9 de abril de 2009

No me gusta dar consejos

No me gusta dar consejos. En serio. La gente nunca hace lo que le digo y cuando lo hace, si las cosas salen mal, terminan por culparme de sus desgracias. No entienden que es sólo un consejo, no una orden. No me gusta dar consejos.

Citaré un ejemplo reciente: Rebeca. Rebeca es morena, alta, está más buena que Chiquinquirá Delgado y es más inteligente que Stephen Hawking. Le sobra el dinero y, por supuesto, le sobran los pretendientes. Pero tiene un defecto terrible: es insegura. ¿Pueden entender esto?: Está graduada en Matemáticas en la Simón Bolívar y tiene un Doctorado del MIT en Topología, y le avergüenza decirlo porque siente que espanta a los hombres... ¡pero no se pone hilos dentales porque envío el mensaje equivocado, Miguel! Por supuesto, jamás pregunto cual es el mensaje correcto, ya estoy muy viejo para eso.

No me gusta dar consejos. De modo que aquella tarde en que Rebeca llamó para invitarme unos tragos sentí cómo la tensión me aplastaba. Amigui es que necesito consultarte algo, dijo. Yo traté de inventar una excusa creíble y amable pero ella cortó el asunto por lo sano: No acepto un no por respuesta, amigui. Además, ya estoy estacionada en frente. Baja. La vi desde el balcón en su descapotable y maldije por lo bajo mi mala suerte. Coño, Beca, no me gusta dar consejos. Escuché una carcajada y el típico ¡ay, tú si eres ocurrente! Bajé, claro.

Instalados en el bar de costumbre, en la mesa de costumbre, comencé con la protesta de costumbre: Coño, Beca, no me gusta dar consejos, y apuré el trago de tequila en un solo envión. ¡Ay, Miguel, los amigos son para apoyarse, vale! Necesito tu sabiduría, ¿sabes? No me dejes sola en esto, remató la frase tomando una gran bocanada de aire que, inevitablemente, elevó hasta el empíreo esas maravillas arquitectónicas que son sus senos. Me serví de la botella otro trago y lo bajé de una. Está bien, pero no te pongas así, dije temblando. Tranquilo, hoy no estoy tan triste, ayer... No, interrumpí, que no te sientes así, erguida, me pones nervioso, dije mirando a otro sitio. Carcajadas y de nuevo ¡ay, tú si eres ocurrente!

Bien, allí estaba yo, cerca, muy cerca del coeficiente intelectual más elevado y mejor dotado de piel en todo el planeta a punto de traicionar, una vez más, mis principios: ¡coño, que no me gusta dar consejos!

Mira, estoy en una disyuntiva: me ofrecen un trabajo de investigación en mi área en la Universidad de Helsinki, bien remunerado y muy interesante y, por otro lado, estoy enamorada... ¿Qué hago? Su índice pasó del trago a la boca y lo dejó allí un rato mientras esperaba, jugueteando con él, concentrada como un felino, por mi respuesta.

¿Tienes algo con el tipo?, dije con un hilo de voz. No, ni siquiera sabe que lo amo, aseguró sonrojándose. ¿Y él te ha dicho algo, es decir, te corteja? ¡Eh, eh, eh! ¡No me vengas con tu “es que me quiere llevar a la cama”! Ya te explicado que seguramente es así, pero que no es sólo eso y además no tiene nada de malo, dije aleccionador y tratando de hacer lo mejor por mi amiga.

Mira, no importa lo que yo haga, él me ignora. Como mujer, quiero decir. Hablamos y esas cosas, pero no me para en lo más mínimo. Estaba triste, Beca, y eso no puedo soportarlo... tampoco el escote, de modo que traté de ser lo más ecuánime posible. Bueno, Beca, ¿por qué no haces avances tú? Dile que te gusta, que si él quiere te quedas o te vas con él, qué se yo. Tal vez el tipo es tímido. Imaginé a mi amiga rodeada por colegas rubitos en Helsinki y entristecí un poco. Tan lejos Helsinki, coño. ¿Cuanto costará un pasaje?, pensé.

¡Pero si he hecho de todo, Miguel! Soy especial con él, vivo pendiente de sus cosas, me visto coqueta para él... bueno, he agotado todos los recursos. No sé. No, si sé. No le gusto, eso es todo, dijo suspirando. ¿No será gay?, inquirí, después de todo, parece lo más lógico, dada las circunstancias: ¡aquél mujerón! No, vale, para nada. Yo le he conocido varias novias. Bueno, creo que la conclusión es obvia, ¿verdad? ¿Debo irme?

Mira, Beca, ese tipo es un güevón. Lo que sucede es que tiene miedo de tu inteligencia, porque es imposible que no le gustes. ¡Sólo mírate! Eres bella, inteligente, simpática y dulce. ¡Coño, ¿qué más se puede pedir?! Olvídalo. Ese seguro es un patán que quiere una mujer sumisa y entregada a él, de esas que dicen ¿papi tú me quieres? cuando le traen el cafecito a la mesa. Olvídalo, ¿si? No te merece. Ve a hacer tu vida en Helsinki y llénate de éxitos.

No me gusta dar consejos. Por eso cuando Beca me envió aquel email desde la lejana Finlandia, la desazón se pegó a mi pecho como un percebe drogado. Lo leí miles de veces aferrado a mi botella de vodka y maldije mil veces aquella traición a mis principios:

Querido, Migue... no sabes lo triste que me sentí aquella tarde en que te dejé en ese miserable hueco en que habitas y salí a casa a hacer maletas para largarme. No entiendo por qué no me quisiste nunca. ¿Coño, no me deseabas ni siquiera un poco? Me hubiese quedado con gusto. Hubiese mandado al carajo cualquier proyecto con tal de estar contigo. ¿Crees que soy feliz en este trabajo? ¡Si ni siquiera me gustan las matemáticas! ¡Eres un estúpido arrogante! ¡Qué poco hombre resultaste: aquella tarde intenté provocarte de todas las maneras posibles y ni siquiera te excitaste conmigo! Me das lástima. Cualquier otro hubiese tenido solidaridad de amigo y me hubiese dado el placer que necesitaba sentir y que pedía con todo mi cuerpo. Cualquier otro, pero tu eres Miguel el Imperturbable.

Hace tanto frío en Helsinki... y estos finlandeses de mierda no saben darle calor a una mujer.

No contestes este mail. No pienso leer lo que escribas y no me comunicaré más contigo. Ya sabes que soy mujer de una sola palabra.

Tú te lo pierdes. Adiós

Beca.


Hubo un piadoso silencio de los amigos, mientras miraban a Miguel con los ojos perdidos en el mail impreso.

-Coño. No me gusta dar consejos, dijo apurando un trago.

-Mira, Miguel, déjame darte...

Shhhhh!, interrumpió. Tampoco me gusta escucharlos.

Tan lejos Helsinki, coño, pensó.

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