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7 de julio de 2011

49 objetos


Es extraño cumplir 49 años. Es una cifra incierta, una edad torpe. 49 escenas decolorándose en polaroids que, por mucho que se observen, no dicen nada del argumento todo y único de una vida humana.

Tengo la impresión de haber vivido una niebla. Se debe, probablemente, a que tengo la memoria fragmentada de un anciano, un puente sinuoso y oscilante que apenas si conecta en mi consciencia eventos remotos como un beso con este estado actual de la nada. En todo caso, ¿quién fui? no es una pregunta que necesite responder. ¿Quién soy? parece ser más apropiada, pero la respuesta pertenece a otras bocas y permanece en ellas.

¿Cómo llegué a este estado? No lo sé. Quizá el olvido, ese desensamblador de eslabones desconectó los puntos que unían las escenas desecuenciando (ignoro si existe tal palabreja) la película, dejando regadas aquí y allá esas 49 polaroids de la locura ordinaria, que cantaba Fito Páez. Y montar la película no es labor que me apetezca. Prefiero el olvido.

Permanezco, pues, en estos territorios de la ignorancia sin avergonzarme de la amable ceguera nacida del no saber. No tengo indicios de los sueños que soñé, carezco de lúcidas aves que me guíen a el final y, por supuesto, ambición no es más que un concepto muerto por el cual no guardo luto.

Dicho así, todo esto parece el típico discurso de un perdedor elegante, sin embargo, yo lo asumo como un punto zen al que he llegado, irónicamente, después de muchas palabras. Es un discurso, sí. Pero uno que me pronuncio a mi mismo. Un homenaje a quien soy, sea lo que sea eso en boca de los demás.

Estoy satisfecho. Soy feliz. El resto, mi pasado, quien fui, son sólo 49 objetos.

49 objetos muertos.

19 de junio de 2011

El alma de los cerdos

I


¿Cómo podía saber Miguel que aquella mañana de sol callado y aceras anónimas -las pateadas aceras cotidianas- iba a encontrar razones para la certeza al doblar una esquina? ¿Quién iba a advertirle que caminando, ese acto primate y minimalista, se iba a topar de frente con un cadáver, una bruja, un fajo de dinero y un auténtico Rolex de oro que, si bien daba la hora equivocada, era un reloj en un tiempo perdido, algo así como un faro en aquellas aguas furiosas que eran sus días? Todo es tuyo, dijo la bruja mostrando su diente único. Miguel tomó el dinero y el Rolex. Observó el cadáver como quien calcula mentalmente el dolor de una posible fractura, y reconoció en aquel hombre una soledad feliz, transparente, sin edad. Miró a la bruja sin decir nada. Detalló el diente curtido y desafiante, las arrugas alrededor de los ojos, los labios delgados y reídos, el mentón en ruinas, la humildad altiva de quién conoce todas las respuestas. Después arriesgó una pregunta sin asombros ni aspavientos, sobrio, objetivo: ¿Está muerto?. ¿No lo estamos todos?, dijo la mujer mirando alrededor y señalando con dedo admonitorio a los viandantes. Miguel asintió despreocupado, después de todo, siempre decía que la ciudad estaba habitada por muertos, ciudadanos sin recuerdos infantiles, carcasas de insectos que en sus dias de gloria polinizaron flores y minutos y que ahora, quizá por tedio, permanecían en la corteza de los árboles, acostumbradas al calor y a los años. Miguel fingió un gesto de piedad. Después, muy lentamente, guardó el dinero en el bolsillo interno de la chaqueta y con el cuidado exquisito que un restaurador pondría ante una tela de Giotto di Bondone deslizó el rolex por la mano y ajustó la correa a la muñeca. Miguel detalló brevemente una vez más el rostro de aquella extraña mujer e hizo un gesto cortés a manera de despedida. Intentó caminar pero no pudo avanzar. Sus pasos fueron apenas una vislumbre de idea, pura intención. Una fuerza de dioses ataba sus pies a la acera. Intentó zafarse sin éxito y supo en ese momento que su tránsito por aquel mundo había sido confiscado. Tragó salida. Todo es tuyo, dijo la mujer señalando el cadáver y después clavó sus ojos en los de Miguel. La mujer tocó con su dedo admonitorio la nariz de Miguel. Entornó los ojos y acercó su rostro casi hasta rozar el de él. Miguel pudo oler el fétido olor de la justicia salir de la boca desdentada de aquella mujer y se le antojó que estaba apenas a la longitud de Planck. Toma todo el obsequio. En una mañana como esta, es sumamente peligroso rechazar destinos. Pequeñas gotas de saliva salpicaron el rostro de Miguel pero no intentó limpiarlas, algo le dijo que no era buena idea molestar a la anciana. No comprendo, ¿qué debo hacer con él?, se aventuró a preguntar mientras rogaba por no obtener respuesta. Alguien dijo alguna vez que debía agacharse la cerviz ante el sonido del trueno. Escucha mi voz, que es tu trueno ahora: no rechaces destinos ni deshagas tus pasos, Miguel. Toma lo dado. Bebe sin pausas y sin prisas el sudor que deja la carga constante de los pesos. Camina y lleva tus recuerdos que tus recuerdos son tú en esta tierra árida y de silencios. Toma todo el obsequio, la voz de la mujer llegó a sus oídos como una serpiente, reptando, peligrosa, certera. Miguel sintió su corazón retumbar asustado desde el estuche en el que reposaba sin consecuencias, sin avisos, sin llamadas a conciencias, sin guerras -fósil inútil por incompleto- y entonces una pena auténtica y salobre emergió sin permiso de sus ojos. Repentinamente sus pies fueron liberados y supo qué hacer. Se inclinó sobre el cadáver y lo levantó apoyándolo sobre su espalda. Comenzó a caminar llevando a cuestas el indicio de los tiempos por venir.


II


Faltando apenas instantes para cumplir los cincuenta, Miguel despertó de una larga noche de sueños que duró cuarenta y nueve soles con sus horas, segundos más, segundos menos. Observó detenidamente alrededor y pudo constatar que esa no era la habitación donde yació acostado todo ese tiempo. Para ser justos, o más bien, imprecisos -que la precisión es un mal hábito en estos relatos-, intuyó que no estaba en su lugar ni en su tiempo, como un meteorólogo equivocado. Intentó levantarse, pero, ya me dirán ustedes, después de tanto tiempo, sus miembros no respondían a la sencilla orden “levántate y anda”. Era Miguel un fallido Jesucristo para el Lázaro absurdo que fue. Con mucho esfuerzo, pudo estirar los brazos y acercó sus manos a un palmo de su rostro. Contempló los diez dedos, la piel sudada por el esfuerzo, los vellos hirsutos, las uñas largas, los pliegues de las articulaciones, el temblor anárquico de la vida que intenta desembarazarse del sueño, o mejor, del soñar. Vamos, que Calderón llevaba razón:


¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.


recitó Miguel en voz baja para no despertar, pero despierto estaba. Recordó Miguel los sueños -quizá será mejor decir el sueño: un cerdo que predica sobre los mundos yertos, unos ojos que traspasan vidas y devienen moros, un grito estéril, un único faro, un disparo, tres conciencias, un orgasmo que distrajo del deber al Dr. Freud, una infancia, varias muertes, un mensaje que de haber sabido que era el medio se hubiese quedado quieto y aborto en aquel cuaderno. Miguel inventarió imágenes y secuelas, versos verbos adverbios, palabras inútiles como inútil fue el tiempo que le tocó soñar: una unión, una bisagra, un estúpido dios, un estúpido demonio, un párrafo, un intento, suicidio y medio, dos accidentes, un código, el pasaje de alguna canción que hablaba de una promesa. Miguel constató su peso y su respiro y poco a poco se incorporó de la absurda posición horizontal. Sentado en la cama, volvió a examinar los alrededores de la habitación y detuvo la mirada en el cadáver sentado en la silla del frente. Tenía su rostro y sus taras, tenía sus ropas y sus años, su decoro y su desvergüenza, su agotado tiempo, su muerte, sus circunstancias. Era él en su estado más puro, era él a la inversa: sin respiros, feliz, justo, emancipado, solo. Era bello en su quietud. Magnífico sin sueños: sin la escuela primaria, sin las voces secundarias, sin los versos, sin los reversos que, como ya sabemos, suelen ser los ritos diarios que perpetramos. Miguel supo que el momento feliz de no soñar había llegado. Tomó el Rolex de la mesa de noche y palpó la realidad del tiempo: no había tic-tac. Luego, con el cuidado exquisito que un restaurador pondría ante una tela de Giotto di Bondone deslizó el rolex por la mano y ajustó la correa a la muñeca. Como pudo se puso de pié. Alisó las arrugas del traje. Trabajó con primor el nudo de la corbata y palpó el dinero en el bolsillo interno de la chaqueta, despues caminó, no sin esfuerzo, hasta el cadáver, lo colocó a cuestas sobre su espalda y se dispuso a esperar a Caronte.

III

Miguel leyó las dos cuartillas escritas. Estaba un poco mareado metido en la nube densa que la yerba dejaba alrededor de su cabeza mientras Bob Dylan cantaba Dignity a sus oídos. Dejó salir un suspiro y la opresión del pecho dio paso a lágrimas tibias y tranquilas. Recogió un poco con la lengua y verificó el gusto salobre. Eran las suyas unas lágrimas tristes, honestas, sanas, humanas. Lágrimas de viaje, tránsito, adioses. Lágrimas. Miguel dio una calada profunda al tabaquillo liado hace apenas unos minutos y pensó que la marihuana era como un beso largo y asfixiante. Sonrió. Pero no con la cínica sonrisa de siempre. No. Esta era la sonrisa de quien se sabe muerto y gracias a ello puede ver con detalle el lejano verde del pasado. El pasado, ese objeto esquivo, reconstruido, veraz y mentiroso a un tiempo y, precisamente por eso, indescriptiblemente bello. El pasado: un compromiso que hacemos con el sueño para no morir. El pasado, ese decálogo. Miguel sonrió como nunca lo hizo antes y se dio por enterado.


10 de abril de 2011

El camino de valium

Estas paredes respiran. Bailan, diría yo, ridículamente aferradas a las sombras y a sus ladrillos. Estas paredes me conocen. Proponen tiempos y soluciones al insomnio. Proponen. Pactan. A veces gritan y me llaman: ven, estréllate. No pasa nada. Apenas será un segundo, quizá dos, para la inconciencia. Paredes malvadas. Sabias. Sobrias paredes.

Tengo un emocionante encuentro con la demencia. Una erección. Un sobresalto. Una lúcida mirada a mi borrachera. Una demencia, pues.

La madrugada se agita y da vueltas, gira distorsionada en las paredes. Hay un carrousell, luces que brillan y delatan este delicioso estado de estar suspendido en nada, apenas flanqueado por el recuerdo de mujeres y tragos.

La pared a mi derecha ondula, se hunde bajo el paso firme y apresurado de un insecto inexplicable, no obstante conocido. Es el dolor. ¿Migraña? ¿Parto? ¿Demonio? ¡Qué más da! Sólo es un insecto escudriñando mi conciencia, agotando sus minutos como todos. Un viejo vecino de esta incomprensión que es el iluminado acto de escribir borracho, insomne, buda.

En horas como estas, viles y silenciosas, suelo acudir al agujero de la certeza. ¿Puedes creerlo? Yo, que no sé nada, me refugio en la certeza. Después de todo, un borracho es un tipo que intenta saber. Y sabe, claro. No ignora que las paredes no giran. Sabe que el insecto no existe. Está seguro de que su pasado es sólo un punto en el tiempo en el que alguna vez, quizá por accidente, fue habitado. Sabe. Eso es ya mucho pedirle.

Releo lo escrito y no encuentro ningún sentido en ello. Siempre es así. Voy a dejarlo. Intentaré dormir.

Sólo intento ser viejo… pero no lo logro.

4 de abril de 2011

Acacias

Cuando era niño supuse que el viento era mentira. Observaba la danza de los árboles y me decía: ¡Nah!, qué viento ni qué nada. Es Dios jugando en las copas, aburrido a esta hora de la tarde. Y subía, acompañado de algún libro - recuerdo especialmente De la tierra a la luna - a leer en las acacias que rodeaban mi casa. Era un niño feliz. Era un niño.

Verne, DeFoe, Homero, García Márquez, Borges, Carrol, Quiroga. Nada bueno saldría de aquello. Después fue aquella historia en que pregunto... y ya se sabe qué sucede cuando preguntas.

Y un día, las acacias no fueron más que árboles mecidos por vientos cálidos y caprichosos. Árboles que esperaban por el niño que ya no era.

29 de diciembre de 2010

Defensas ciegos

¿Qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? ¿Qué pasará el día, quizá la noche, en que la lluvia, plana existencia de la razón, deje de pasearse por las calles, los objetos, las ideas, y decida mutilarse gotas y brillos, desamparando el único vestigio del amor humano, ese tibio hacedor de cuentos devenido en nada? ¿Qué pasará?

Me pregunto si son preguntas, estas, válidas en fechas calmas, esperanzas horarias que, según dicen publicistas y optimistas –no siempre son lo mismo, impulsan los corazones a la bondad y a sus dueños a las tiendas, abarrotadas de muestras de afecto más costosas y esperadas que un simple beso. No, no son preguntas para la fecha. Sin embargo, del fracasado frío de esta madrugada no obtengo más que insomnio y preguntas, acompañados ambos, claro está, de tragos lentos de ron que son como defensas ciegos en un mal partido de fútbol.

Defensas ciegos… es una buena imagen, me digo, mientras noto el absurdo del vacío en las canciones que escucho, en las líneas que escribo, en esta presbicia que a mis 48 me obliga a calibrar constantemente la distancia a la que asomo (y asumo) mi vista a la realidad. Borrosa realidad. Siempre buscando el foco para aprehenderla. Siempre perdiendo el foco sin aprehenderla.

Pienso, por ejemplo, en una mujer perdida en la bruma de mi presbicia. La vi sonreír en un café una mañana en que, contenta, inauguraba, quizá, nuevas expectativas para su vida. Mientras hablábamos, pensaba que algunas de las mejores obras del humano son, precisamente, humanos. Imperfectas, complejas, difíciles obras que nos topamos en la vida y que una pésima lectura nos impulsa a creer que están allí para nosotros. Nos enamoramos de su existencia, admiramos su contenido, la tomamos porque creemos que, dada la feliz circunstancia de habitar el mismo espacio durante el mismo tiempo, somos co-protagonistas de una historia común. Es un error. Deberíamos contentarnos sólo con ver. Apenas somos testigos de esa historia, satélites venidos a menos, orbitando con los ojos maravillados.

Esa mañana, cuando nos despedimos, dije algo tonto como te veo muy sonriente, mantente así. Estúpido desperdicio de palabras pues ella siempre sonreirá y sus ojos -¡vaya, sus ojos!-, que aún no sé por qué siempre los supe, serán el centro de algún verso, alguna canción, algún alguien. Si yo fuese mejor persona, simplemente hubiese agradecido su existencia. Si fuese poeta, hubiese hecho mío ese hermoso verso de Jovanotti: E le mie mani hanno applaudito il mondo / Perchè il mondo è il posto dove ho visto te.

Es así la presbicia. Y no me parece correcto que la palabra en cuestión se haya formado del vocablo griego presbys que traduce anciano, pues yo de niño ya era presbitico: borrosos mis sueños… aunque hay quien asegure que borroso era yo. ¿Era? Ya no importa.

Queda camino por recorrer. Habrá pasos inseguros. Palabras no dichas. Rostros inoportunos. Camino, que ya es mucho decir. Y en ese andar continuo por las madrugadas insomnes y las canciones huecas iré redactando el manual del usuario de la presbicia. Que no será un éxito de ventas es algo que ya se sabe.

¿Que qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? No lo sé. Sólo puedo decir(te) que mis manos han aplaudido el mundo / porque el mundo es el lugar en donde te vi.

Gracias.

9 de abril de 2009

Perros famélicos

Un muchacho pide una colaboración para una timioterapia en la salida del metro. Un poco más allá, dos niños hacen malabares con naranjas a cambio de unas monedas. Una anciana vende galletas que nadie compra. Un predicador anuncia la llegada del Señor y el cielo se pone oscuro. El aire frío y hediondo. Repentinamente escasean zaguanes y salientes y son muchas las prisas.

Va a llover, me digo. Y mucho. Con esa lluvia que no lava nada. Una lluvia que empantana calles y humedece la miseria.

El chico de la quimioterapia recibe un par de monedas, quizá tres y pronuncia un gracias tan inaudible y cotidiano como es posible. Los niños de las naranjas han desaparecido y la anciana cambia de ramo, voceando paraguas inmediatos, pues las galletas, como se sabe, se deshacen en un aguacero. Sólo el predicador insiste.

No es poca cosa la llegada del señor. Viene con rayos y huracanes. Nos advierte sobre un ejército de ángeles que cortará cabezas castigando felicidades y pecados. Habrá temblores, plagas y volcanes, enfermedades inimaginables y guerras.

Bueno, parece que ya empezó. La lluvia, claro.

Precariamente resguardada bajo sus cuadernos, Julia espera por la llegada de su madre. Hacen ya quince minutos del timbre de salida y no llega. Yo, que tengo impermeable, me acerco para ponerla debajo y junto a mi. La lluvia suele hacer esas cosas, me digo. Yo también espero que vengan por mí, le digo. Ella sonríe.

Un hombre de mediana edad pasa corriendo y me salpica. Salgo de la trampa del recuerdo para encontrarme de nuevo frente al predicador. Ya en silencio, espera, no sé qué, estoico y cristiano bajo la lluvia. Me mira, quieto como un justo. Le señalo un pequeño espacio a mi lado pero lo rechaza con una casi sonrisa, ignoro si conmovido por mi gesto o divertido por la inutilidad de los refugios. Un hedor marrón, como de abandono, emerge del alcantarillado y tan ciudadano como las ratas y las noticias, deambula el boulevard a sus anchas.

Lánzate, lánzate, le gritan a Diego que corre a primera bajo la lluvia. La pelota de goma rebota con efecto contra el filo de la acera y se le escapa a Iván quien corre tras ella, pero es tarde cuando la atrapa. Diego, en primera, espera por el turno al bate del negrito Kenni para seguir avanzando. El aguacero arrecia, el juego también. Nada como el asfalto mojado para batear rollings corticos, incogibles. Kenni rebota la pelota cinco veces contra el piso antes de batear, como siempre, mientras calcula hacia dónde debe hacerlo. Hay tensión. Un trueno ensordecedor nos estremece y desconcentra.

Todos hemos gritado. El predicador mira al cielo como esperando que tras el trueno, las huestes celestiales comiencen la campaña. Pero no llegan. No hay ángeles en las puertas del Gran Café degollando a los proxenetas que acostumbran sus mesas. Pero él espera. Le sobra confianza y tiempo. No recuerdo si el negrito Kenni llegó a batear bien, y no viene al caso. La lluvia se intensifica y la gente comienza a darse cuenta que será para largo. Unos, en consecuencia, se resignan y salen de sus refugios para intentar taxis o autobuses. Otros, piden un café. Yo, me quedo loco admirando el uniforme del liceo que se le ha pegado al cuerpo.

La blusa se ha transparentado y deja ver los sostenes que apenas si contienen sus pezones como piedras que luchan por escapar. Detallo la rigidez de sus nalgas al caminar, la cabellera mojada y salvaje, negra como las nubes, que imagino sobre mí en la cama. Escucho la voz afónica diciendo que también quiere. Que se la pasa pensando en eso. Que ganas y miedo se le confunden. Y yo desabrocho los botones y, temblando, levanto el sostén, toco sus senos morenos, los primeros, los mejores... y la vecina que pasa en el carro y parece que nos ve. Y el susto, la carrera. El mejor no que duró varios meses hasta el mejor sí.

Debo haber sonreído. El predicador parece satisfecho y sonríe, ahora sí, con todo el rostro. Quizá crea que meditaba en sus palabras. Piense que, después de todo, la lluvia me sujetó a su verbo, me lavó las culpas, me preparó para el reino. Un alma ganada, se dirá. Uno que no caerá, pareció decir. Y extiende sus brazos mientras camino hacia él, listo para la lluvia.

Olvídalo, amigo, le digo. No vendrán. todo está muy sucio.

Bajando hacia la avenida, un enorme cerro de basura se desparrama por el peso del agua. Un indigente trata de rescatar algo comestible. Un hijo de puta le grita que busque bien, que hay lomito. Los demás ríen. Sólo un perro, triste y desnutrido, lo observa compasivo. Tal vez los ángeles son perros famélicos. Después de todo, no hay nada que rescatar.

Es una mierda esta ciudad. Hace de la lluvia un defecto.

De caderas y vientres

Siente la leve descarga de la estática en la nuca. Los dedos rozan la piel investigando poros y ganas y ella, mujer de ganas constantes, los deja hacer, convencida como está, de que el cielo se alcanza con gemidos. Sara, que así se llama, nota los dedos deslizarse sin prisas. Redentores y golosos, lúdicos y expertos recorren su barbilla y sus orejas y premian una sonrisa nerviosa ingresando en su boca y tomando entre ellos con delicadeza de joyero la deliciosa lengua que se ofrece sin pudor. Al salir, juegan un poco con sus labios y se disponen a bajar, lubricados y felices, siguiendo la caída que desde su mentón conduce a la parte baja del cuello y desde allí, espera ella, a la región suave y aterciopelada entre sus senos. Su respiración se hace errática y agónicos gorjeos llenan la habitación provocando una atmósfera íntima y lasciva que aleja la hipócrita virtud de la decencia. Aquellos dedos milagros toman los botones de la blusa y deshacen uno a uno la prisión de los pechos. Liberados y urgidos, los pezones se hinchan y piden ser usados a placer y deja escapar un grito ahogado y profundo al sentir cómo índice y pulgar aprietan con ternura y lujuria a un tiempo. Sara comienza a danzar las caderas y siente placeres como ángeles cuando más dedos se deslizan lentamente hasta su vientre, dejando a los otros atrás, en el alminar de sus pechos. Hace calor y una gota de sudor resbala hasta el ombligo invitando a los nuevos dedos a chapotear en ella antes de seguir el inevitable camino hacia los pozos profundos de las ganas. Tensos los muslos, elevan su agradecido sexo que invita a la entrada dejando escapar líquidas perlas tibias y se prepara para ser feliz una vez más. Susurra un me gusta tanto mientras eleva y desciende rítmicamente sus caderas y navega el placer en círculos. Sara sonríe descarada y hermosa y su rostro iluminado es el de una diosa única y poderosa.

Una que no abre los ojos para no ver su soledad.