cadáver y dio vueltas para mirar a la gente que se agolpaba detrás de la barrera. Ok, o trabajaron juntos o son el mismo tipo, ¿qué opinas?, preguntó Corona mientras se llevaba un caramelo de menta a la boca para combatir la náusea. Que podría ser un tercero rindiéndole homenaje a sus ídolos, dijo Rodríguez para luego añadir, al ver el gesto de duda de su colega: Hay un elemento nuevo: hasta donde sé, ni el asesino del tubo ni el pirómano dejan mensajes en la escena del crimen, señaló los objetos en semicírculo y esperó por la respuesta. Corona se tomó un tiempo. Sopesó las palabras del detective mientras observaba los objetos dejados alrededor del cadáver. Levantó el rostro y se quedó unos segundos viendo a Rodríguez a los ojos. Hablamos luego, fue todo lo que dijo antes de marcharse.

Un perro se coló entre las personas y comenzó a olisquear alrededor del cadáver. Rodríguez le lanzó una patada para ahuyentarlo provocando una reacción adversa del público. El perro abandonó rápidamente la escena del crimen, pero en cuanto pasó por el bosque de piernas se detuvo un momento y observó a Rodríguez discutiendo con la gente. Después se alejó despacio.


14 de septiembre de 2016

Cap. 6: Tres… comacatorcedieciséis

Transcurrieron minutos largos de un silencio sólo interrumpido por los truenos, en los que Eugenio miraba alternativamente la barra de acero, la bolsa de alimentos, el perro, la anciana y, finalmente, a la chica que, en posición fetal, descansaba su cabeza sobre el regazo de Teresa. Julia parecía dormida, pero él presentía en ella un estado exacerbado que la mantenía alerta a todo cuanto ocurría a su alrededor. Por otro lado, el perro lo tenía claro: sentado sobre sus cuartos traseros, miraba fijamente a Eugenio y observaba de reojo a la muchacha como esperando una orden. La vi salir del callejón, bajo la lluvia. Cuando bajé, la encontré parada en la entrada del edificio, dijo Eugenio. Apenas abrí la puerta dijo «Teresa» y se sentó en el piso temblando, por eso la traje, dijo Eugenio detallando el movimiento errático bajo los párpados de Julia.

Teresa acariciaba suavemente el cabello de Julia y aunque parecía concentrada en ello, sopesaba con cuidado posibles respuestas para dar a su vecino. Eugenio lo sabía y la dejó hacer. Es mi nieta, vive en el interior y vino a traerme comida, respondió la anciana señalando la bolsa y en su respuesta, por lo absurda –y también por el tono, Eugenio pareció escuchar una invitación a la complicidad, una puerta dejada intencionalmente entreabierta para que él, un sujeto solitario y sin nada más que perder, entrara a un mundo que estaba por anunciarse. Claro, claro. Y viajó con un curioso equipaje, dijo el hombre señalando al perro y la barra de acero. Julia abrió los ojos y clavó una mirada gélida y amenazante en Eugenio quien sintió un escalofrío recorrer su columna erizando los vellos de la nuca. Morgan se puso tenso, levantando un poco sus cuartos traseros gruñó bajo, peligroso. ¡Wow, wow, wow!, tranquila niña, estoy de tu lado, sea cual sea, dijo levantando su única mano en señal de juramento. Julia miró a la anciana quien sonriendo cerró los párpados de la chica. No tienes nada que temer, es un buen hombre, le dijo Teresa y la muchacha se entregó inmediatamente al sueño. Morgan se relajó por completo y se echó tras un soplido cómico que a Eugenio le arrancó una risa discreta.

***

En la cocina, mientras Julia y Morgan dormían, Eugenio y Teresa se contaron todo. Fue una larga charla en la que el hombre habló de sus pérdidas y sus derrotas, de sus odios. Teresa, por su parte, refirió su llegada al país huyendo de la viudez y los largos setenta años de soledad que terminaron, paradójicamente, por anclarme a la maldita realidad: soy viuda. ¡Y huérfana! Murió incluso el país que me adoptó, dijo la anciana mientras señalaba el mapa enmarcado en la sala y en que solía imaginar los viajes que haría por su territorio con un futuro marido que nunca tuvo. A mis noventa y dos sólo quiero morir, dijo mirando a Julia en el sofá.

Eugenio encendió un cigarrillo. Se recreó por un momento con el humo que ascendía desde su garganta y sintió que lo abrazaba una paz extraña. No era una paz benigna, era, más bien, la sensación de confianza que nace antes de la venganza, esa acción que, sin sanar heridas, devuelve las cosas a su justo equilibrio. La entiendo. Desde que asesinaron a mi hijo, no he deseado otra cosa. Pero primero, me gustaría ver arder el mundo, dijo. Se quedó mirando a la anciana y se preguntó si en aquellos deprimidos noventa y dos años se encontraban vestigios del fuego humano. La anciana, de espaldas a Eugenio, sintió la mirada sobre ella y adivinó sus pensamientos. No podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo el libro al fuego, dijo sin apartar la vista de Julia. Después agregó, girándose hacia Eugenio: George Sand. Él la miró desconcertado. La frase. Es de George Sand, la escritora, dijo divertida. ¡Ah!, respondió Eugenio. Pasaron otros minutos de silencio mientras la anciana lavaba las tazas de café y él terminaba su cigarrillo.

Eugenio se levantó y empujó la silla hacia su posición original en la mesa. Bostezó. Disculpe, es que a estas horas suelo estar dormido, dijo avergonzado. Aún conservo la ropa de mi hijo en casa. Después la traeré. A su edad, las chicas también usan jeans y camisetas, según he visto, agregó señalando a Julia. Teresa lo acompañó hasta la puerta.

En el umbral, Eugenio se dio vuelta y sorprendió a Teresa al hacer una reverencia, tomarle la mano y besarla en el dorso, un gesto exagerado y simpático que remató con la frase Dígame, mi señora. ¿No le gustaría ver el mundo arder? Se miraron fijamente por unos segundos. Luego Teresa sonrió con todo el rostro y de sus ojos saltaron chispas de júbilo, el fuego humano. Eugenio devolvió la sonrisa y se dio vuelta para marcharse. Yo me sé otra: «La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse», dijo mientras levantaba la mano a modo de despedida. Oscar Wilde, remató ella mientras lo veía entrar en su departamento. Se había cerrado el círculo.

***

En el callejón miles de ratas.

10 de septiembre de 2016

Cap. 5: Canis lupus familiaris

Julia se limpió la boca con el dorso de la mano sin apartar los ojos del policía. Temblaba de rabia y la humillación humedecía sus ojos. ¡Ay, no te pongas así! Ese es el precio que debes pagar por hacer lo que haces, dijo él mientras subía la cremallera. Podría ser peor. Podría quitarte algún producto de la bolsa, o toda, continuó mientras jugaba, amenazante, con el seguro de la pistola. No sé cómo lo haces, pero obviamente no te las regalan y no tienes mucho que ofrecer a cambio, la frase estuvo acompañada de un manoseo intencionalmente torpe de los senos de Julia. En fin, no me importa. Todos tenemos derecho a comer y mientras seas obediente, te quedas con la bolsa, dijo mientras daba la espalda a Julia para marcharse. Morgan observaba atento al policía, quien guardó la pistola entre su espalda y el cinturón y al hacerlo, el perro supo que era su momento.

24 de agosto de 2016

Cap. 4: Refugios de donde huir

Si lo miras detenidamente puede que encuentres belleza en él. Siete pisos de historias, alumbradas precariamente por las noches, se apilan en su herrumbre. Aquella mañana, el sol naciente hurgaba entre las grietas de la fachada, revelando el leve movimiento de las antenas de las hormigas quienes esperan, disciplinadas y muchas, por la primera feromona que incite a la marcha. En la escalera de entrada, pequeños hierbajos asoman entre la unión de los escalones y salpicadas por aquí y allá, manchas de mugre dan fe del paso del hombre por la existencia de la piedra. El pasamano derecho, vulnerable y leproso, comienza a perder pedazos y bajo el brillo del sol sus escamas se expanden como pétalos de flores férricas y oscuras.

Al lado de la puerta, un rectángulo de metal opaco muestra la nomenclatura de la soledad humana en dígitos y letras; callado como una tumba, de su bocina sólo emerge una cucaracha, ignorando que pronto será transportada en pedazos por una fila de hormigas. Al cristal de la puerta lo habitan huellas de manos, dos agujeros de bala, un verso escrito con marcador indeleble y que alude a la madre de algún vecino y varias capas de limpia vidrios que nunca se removieron del todo. En un pequeño pedazo milagrosamente impoluto del cristal, un rayo de sol impacta, se refleja y comienza a moverse lento y constante corroborando la danza del planeta. Es un destino aquel edificio, un hado, más bien, y como es de esperar, posee la cualidad irresistible de lo inevitable y una ominosa manera de parecer hospitalario.

En el vestíbulo, un espacio de fantasmas utilitarios, buzones abiertos esperan por papeles, tinta y afectos que no existen más que en el remoto pasado del sistema postal, y es que la gente se fue tanto y tan lejos que ya no es gente, sino recuerdos que transmigran inexactos. Al lado de los buzones, un espejo intenta ser espejo y devuelve para nadie, por costumbre y disciplina, la imagen del hombre taciturno e incompleto que mira extático el recipiente de plástico que asoma por la oscura boca del casillero 1-A3. En un rincón, una maceta exhibe restos de cigarrillos y fracasos botánicos en donde una lagartija espera, como todos, quién sabe qué vida. Dos ascensores que alguna vez deambularan del infierno al cielo permanecen detenidos, sin tiempo, como monumentos postsoviéticos. En uno de ellos, cadáveres de memorias se dispersan en el piso, escapados, ya secos, de las telarañas que arriba vibran y despiertan del quieto letargo a sus dueñas. Del otro poco sabemos, el acero rayado y deslucido de sus puertas permanece cerrado. En el techo de la antesala, una lámpara absurda de cientos de cristales ha derrocado a la gravedad y en sus ocho brazos sólo dos bombillas se atreven a la existencia. Es un cefalópodo de pocas luces, dijo alguna vez la anciana del primer piso, de acento extranjero y frases ingeniosas.

Las escaleras aguardan en penumbras por las pocas almas que aún pueblan el edificio. Mientras subes, si eres paciente y dispones de linterna, puedes leer cientos de frases que se sobreponen, entre tachaduras y enmiendas, unas a otras, disputándose la pared. Reclamos de amor no correspondido se codean con propaganda política, anuncios de venta de casi cualquier cosa y hasta ofertas de exquisitas felaciones acompañadas de números de celulares. Los ubicuos ojos de El Gran Padre no podían faltar y vigilan, multiplicados e inútiles, la geografía bidimensional de los sueños rotos y las promesas incumplidas. En el descanso, esos eternos ojos reposan sobre una ondulante bandera roja acompañados de la frase …la lucha sigue! Cuenta una leyenda que en algún momento, alguien que dejaba para siempre el edificio pasó por allí y escupió sobre la pinta. Pronto, a los idos se les sumaron los dejados y después todo aquel que pasara por allí y tuviese motivos para homenajear a El Gran Padre. Todos. El lugar fue bautizado con el nombre heroico de El paso del gargajo. Más allá, justo antes de ingresar hacia el primer piso, han escrito sobre el arco de entrada Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza… quizá porque el infierno sigue quedando arriba.

El largo pasillo está precariamente iluminado por mezquinas ventanas que dan al exterior y lo flanquean diez puertas que, enrejadas, intentan mantener a sus pocos habitantes alejados de la estadística. Una rata ingresa veloz al cuarto de la basura, en donde cientos de bolsas obstruyen el bajante del que escapa un olor rancio, a cosas podridas hace mucho tiempo y que ahora no son más que momias de la existencia humana. El yeso del cielo raso exhibe manchas de moho separadas a intervalos irregulares y en línea recta, evidenciando roturas en una tubería que perpetúa su gangrena amparada en la desidia. La fila de rectángulos de aluminio que alguna vez fueron lámparas, ahora son accidentes esperando por ocurrir, apenas sostenidos por el cada vez más débil cielo raso.

Eugenio coloca el recipiente plástico en el piso. Introduce la llave en la cerradura, la gira y antes de entrar se da vuelta y contempla un rato la puerta del apartamento 1-B3. Suspira. Después se agacha, toma el recipiente y entra.

20 de agosto de 2016

Cap. 3: Mañana es sólo un adverbio de tiempo

Julia contemplaba hipnotizada las bolas de masa flotando en el aceite hirviendo. El olor característico de la fritanga hacía crujir su estómago y la salivación excesiva la obligaba a tragar tratando de impedir, inútilmente, que escapara por la comisura de sus labios. De vez en cuando apartaba los ojos del espectáculo para mirar a Morgan, quien la observaba expectante, sentado a su lado, confundido sobre el estado de ánimo de su amiga, pues la chica sonreía con la tristeza muda y desamparada, típica de quien llegó tarde a salvarse. Vigila esos buñuelos, querida, procura que no se quemen, escuchó decir a la anciana quien se afanaba en colocar en orden la mesa.

La anciana sacó del caldero las últimas dos bolas de masa, las colocó en un recipiente de aluminio junto a las otras, apagó la hornilla y llevó la comida a la mesa. Julia seguía sus movimientos con la mirada sin perder detalle del hacer de la anciana y se sobresaltó un poco cuando ésta la tomó por el brazo y la condujo hasta una silla en donde la esperaban plato, cubiertos y un vaso de leche. Ven, comamos, dijo mientras colocaba dos bolas en el piso para Morgan. El perro paseó la mirada de la comida a Julia indagando sobre qué debía hacer. Come, dijo Julia y Morgan se echó feliz frente al alimento. La anciana rio y a Julia la sorprendió haber olvidado el sonido de la risa, un recuerdo recuperado también por la anciana, quien había olvidado reír. Me permites que separe dos para el vecino de enfrente, es un buen hombre. Julia la miró fijamente, aún extrañada, sobrecogida ante la humanidad invencible de aquella mujer. Es tu harina, tú decides, dijo la anciana sonriendo. Julia hizo un puchero y brotaron lágrimas lentas mientras asentía con la cabeza.


***


Dos mujeres rotas sentadas frente a frente. Un perro adormilado en la alfombra. Una lluvia atronadora demoliendo calles sucias de tanta gente sucia. Joan Manuel Serrat cantando De cartón piedra desde un apartamento cercano... había una poética extraña en la escena. Y había más: un halo de santidad perdida ─o casi, que rodeaba a la mujer más joven, quien veía, admirada, cómo la anciana limpiaba el extremo ensangrentado de la barra de acero con un trapo húmedo. No conviene cargarla así, dijo la anciana al terminar la labor. Se levantó del sillón y la colocó en el sofá, al lado de Julia. Volvió a su sillón con la lentitud y esfuerzo propio de sus años y al tomar asiento sonrió a una Julia que comenzaba a cabecear intentando no dormirse. Eres de poco hablar. No sé si eso es bueno, dijo la anciana alisando su falda. Mi nombre es Teresa, ¿y el tuyo? Julia intentó articular una frase, pero se lo impidió un peso en el alma que atenazaba su garganta. Julia… creo, se limitó a decir, luchando al mismo tiempo con un sollozo y con el sueño. Bueno, Julia, no olvides mi nombre cuando despiertes antes que yo, dijo con ternura Teresa, mientras señalaba con un guiño la barra de acero.


***


Teresa abrió los ojos, sorprendida tan sólo de poder abrirlos, y constató que las primeras luces de la mañana se colaban ya por la ventana. Palpó su cabeza con cuidado suspirando, resignada a seguir viva. Se levantó trabajosamente de la cama y contrario a lo que era habitual en ella, no entró al baño, sino que fue directamente a la sala para encontrarse con la ausencia de Julia y de Morgan. Estuvo largo rato mirando el sofá en donde la chica había pasado la noche y lamentó por lo bajo haberse hecho ilusiones con ella. Qué pena, se dijo, dirigiéndose a la cocina, en donde  encontró los platos lavados y ordenados en el escurridor. La anciana buscó con la mirada las manchas de aceite que habían dejado las bolas de masa  en el piso   pero fue inútil, habían sido limpiadas cuidadosamente. Al abrir la nevera encontró aún media jarra de leche y los buñuelos para el vecino herméticamente guardados en un recipiente plástico. Repentinamente la anciana recordó el trapo que había usado para limpiar la barra de acero. Volvió a la sala. No estaba.


Teresa evocó la mirada triste de Julia. Era de una tristeza cansada, como de quien carga el odio y la furia mezclados con la bondad, un estado a medio camino entre el estoicismo y la desesperanza. Había visto antes esa mirada ─una mañana frente al espejo, y desde entonces no pudo borrarla de su rostro. Hay miradas que no deben verse, se dijo. También hay voces que no deben hablarse, por eso creyó aquella tarde que en Julia había encontrado a su libertadora y se dispuso a cederle el pequeño nicho en que habitaba. Pero se equivocó Teresa y ahora no sabía si su soledad era más sola o si apenas se trataba de un breve intermedio antes del acto liberador. ¿Había crueldad en todo esto? Quién sabe. Lo cierto es que quien quiere morir, y no lo hace por sus propios medios, desarrolla una ética extraña.

14 de agosto de 2016

Cap. 2: El Estado de las cosas

Las posesiones de Julia sumaban harapos, periódicos, cartones, hambre y un perro de raza imprecisa que la seguía a todos lados. Morgan, lo llamaba ella. Lo encontró cobijándose de la lluvia en el zaguán en que acostumbraba dormir y sin pensárselo mucho, le hizo espacio entre los cartones para que se echara a su lado. Era vieja, Julia: diecisiete años, cuarenta y cinco kilos, tres violaciones e interminables noches de miedo la convirtieron en el despojo que era.  Pero además, Julia era una furia y estaba destinada al fuego.

***

Después de horas de acecho a la fila de infelices, Julia por fin veía cercano el premio a su esfuerzo. Siguió con la mirada al hombre que con gran denuedo intentaba cargar la bolsa con los productos recién comprados. No era mucho el contenido, apenas un paquete de harina de maíz, una botella de medio litro de aceite vegetal y una bolsa de leche en polvo, pero la extrema delgadez del sujeto convertía la simple acción de acarrear aquel peso en un acto titánico. Un Sísifo moderno y desvalido a punto de ver rodar su roca. ¡Ve!, le dijo Julia a Morgan, y éste se apresuró a interpretar su papel.

El hombre estaba conmovido con la ternura mostrada por aquel perro que retozaba a su alrededor. Morgan movía la cola frenéticamente y daba saltos y giros cómicos interrumpiendo la marcha del sujeto. Llegó incluso a comportarse como un gato frotándose a sus piernas en movimientos sinuosos y afectivos. El hombre le acarició la cabeza e intentó continuar, pero Morgan se paró sobre sus patas traseras y lo miró con la lengua afuera en un gesto de amistad irresistible. Combatiendo el cansancio, el sujeto se inclinó para mostrarle la bolsa, abriéndola y permitiéndole olisquear en su interior. No tengo nada para ti, amiguito, dijo con tristeza y respiración entrecortada. Luego sintió el golpe redentor, un dolor último que lo liberaba de sus miserias. Cayó sobre la acera convulsionando y otros tres golpes apagaron sus luces y sus estertores. Pero para mí sí, dijo Julia mientras recogía la bolsa y se alejaba con un Morgan ahora feroz, dispuesto a cuidar de su amiga, determinado a impedir sorpresas.

***

Agotada por el esfuerzo, Julia se sentó en los escalones de la entrada de un edificio cercano al zaguán que era su hogar. Colocó la gruesa barra de acero a su lado y al ver los restos de cabello y sangre en un extremo lloró amargamente. Morgan gimió y apoyó su cabeza en las piernas de la chica. Julia abrió torpemente la bolsa de leche en polvo y, mientras sollozaba, comenzó a sacar porciones que llevaba alternativamente a su boca y a la desesperada lengua del perro. Al tragar por tercera vez, la depredadora sintió romperse el mundo dentro de ella. Pensó en leones, en la utilidad de matar a la gacela para comerla. Al alejarse el león, pensó, deja atrás restos de comida. Pero ella sólo dejó una víctima, una cosa, un animal venido a menos que no alimentaría nada, salvo el dolor de los suyos y el de ella. Julia reprimió un grito. Por primera vez sentía pena por uno de sus anónimos, como los llamaba, y la potencia de aquel extraño sentimiento la sacudió de un modo violento. No soy humana, se dijo en voz baja y entonces sucedió el destino:

Así no es de utilidad. Julia se dio vuelta buscando, desconcertada, la voz. Detalló por un segundo a la anciana, sorprendida de que alguien le hablara. La leche… es mejor beberla, y con la harina y el aceite podrías freír masa y comerla, dijo la anciana al ver la confusión en el rostro de Julia. Ven, en casa podrás cocinar, y con gesto amistoso la invitó a entrar.

Quizá fuera la desolación la que impulsó a Julia a levantarse apoyándose en la barra de acero e incorporarse al hábitat humano representado por una anciana que la esperaba sonriendo. Moría la tarde y amenazaba con llover. Trae al perro.

9 de julio de 2016

Cap. 1: Las condiciones objetivas

¿Me lo puedo llevar?, dijo en voz baja al médico que revisaba el vendaje. ¿Perdón? ¿Cómo dice? El galeno lo observó con desconfianza. Usted sabe… ¿si me lo puedo llevar?, dijo el hombre señalándose con el mentón el muñón en el que alguna vez estuvo su brazo izquierdo. ¡Pero señor, cómo se le ocurre que!… Era la petición más insólita que había escuchado. Pero es mi brazo, ¿no? Debería poder quedármelo, dijo el hombre, urgido y avergonzado al mismo tiempo. Señor, su brazo llegó pendiendo de una pequeña porción de músculo y con los huesos casi triturados por completo. ¡Ni siquiera parecía un brazo! Además El hombre lo interrumpió con un ademán de su mano derecha: Ajá, pero había carne, ¿no? El doctor retrocedió un poco y por breves segundos detalló el aspecto famélico del hombre. Sintió arcadas que intentaron obligarlo al vómito. Volvió a acercarse y casi pegó su rostro al del paciente. Usted no estará pensando en… ¡ay, Dios! Iba a decir algo más pero salió corriendo de allí, huyendo del horror.

***

En la acera no había espacio para nadie más. Estaban tan apretujados que la longitud de Planck era la constante que daba aquellas geometrías insólitas a las filas de hambrientos y expectantes ciudadanos que aguardaban a ser llamados por números para entrar en el establecimiento en el que, se rumoreaba, podrían comprar una bolsa de harina de maíz, un litro de aceite y, cosa excepcional, un kilo de leche en polvo -esto último, ya alcanzaba las características de mito urbano.


Eugenio intentaba dejar el muñón fuera del alcance de los roces con los cuerpos. Aún le dolía y el vendaje sucio y sudado después de horas bajo el sol comenzaba a irritarle la piel. Había iniciado la madrugada en la fila de Personas con Movilidad Reducida, pero La Autoridad lo pasó a la fila de los Capacitados esgrimiendo argumentos incontrovertibles: ¿Se puede mover?, gruñó La Autoridad. , pero Volvió a gruñir La Autoridad: ¿Es usted diestro? Eugenio intentó contestar, pero La Autoridad sólo había hecho preguntas retóricas. Usted puede cargar su bolsa sin problemas. Vaya a la otra fila y pida un número, dijo el hombre de honor intacto y botas lustradas mientras señalaba la fila paralela. Fue así como obtuvo el 1023 una vez que tacharon el 45 que habían escrito con anterioridad en el dorso de su mano derecha.


Cansado, escapaba por momentos de su miseria rememorando tiempos mejores. Enumeraba situaciones felices en las cuales era protagonista pero cuando intentaba precisar fechas, ubicar en lugares exactos los hechos, no lograba completar las escenas. ¿Eran reales? ¿Estuvo casado? ¿Tuvo un hijo? ¿Tuvo amigos y mascotas y música y trabajo y futuro? ¿Tuvo esperanzas? ¿Y sueños? ¿Tuvo dignidad? No creo, deben ser invenciones mías, dijo en voz baja y miró por enésima vez la valla publicitaria desde donde los ojos de El Gran Padre vigilaba a su sumisa camada. Ciudad Bendita cuidada amorosamente por Sus Ojos en las vallas, en afiches, en uniformes orgullosos de la comunión de cuerpos guiados por La Autoridad hacia la felicidad de una bolsa con harina, aceite y quizá, sólo quizá, leche en polvo.


Un rumor lejano, procedente del inicio de la fila lo sacó de sus cavilaciones. Vio avanzar, marcial y poderoso, a La Autoridad. Este se detuvo justo a la mitad y exclamó, con el aplomo propio de un hombre de honor: Vamos a pasar sólo a cien ciudadanos de la fila de Personas con Movilidad Reducida y otras cien de los Capacitados. Eso es todo. Luego paseó la mirada, rostro duro y amenazante, por los asistentes y se retiró marcial como llegó. Inhumano como siempre.


***

Sentado frente a la nevera, Eugenio, entre sollozos, contemplaba el contenido único que el fresco clima del aparato preservaba para él: una taza de arroz del día anterior y una botella de agua. Desconsolado intentaba calcular el momento indicado para comer y desconsolado intentaba deshacerse de la imagen de su vecina, una anciana cada vez más cercana a la muerte, empecinada en pedir ayudas imposibles en el portal del edificio. Por favor, tengo hambre decía extendiendo un plato en el que nadie dejaba nada. Todos miraban a otro lado. Tanta vergüenza, tanta culpa produce sobrevivir. Eugenio la odiaba y lloró un llanto largo y lento, un llanto que le devolvió el alma, un llanto taquicardia y temblor, un llanto culpa… un llanto, después un grito.


Cuando la anciana abrió la puerta se encontró con Eugenio extendiendo una taza de arroz. Lo siento, es todo lo que tengo, dijo apenado. Con manos temblorosas tomó el obsequio e hizo un ademán para invitarlo a pasar. Él sonrió como pudo. Gracias, pero tengo que hacer… vaya usted. La anciana cerró la puerta. La escuchó llorar y supo, como en una revelación, que su vida valió la pena.


***

En la calle, Eugenio decidió terminar el día sin intentar sobrevivir. Estaba exhausto, adolorido y moralmente destrozado. Observó los fantasmas que alguna vez fueron orgullosos humanos. Detalló los edificios herrumbrosos que apenas una década atrás eran declaraciones de progreso. Respiró el aire enrarecido por el olor de la pobreza. Miró con tristeza a los perros de pedigree perdido entre la sarna y la basura y se preguntó si soñarían con sus amos. Se detuvo frente a una vitrina a examinar su cadavérico reflejo. Sus pantalones, ahora cuatro tallas más grandes, los sujetaba precariamente con un cinturón en donde no cabía un agujero más. Prestó especial atención al muñón del inexistente brazo izquierdo. Soy una metáfora política, se dijo sonriendo. ¡Las condiciones objetivas, camarada!, ¡dígalo!, dijo a un sujeto de uniforme gubernamental que pasó a su lado. Vete a la mierda, respondió el tipo. Eugenio lo vio alejarse y sintió lástima por él. Ya estoy aquí, respondió para sí mismo. Siguió caminando y pasó de largo la farmacia en donde debía preguntar por vendas y medicamentos, que no encontraría, para continuar la cura de las suturas que aún no le quitaban. Su objetivo era otro.


***

Eugenio se acercó a la puerta de la anciana. Pegó el oído a la madera pero no escuchó nada. Luego dio media vuelta y entró en su casa. Colocó la botella de aguardiente, el paquete de cigarrillos y los fósforos en la pequeña mesa del balcón y se desnudó. Con cuidado destejió los vendajes del muñón y dejó que la brisa que entraba por el balcón refrescara la piel enrojecida. Después se sentó en un viejo sillón, colocó los pies en la jardinera del balcón y abrió la botella.


El primer trago fue desagradable, pero todo lo era en aquella maldita vida, de modo que no le dio importancia. Encendió un cigarrillo y se dispuso a disfrutar de la lluvia que ya empezaba y que, de cuando en cuando, entraría en suaves ráfagas traídas por el viento hasta el balcón.


Miró fijamente a los ojos de El Gran Padre que lo escrutaban desde la valla en la azotea del edificio del frente. Otro trago. No, mis recuerdos son ciertos, es sólo que no valen nada, dijo sonriendo. Adentro comenzaba una hoguera.