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19 de junio de 2011

El alma de los cerdos

I


¿Cómo podía saber Miguel que aquella mañana de sol callado y aceras anónimas -las pateadas aceras cotidianas- iba a encontrar razones para la certeza al doblar una esquina? ¿Quién iba a advertirle que caminando, ese acto primate y minimalista, se iba a topar de frente con un cadáver, una bruja, un fajo de dinero y un auténtico Rolex de oro que, si bien daba la hora equivocada, era un reloj en un tiempo perdido, algo así como un faro en aquellas aguas furiosas que eran sus días? Todo es tuyo, dijo la bruja mostrando su diente único. Miguel tomó el dinero y el Rolex. Observó el cadáver como quien calcula mentalmente el dolor de una posible fractura, y reconoció en aquel hombre una soledad feliz, transparente, sin edad. Miró a la bruja sin decir nada. Detalló el diente curtido y desafiante, las arrugas alrededor de los ojos, los labios delgados y reídos, el mentón en ruinas, la humildad altiva de quién conoce todas las respuestas. Después arriesgó una pregunta sin asombros ni aspavientos, sobrio, objetivo: ¿Está muerto?. ¿No lo estamos todos?, dijo la mujer mirando alrededor y señalando con dedo admonitorio a los viandantes. Miguel asintió despreocupado, después de todo, siempre decía que la ciudad estaba habitada por muertos, ciudadanos sin recuerdos infantiles, carcasas de insectos que en sus dias de gloria polinizaron flores y minutos y que ahora, quizá por tedio, permanecían en la corteza de los árboles, acostumbradas al calor y a los años. Miguel fingió un gesto de piedad. Después, muy lentamente, guardó el dinero en el bolsillo interno de la chaqueta y con el cuidado exquisito que un restaurador pondría ante una tela de Giotto di Bondone deslizó el rolex por la mano y ajustó la correa a la muñeca. Miguel detalló brevemente una vez más el rostro de aquella extraña mujer e hizo un gesto cortés a manera de despedida. Intentó caminar pero no pudo avanzar. Sus pasos fueron apenas una vislumbre de idea, pura intención. Una fuerza de dioses ataba sus pies a la acera. Intentó zafarse sin éxito y supo en ese momento que su tránsito por aquel mundo había sido confiscado. Tragó salida. Todo es tuyo, dijo la mujer señalando el cadáver y después clavó sus ojos en los de Miguel. La mujer tocó con su dedo admonitorio la nariz de Miguel. Entornó los ojos y acercó su rostro casi hasta rozar el de él. Miguel pudo oler el fétido olor de la justicia salir de la boca desdentada de aquella mujer y se le antojó que estaba apenas a la longitud de Planck. Toma todo el obsequio. En una mañana como esta, es sumamente peligroso rechazar destinos. Pequeñas gotas de saliva salpicaron el rostro de Miguel pero no intentó limpiarlas, algo le dijo que no era buena idea molestar a la anciana. No comprendo, ¿qué debo hacer con él?, se aventuró a preguntar mientras rogaba por no obtener respuesta. Alguien dijo alguna vez que debía agacharse la cerviz ante el sonido del trueno. Escucha mi voz, que es tu trueno ahora: no rechaces destinos ni deshagas tus pasos, Miguel. Toma lo dado. Bebe sin pausas y sin prisas el sudor que deja la carga constante de los pesos. Camina y lleva tus recuerdos que tus recuerdos son tú en esta tierra árida y de silencios. Toma todo el obsequio, la voz de la mujer llegó a sus oídos como una serpiente, reptando, peligrosa, certera. Miguel sintió su corazón retumbar asustado desde el estuche en el que reposaba sin consecuencias, sin avisos, sin llamadas a conciencias, sin guerras -fósil inútil por incompleto- y entonces una pena auténtica y salobre emergió sin permiso de sus ojos. Repentinamente sus pies fueron liberados y supo qué hacer. Se inclinó sobre el cadáver y lo levantó apoyándolo sobre su espalda. Comenzó a caminar llevando a cuestas el indicio de los tiempos por venir.


II


Faltando apenas instantes para cumplir los cincuenta, Miguel despertó de una larga noche de sueños que duró cuarenta y nueve soles con sus horas, segundos más, segundos menos. Observó detenidamente alrededor y pudo constatar que esa no era la habitación donde yació acostado todo ese tiempo. Para ser justos, o más bien, imprecisos -que la precisión es un mal hábito en estos relatos-, intuyó que no estaba en su lugar ni en su tiempo, como un meteorólogo equivocado. Intentó levantarse, pero, ya me dirán ustedes, después de tanto tiempo, sus miembros no respondían a la sencilla orden “levántate y anda”. Era Miguel un fallido Jesucristo para el Lázaro absurdo que fue. Con mucho esfuerzo, pudo estirar los brazos y acercó sus manos a un palmo de su rostro. Contempló los diez dedos, la piel sudada por el esfuerzo, los vellos hirsutos, las uñas largas, los pliegues de las articulaciones, el temblor anárquico de la vida que intenta desembarazarse del sueño, o mejor, del soñar. Vamos, que Calderón llevaba razón:


¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.


recitó Miguel en voz baja para no despertar, pero despierto estaba. Recordó Miguel los sueños -quizá será mejor decir el sueño: un cerdo que predica sobre los mundos yertos, unos ojos que traspasan vidas y devienen moros, un grito estéril, un único faro, un disparo, tres conciencias, un orgasmo que distrajo del deber al Dr. Freud, una infancia, varias muertes, un mensaje que de haber sabido que era el medio se hubiese quedado quieto y aborto en aquel cuaderno. Miguel inventarió imágenes y secuelas, versos verbos adverbios, palabras inútiles como inútil fue el tiempo que le tocó soñar: una unión, una bisagra, un estúpido dios, un estúpido demonio, un párrafo, un intento, suicidio y medio, dos accidentes, un código, el pasaje de alguna canción que hablaba de una promesa. Miguel constató su peso y su respiro y poco a poco se incorporó de la absurda posición horizontal. Sentado en la cama, volvió a examinar los alrededores de la habitación y detuvo la mirada en el cadáver sentado en la silla del frente. Tenía su rostro y sus taras, tenía sus ropas y sus años, su decoro y su desvergüenza, su agotado tiempo, su muerte, sus circunstancias. Era él en su estado más puro, era él a la inversa: sin respiros, feliz, justo, emancipado, solo. Era bello en su quietud. Magnífico sin sueños: sin la escuela primaria, sin las voces secundarias, sin los versos, sin los reversos que, como ya sabemos, suelen ser los ritos diarios que perpetramos. Miguel supo que el momento feliz de no soñar había llegado. Tomó el Rolex de la mesa de noche y palpó la realidad del tiempo: no había tic-tac. Luego, con el cuidado exquisito que un restaurador pondría ante una tela de Giotto di Bondone deslizó el rolex por la mano y ajustó la correa a la muñeca. Como pudo se puso de pié. Alisó las arrugas del traje. Trabajó con primor el nudo de la corbata y palpó el dinero en el bolsillo interno de la chaqueta, despues caminó, no sin esfuerzo, hasta el cadáver, lo colocó a cuestas sobre su espalda y se dispuso a esperar a Caronte.

III

Miguel leyó las dos cuartillas escritas. Estaba un poco mareado metido en la nube densa que la yerba dejaba alrededor de su cabeza mientras Bob Dylan cantaba Dignity a sus oídos. Dejó salir un suspiro y la opresión del pecho dio paso a lágrimas tibias y tranquilas. Recogió un poco con la lengua y verificó el gusto salobre. Eran las suyas unas lágrimas tristes, honestas, sanas, humanas. Lágrimas de viaje, tránsito, adioses. Lágrimas. Miguel dio una calada profunda al tabaquillo liado hace apenas unos minutos y pensó que la marihuana era como un beso largo y asfixiante. Sonrió. Pero no con la cínica sonrisa de siempre. No. Esta era la sonrisa de quien se sabe muerto y gracias a ello puede ver con detalle el lejano verde del pasado. El pasado, ese objeto esquivo, reconstruido, veraz y mentiroso a un tiempo y, precisamente por eso, indescriptiblemente bello. El pasado: un compromiso que hacemos con el sueño para no morir. El pasado, ese decálogo. Miguel sonrió como nunca lo hizo antes y se dio por enterado.


9 de abril de 2009

Bodhisattva

Sabes que estás jodidamente solo cuando sustituyes las fantasías sexuales por escenas cotidianas de desayuno y buenos días, por abrazos tibios en la mañana, o por la caricia leve en un vientre que, irremediablemente, no encuentras a tu lado.

Entristeces un poco, pero después la ducha lava nostalgias y desarraigo y te preparas para estar. Tan solo eso, estar, que ya es mucho decir en estos días. Pero ocurre que debes salir a la calle, sitio en el que, lo sabes, millones de personas deambulan jodidamente solas, como tú, pero lo disimulan mejor. O se mienten, técnica incuestionablemente buena para negar la miseria propia.

Comienzas entonces a ver cientos de libros de autoayuda en manos de gerentes, secretarias, profesores, estudiantes, sacerdotes, militares, chóferes, niños, jóvenes, adultos y viejos. Gente de todas las razas y credos con manuales para la felicidad que no los hace felices... ¿o si?

Entonces la duda te corroe y como eres un lector compulsivo, entras en un local de la vieja Nueva Era y arrasas con los Coelhos, los Osho, los PNL, los Inteligencia Emocional, los Weiss. Compras horóscopos, tarots, cuarzos y amatistas. Cargas con incienso y pirámides, yins y yans, mandalas y otras sabidurías antiguas, perdón, ancestrales, que tiene un je ne sais quoi antropológico. Y te decides a creer.

Pasados los meses, tu apartamento apesta a sándalo, tu presupuesto está decaído y la vida aún no tiene sentido. Sólo la idea de la muerte te parece buena. No sientes miedo ni aprehensión al respecto. De hecho, ni siquiera piensas en suicidarte, es sólo que le darías las gracias a quien te pegue un tiro. Y te dices, estoy mal, debe haber una respuesta.

Así que decidí entonces escuchar, una vez más, al sabio monje budista que siempre tiene respuestas. Aunque después de un tiempo, siga tan occidental como de costumbre y mande al carajo sus consejos.

Santidad, ¿donde puedo encontrar la felicidad?, pregunté mientras caminaba a su lado por el bulevar. Si te lo he dicho miles de veces. Sólo en el vacío del nirvana, dijo con esa sonrisa calmada y hermosa de quien está en paz. No pude ocultar mi ansiedad. Si bueno, eso, eeeh, eso lo sé. Pero digamos que no puedo esperar a morir y... Me interrumpió y señaló con el dedo una farmacia: Entonces ve allí, dijo sonriéndome, satisfecho de poder ayudarme.

Pero es obvio que mi cara debía parecer una enorme interrogante con orejas, pues él cambió la sonrisa por un gesto de resignación y entornando los ojos agregó: ¡Se llama Prozac, hijo!, y se alejó lentamente.

- ¿Qué tal?

- ¡Coño, Miguel, esos carajos se las saben todas! Imagino que ahora si le vas a parar bolas, ¿no?

- A pues, dúdalo. ¡Salud!.- Chocaron las cervezas.

Miguel seguía atento con la mirada a la morena de largas piernas y sonrisa pícara.

No me gusta dar consejos

No me gusta dar consejos. En serio. La gente nunca hace lo que le digo y cuando lo hace, si las cosas salen mal, terminan por culparme de sus desgracias. No entienden que es sólo un consejo, no una orden. No me gusta dar consejos.

Citaré un ejemplo reciente: Rebeca. Rebeca es morena, alta, está más buena que Chiquinquirá Delgado y es más inteligente que Stephen Hawking. Le sobra el dinero y, por supuesto, le sobran los pretendientes. Pero tiene un defecto terrible: es insegura. ¿Pueden entender esto?: Está graduada en Matemáticas en la Simón Bolívar y tiene un Doctorado del MIT en Topología, y le avergüenza decirlo porque siente que espanta a los hombres... ¡pero no se pone hilos dentales porque envío el mensaje equivocado, Miguel! Por supuesto, jamás pregunto cual es el mensaje correcto, ya estoy muy viejo para eso.

No me gusta dar consejos. De modo que aquella tarde en que Rebeca llamó para invitarme unos tragos sentí cómo la tensión me aplastaba. Amigui es que necesito consultarte algo, dijo. Yo traté de inventar una excusa creíble y amable pero ella cortó el asunto por lo sano: No acepto un no por respuesta, amigui. Además, ya estoy estacionada en frente. Baja. La vi desde el balcón en su descapotable y maldije por lo bajo mi mala suerte. Coño, Beca, no me gusta dar consejos. Escuché una carcajada y el típico ¡ay, tú si eres ocurrente! Bajé, claro.

Instalados en el bar de costumbre, en la mesa de costumbre, comencé con la protesta de costumbre: Coño, Beca, no me gusta dar consejos, y apuré el trago de tequila en un solo envión. ¡Ay, Miguel, los amigos son para apoyarse, vale! Necesito tu sabiduría, ¿sabes? No me dejes sola en esto, remató la frase tomando una gran bocanada de aire que, inevitablemente, elevó hasta el empíreo esas maravillas arquitectónicas que son sus senos. Me serví de la botella otro trago y lo bajé de una. Está bien, pero no te pongas así, dije temblando. Tranquilo, hoy no estoy tan triste, ayer... No, interrumpí, que no te sientes así, erguida, me pones nervioso, dije mirando a otro sitio. Carcajadas y de nuevo ¡ay, tú si eres ocurrente!

Bien, allí estaba yo, cerca, muy cerca del coeficiente intelectual más elevado y mejor dotado de piel en todo el planeta a punto de traicionar, una vez más, mis principios: ¡coño, que no me gusta dar consejos!

Mira, estoy en una disyuntiva: me ofrecen un trabajo de investigación en mi área en la Universidad de Helsinki, bien remunerado y muy interesante y, por otro lado, estoy enamorada... ¿Qué hago? Su índice pasó del trago a la boca y lo dejó allí un rato mientras esperaba, jugueteando con él, concentrada como un felino, por mi respuesta.

¿Tienes algo con el tipo?, dije con un hilo de voz. No, ni siquiera sabe que lo amo, aseguró sonrojándose. ¿Y él te ha dicho algo, es decir, te corteja? ¡Eh, eh, eh! ¡No me vengas con tu “es que me quiere llevar a la cama”! Ya te explicado que seguramente es así, pero que no es sólo eso y además no tiene nada de malo, dije aleccionador y tratando de hacer lo mejor por mi amiga.

Mira, no importa lo que yo haga, él me ignora. Como mujer, quiero decir. Hablamos y esas cosas, pero no me para en lo más mínimo. Estaba triste, Beca, y eso no puedo soportarlo... tampoco el escote, de modo que traté de ser lo más ecuánime posible. Bueno, Beca, ¿por qué no haces avances tú? Dile que te gusta, que si él quiere te quedas o te vas con él, qué se yo. Tal vez el tipo es tímido. Imaginé a mi amiga rodeada por colegas rubitos en Helsinki y entristecí un poco. Tan lejos Helsinki, coño. ¿Cuanto costará un pasaje?, pensé.

¡Pero si he hecho de todo, Miguel! Soy especial con él, vivo pendiente de sus cosas, me visto coqueta para él... bueno, he agotado todos los recursos. No sé. No, si sé. No le gusto, eso es todo, dijo suspirando. ¿No será gay?, inquirí, después de todo, parece lo más lógico, dada las circunstancias: ¡aquél mujerón! No, vale, para nada. Yo le he conocido varias novias. Bueno, creo que la conclusión es obvia, ¿verdad? ¿Debo irme?

Mira, Beca, ese tipo es un güevón. Lo que sucede es que tiene miedo de tu inteligencia, porque es imposible que no le gustes. ¡Sólo mírate! Eres bella, inteligente, simpática y dulce. ¡Coño, ¿qué más se puede pedir?! Olvídalo. Ese seguro es un patán que quiere una mujer sumisa y entregada a él, de esas que dicen ¿papi tú me quieres? cuando le traen el cafecito a la mesa. Olvídalo, ¿si? No te merece. Ve a hacer tu vida en Helsinki y llénate de éxitos.

No me gusta dar consejos. Por eso cuando Beca me envió aquel email desde la lejana Finlandia, la desazón se pegó a mi pecho como un percebe drogado. Lo leí miles de veces aferrado a mi botella de vodka y maldije mil veces aquella traición a mis principios:

Querido, Migue... no sabes lo triste que me sentí aquella tarde en que te dejé en ese miserable hueco en que habitas y salí a casa a hacer maletas para largarme. No entiendo por qué no me quisiste nunca. ¿Coño, no me deseabas ni siquiera un poco? Me hubiese quedado con gusto. Hubiese mandado al carajo cualquier proyecto con tal de estar contigo. ¿Crees que soy feliz en este trabajo? ¡Si ni siquiera me gustan las matemáticas! ¡Eres un estúpido arrogante! ¡Qué poco hombre resultaste: aquella tarde intenté provocarte de todas las maneras posibles y ni siquiera te excitaste conmigo! Me das lástima. Cualquier otro hubiese tenido solidaridad de amigo y me hubiese dado el placer que necesitaba sentir y que pedía con todo mi cuerpo. Cualquier otro, pero tu eres Miguel el Imperturbable.

Hace tanto frío en Helsinki... y estos finlandeses de mierda no saben darle calor a una mujer.

No contestes este mail. No pienso leer lo que escribas y no me comunicaré más contigo. Ya sabes que soy mujer de una sola palabra.

Tú te lo pierdes. Adiós

Beca.


Hubo un piadoso silencio de los amigos, mientras miraban a Miguel con los ojos perdidos en el mail impreso.

-Coño. No me gusta dar consejos, dijo apurando un trago.

-Mira, Miguel, déjame darte...

Shhhhh!, interrumpió. Tampoco me gusta escucharlos.

Tan lejos Helsinki, coño, pensó.