28 de diciembre de 2016

Cap. 8: Una lengua que ya ni Dios habla

El Padre Alberto temblaba incontrolablemente ante la visión del cadáver del Ciudadano Ministro que, tirado en el piso sobre un charco de sangre, le recordaba que no había institución a salvo de la ira humana, ni siquiera la suya, tan cercana al poder político y ligada al poder de Dios. Atado de manos, observaba cómo aquella extraña pareja sacaba por la parte de atrás de la sacristía las preciadas cajas de comida que con tanto esfuerzo acaparó para vender a quienes pudiesen pagar los sagrados diezmos que cobraba: generalmente, píos funcionarios de gobierno como el Ciudadano Ministro, quien ese domingo acudió de madrugada «al abasto de El Señor», como solía decir, arrancando carcajadas al párroco.

El padre intentó incorporarse del piso, pero Morgan gruñó mostrando los dientes y acercó el hocico tan pegado a su rostro que pudo oler el fétido aliento del perro. No era el Can Cerbero resguardando las puertas del Hades y sin embargo. En todo caso, el Padre Alberto supo que estaba por entrar al inframundo. Alzó la mirada evitando los pozos profundos que eran los ojos de aquel animal y se topó con el rostro del Cristo Redentor quien, crucificado en yeso, desde el altar parecía sonreírle con desprecio.

Bueno padrecito, ya terminamos aquí, dijo Eugenio acercándose mientras Morgan se apartaba del cura al escuchar el ruido metálico producido por la barra de acero que Julia frotaba contra el piso al caminar. El padre suspiró aliviado al ver que el perro se dirigía a la entrada de la sacristía y se quedaba sentado en sus cuartos traseros, en guardia, velando la entrada. Cerbero. Comenzaba a dar gracias a Dios cuando se interrumpió su gratitud: ¿Le doy?, preguntó Julia alzando la barra de acero a la altura de la frente del párroco.  No. Semejante hijo de puta merece un final, ¿cómo diríamos?... más bíblico, respondió Eugenio agachándose para estar a la altura del rostro del Padre Alberto. Eugenio tomó su pañuelo y limpió las lágrimas que bajaban a raudales de los ojos del cura para luego guardarlo en el bolsillo de la sotana de éste y después recogió la  biblia que estaba en el piso. Hizo una pausa larga y teatral mientras examinaba sus temblorosas facciones y tras una casi imperceptible mueca de asco puso su atención en el libro. Detalló con cuidado la encuadernación en cuero, las palabras repujadas y bañadas en oro, los arabescos, también en oro, que adornaban el lomo y la espectacular belleza de la grafía con que estaba escrito el título: La Sagrada Biblia. Después volvió a mirar al cura a los ojos y preguntó despacio, controlando el odio que lo invadía: Dígame, padre. ¿En este libro dice algo sobre robar, hambrear, explotar, humillar o despreciar a los pobres?  El Padre Alberto intentaba responder, pero los gemidos y el pánico que apretaba su pecho le impedían articular palabra. Eugenio notó que la respiración del sacerdote se hacía cada vez más rápida y errática y temió que fuera a darle un infarto que lo liberara de lo que vendría y no estaba dispuesto a concederle la gracia, porque ahora él era el único dios en esa iglesia. ¿No puede respirar? Déjeme ayudarlo, dijo y azotó con el libro el rostro del cura usando toda su fuerza. Morgan aulló. Julia sonrió y Eugenio sintió miedo de sí mismo por primera vez.

***

El Padre Alberto Amador fue alguna vez un hombre de fe. Tuvo tanta, que la depositó por partes iguales en Dios, en los hombres y, por supuesto, en El Movimiento, un circo bien montado en donde los discursos populistas amalgamaban en su retórica, jerga militar, conceptos pseudomarxistas, evangelios de todo tipo, basura new age y deformación histórica al uso. Era una locura contagiosa que no sólo obnubiló la vista del buen párroco, sino también de intelectuales, artistas y una que otra socialité de moda. Como muchos, sintió el llamado la primera vez que vio a El Gran Padre en uno de sus discursos. Aquel hombre, capaz de encantar serpientes durante horas tan solo con la palabra, se le antojó, sino una encarnación de Cristo, por lo menos un mesías autorizado por El Señor a allanar el camino para la justicia que se acercaba, de lo contrario, ¿cómo podría explicarse que palabras como paz o amor o prójimo o justicia o verdad sonaran hermosas y límpidas en voz de un hombre bruto y feroz en traje de combate? Aquel hombre era un mahatma, concluyó.

Convencido de la autenticidad de El movimiento, subordinó su sagrado ministerio a las órdenes de líderes de toda laya. Por su iglesia pasaron dirigentes de comunas, comandantes de milicias, diputados ─muchos diputados, directores generales, directores sectoriales, directores a secas, alcaldes y, por supuesto, ministros. Siempre listo a colaborar, organizó para ellos actos en donde se entregaban casas, autos, electrodomésticos y un sinfín de bienes impagables por la gente que acudía a misa los domingos rogando por un bien que nadie, salvo ellos mismos, podría regalarles: una vida mejor. Pronto comprendió el Padre Alberto Amador que toda aquella generosidad estaba incompleta sin el debido mensaje aleccionador y supuso que, simplemente, a aquellos líderes les faltaba lo que al Gran Padre le sobraba: el don de la palabra. Así, Alberto Amador se propuso la gigantesca tarea de educar. Sus sermones fueron cada vez más inspirados y lo llevaron al cenit de la fama y todos lo adoraron. Todos… y El Gran Padre lo quería.

Una mañana mientras preparaba su próximo sermón tocó a su puerta un oficial severo y correcto quien, como un ángel anunciador, dijo: El Gran Padre le espera esta noche para la celebración del décimo aniversario de El Movimiento. Su invitación. Después saludó con toda la marcialidad del caso y se marchó. El Padre Alberto lloró de felicidad y preparó su mejor sotana para encontrarse, sin saberlo aún, con la verdad.

Aquella noche a la luz de la luna en el fastuoso patio del Palacio Presidencial, entre tragos de whisky 21 años, mujeres hermosas y exquisita comida, el Padre Alberto sopesó con cuidado la frase que remataba la larga explicación con que El Gran Padre le estaba obsequiando: Concluyendo, Padre, lo necesito. ¿Nos sigue jodiendo o se nos une? El rostro hinchado de la gula le mostró los dientes en una sonrisa salvaje y Alberto tragó grueso. Una hermosa rubia trajeada en un diminuto vestido se acercó a ellos con dos vasos y El Gran Padre rodeó su cintura con un brazo. El Padre Alberto tomó el vaso, observó los grandes senos de la mujer a través del generoso escote y luego dirigió la mirada al rostro de su interlocutor quien lo observaba divertido. Alzó el vaso a manera de brindis y respondió: Faltaba más.

***

El sonido de las campanas sacó de la inconsciencia al padre. Se incorporó lentamente hasta quedar sentado, aquejado de un dolor agudo en el rostro y de zumbidos en los oídos. Mientras su visión borrosa recobraba los detalles de su iglesia sintió el olor a gasolina que impregnaba el ambiente. Parpadeó con fuerza para apurar el enfoque y fue entonces cuando pudo distinguir a Eugenio quien derramaba el combustible por los bancos, el altar, las paredes, el confesionario. ¿Qué hace, maldito? ¡Esta es la Casa de Dios!, gritó el Padre Alberto Amador más con terror que con indignación. Eugenio se detuvo. ¡Padre, ya está de vuelta! Claro, claro, la casa de Dios. Eugenio se acercó hasta el cura e hizo un círculo de gasolina a su alrededor. Bueno, padre. Digamos que el dueño de casa se hartó de la abyección de su inquilino. Sabe, padre, dicen que el fuego lo purifica todo. ¿Qué tal si lo purificamos un poco antes de que vaya a visitar a su casero?, dijo agregando un último choro de gasolina sobre el sacerdote.

Julia bajó del campanario y se colocó al lado de Eugenio. Morgan seguía el espectáculo con curiosidad desde la puerta. Eugenio arrojó a un lado el recipiente vacío y sacó una caja de fósforos de su bolsillo. Julia se los quitó de la mano: Yo lo hago, dijo sonriendo y caminaron hasta la entrada. De repente escucharon al padre gritar desaforadamente: Judica, Domine, nocentes me: expugna impugnantes me y la pareja se volvió para mirarlo extrañados. El padre continuó: Confundantur et revereantur quaerentes animam meam. Avertantur retrorsum et confundantur cogitantes mihi mala. Julia y Eugenio entornaron los ojos mientras veían al cura. Después se miraron, se encogieron de hombros y continuaron hacia la entrada. En el umbral, la chica arrojó un fósforo y cerró la puerta. Desde adentro llegaban los gritos de Alberto:

Fiat tamquam pulvis ante faciem venti: et angelus Domini coarctans eos.
Fiat viae illorum tenebrae, et lubricum: et angelus Domini persequens eos.
Quoniam gratis absconderunt mihi interitum laquei sui: supervacue exprobraverunt animam meam.
Veniat illi laqueus quem ignorat; et captio quam anscondit, apprehendat eum: et in laqueum cadat in ipsum.
Anima autem meam exsultabit in Domino: et delectabitur super salutari suo.

La pareja tomó algunos de los productos que se apilaban en las cajas y dejó el resto para la gente que pronto llegaría invitada por el sonido de las campanas. Bajaron las escaleras sin prisas, tomándose el tiempo, callados, para disfrutar del aire de la madrugada. De repente, Julia se detuvo a ver las primeras llamas que danzaban tras los vitrales. Estuvo un rato contemplándolas, serena, inexpresiva. Luego rompió el silencio: ¿Qué estaba gritando? Eugenio se giró, se quedó mirando la iglesia un momento, luego escupió y siguió su camino. ¡Qué sé yo!

6 de octubre de 2016

Cap. 7: Épica del miedo

Estaba sentado en la acera con la espalda apoyada en la pared, las piernas estiradas, los brazos a los lados, caídos, con las palmas de las manos hacia arriba. Miraba hacia su ombligo, como quien se ha quedado dormido justo en el último cabeceo y no vuelve a espabilarse. Todo en él era la imagen del hombre que se deja vencer por el agotamiento –o quizá por la borrachera, en una calle apenas iluminada por los primeros rayos del sol, de no ser por un detalle: era un trozo de carbón. La piel había sido chamuscada hasta convertirse en una costra negra y cuarteada que, en algunos lugares, se fundía con la ropa gracias a la lenta combustión a la que fuera sometido el sujeto.

Alrededor del cadáver habían dispuesto en un semicírculo empaques vacíos de productos considerados los más buscados: una lata de leche, una bolsa de arroz de dos kilos, dos paquetes de pasta larga, una bolsa de azúcar, varias cajas de crema dental, un paquete de harina de maíz y, cosa extraña, una cajetilla de cigarrillos. Qué raro, se dijo el detective quien, en cuclillas, examinaba este curioso objeto que desentonaba con el resto.

El detective se incorporó y repasó con la mirada el semicírculo recorriéndolo en el sentido de las manecillas del reloj, comenzando con la lata de leche hasta terminar en la cajetilla de cigarrillos. Después se detuvo por un instante en el cadáver para luego levantar la mirada y leer, una vez más, el grafiti en la pared justo encima del cuerpo: «juguemos con fuego».


***
El debut de la frase –nunca mejor dicho, se remontaba a dos meses atrás, durante la transmisión de un partido de béisbol. Pedro Gañate, cuarto bate de Los Jornaleros del Llano, conectaba un jonrón descomunal, de esos en los que el choque de la bola con el bate produce un tock audible mucho más allá del estadio. El caso es que la cámara, al seguir la trayectoria de la pelota que ascendía por el centerfield, termina encuadrando la salida del bólido justo cuando se desplegaba una inmensa pancarta que ponía «juguemos con fuego». Fue épico. El estadio enloqueció. El narrador gritaba, los fanáticos aullaban y Gañate trotaba lentamente hacia el home señalando con el dedo la gigantesca pancarta que celebraba el cuadrangular ganador del primer campeonato para Los Jornaleros. La prensa atribuyó la pancarta a algún fanático entusiasta y el encuadre de la cámara se repitió como un eco en las primeras páginas de los diarios. Después del estadio, enloquecería Ciudad Bendita.

Al principio a nadie le extrañó que la frase se hiciera viral e invadiera toda la ciudad. Hasta que comenzó el fuego. Primero un abasto del cual se salvó sólo la pared en donde estaba escrita. Después una iglesia, luego un juzgado, a continuación un banco, les siguió una alcaldía. Todos con el mismo patrón: pared intacta, frase legible. La policía no hallaba qué hacer y no se producían arrestos. Luego sucedió lo impensable. Una mañana la frase apareció sobre una de las vallas en donde los ojos de El Gran Padre vigilaban la cotidianidad de sus hijos. Advertidos del peligro, las autoridades retiraron inmediatamente la valla pero no evitaron que ardiera la de enfrente y es que, cuestión de método, la una estaba marcando a la otra, después de todo, ¿cómo preservarías sólo un pedazo del vinilo? Fue demasiado. Las autoridades necesitaban un culpable urgentemente, había que aleccionar a la población. La imagen de un pelotero señalando una pancarta en su recorrido triunfal al home les dio lo que necesitaban.

La prensa hizo lo suyo: «Detenido Pedro Gañate». «Pedro Gañate, el hombre del fuego». «Gañate conspiraba». «Los Jornaleros se desmarcan». «El Traidor sentenciado». En pocos días el jonronero pasó de ser héroe deportivo a traidor a la patria. Daños colaterales, llaman a eso.


***

Dime, Rodríguez, para qué querías verme, la voz trajo de vuelta a este mundo al detective interrumpiendo la cadena de sucesos que construía mentalmente. Rodríguez señaló el cadáver diciendo Parece que nuestros casos se cruzan, encendió un cigarrillo y se hizo a un lado para que su colega examinara la escena del crimen. ¿Qué tiene que ver esto con el asesino del tubo?, dijo sonriendo el recién llegado. Mira aquí, Rodríguez señaló la nuca del cadáver. El detective Corona, que así se llamaba, acercó el rostro e hizo una mueca de espanto al ver la fractura abierta en la base del cráneo. ¡Por Dios, no me acostumbro a esto!, se alejó del cadáver y dio vueltas para mirar a la gente que se agolpaba detrás de la barrera. Ok, o trabajaron juntos o son el mismo tipo, ¿qué opinas?, preguntó Corona mientras se llevaba un caramelo de menta a la boca para combatir la náusea. Que podría ser un tercero rindiéndole homenaje a sus ídolos, dijo Rodríguez para luego añadir, al ver el gesto de duda de su colega: Hay un elemento nuevo: hasta donde sé, ni el asesino del tubo ni el pirómano dejan mensajes en la escena del crimen, señaló los objetos en semicírculo y esperó por la respuesta. Corona se tomó un tiempo. Sopesó las palabras del detective mientras observaba los objetos dejados alrededor del cadáver. Levantó el rostro y se quedó unos segundos viendo a Rodríguez a los ojos. Hablamos luego, fue todo lo que dijo antes de marcharse.

Un perro se coló entre las personas y comenzó a olisquear alrededor del cadáver. Rodríguez le lanzó una patada para ahuyentarlo provocando una reacción adversa del público. El perro abandonó rápidamente la escena del crimen, pero en cuanto pasó por el bosque de piernas se detuvo un momento y observó a Rodríguez discutiendo con la gente. Después se alejó despacio.


14 de septiembre de 2016

Cap. 6: Tres… comacatorcedieciséis

Transcurrieron minutos largos de un silencio sólo interrumpido por los truenos, en los que Eugenio miraba alternativamente la barra de acero, la bolsa de alimentos, el perro, la anciana y, finalmente, a la chica que, en posición fetal, descansaba su cabeza sobre el regazo de Teresa. Julia parecía dormida, pero él presentía en ella un estado exacerbado que la mantenía alerta a todo cuanto ocurría a su alrededor. Por otro lado, el perro lo tenía claro: sentado sobre sus cuartos traseros, miraba fijamente a Eugenio y observaba de reojo a la muchacha como esperando una orden. La vi salir del callejón, bajo la lluvia. Cuando bajé, la encontré parada en la entrada del edificio, dijo Eugenio. Apenas abrí la puerta dijo «Teresa» y se sentó en el piso temblando, por eso la traje, dijo Eugenio detallando el movimiento errático bajo los párpados de Julia.

Teresa acariciaba suavemente el cabello de Julia y aunque parecía concentrada en ello, sopesaba con cuidado posibles respuestas para dar a su vecino. Eugenio lo sabía y la dejó hacer. Es mi nieta, vive en el interior y vino a traerme comida, respondió la anciana señalando la bolsa y en su respuesta, por lo absurda –y también por el tono, Eugenio pareció escuchar una invitación a la complicidad, una puerta dejada intencionalmente entreabierta para que él, un sujeto solitario y sin nada más que perder, entrara a un mundo que estaba por anunciarse. Claro, claro. Y viajó con un curioso equipaje, dijo el hombre señalando al perro y la barra de acero. Julia abrió los ojos y clavó una mirada gélida y amenazante en Eugenio quien sintió un escalofrío recorrer su columna erizando los vellos de la nuca. Morgan se puso tenso, levantando un poco sus cuartos traseros gruñó bajo, peligroso. ¡Wow, wow, wow!, tranquila niña, estoy de tu lado, sea cual sea, dijo levantando su única mano en señal de juramento. Julia miró a la anciana quien sonriendo cerró los párpados de la chica. No tienes nada que temer, es un buen hombre, le dijo Teresa y la muchacha se entregó inmediatamente al sueño. Morgan se relajó por completo y se echó tras un soplido cómico que a Eugenio le arrancó una risa discreta.

***

En la cocina, mientras Julia y Morgan dormían, Eugenio y Teresa se contaron todo. Fue una larga charla en la que el hombre habló de sus pérdidas y sus derrotas, de sus odios. Teresa, por su parte, refirió su llegada al país huyendo de la viudez y los largos setenta años de soledad que terminaron, paradójicamente, por anclarme a la maldita realidad: soy viuda. ¡Y huérfana! Murió incluso el país que me adoptó, dijo la anciana mientras señalaba el mapa enmarcado en la sala y en que solía imaginar los viajes que haría por su territorio con un futuro marido que nunca tuvo. A mis noventa y dos sólo quiero morir, dijo mirando a Julia en el sofá.

Eugenio encendió un cigarrillo. Se recreó por un momento con el humo que ascendía desde su garganta y sintió que lo abrazaba una paz extraña. No era una paz benigna, era, más bien, la sensación de confianza que nace antes de la venganza, esa acción que, sin sanar heridas, devuelve las cosas a su justo equilibrio. La entiendo. Desde que asesinaron a mi hijo, no he deseado otra cosa. Pero primero, me gustaría ver arder el mundo, dijo. Se quedó mirando a la anciana y se preguntó si en aquellos deprimidos noventa y dos años se encontraban vestigios del fuego humano. La anciana, de espaldas a Eugenio, sintió la mirada sobre ella y adivinó sus pensamientos. No podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo el libro al fuego, dijo sin apartar la vista de Julia. Después agregó, girándose hacia Eugenio: George Sand. Él la miró desconcertado. La frase. Es de George Sand, la escritora, dijo divertida. ¡Ah!, respondió Eugenio. Pasaron otros minutos de silencio mientras la anciana lavaba las tazas de café y él terminaba su cigarrillo.

Eugenio se levantó y empujó la silla hacia su posición original en la mesa. Bostezó. Disculpe, es que a estas horas suelo estar dormido, dijo avergonzado. Aún conservo la ropa de mi hijo en casa. Después la traeré. A su edad, las chicas también usan jeans y camisetas, según he visto, agregó señalando a Julia. Teresa lo acompañó hasta la puerta.

En el umbral, Eugenio se dio vuelta y sorprendió a Teresa al hacer una reverencia, tomarle la mano y besarla en el dorso, un gesto exagerado y simpático que remató con la frase Dígame, mi señora. ¿No le gustaría ver el mundo arder? Se miraron fijamente por unos segundos. Luego Teresa sonrió con todo el rostro y de sus ojos saltaron chispas de júbilo, el fuego humano. Eugenio devolvió la sonrisa y se dio vuelta para marcharse. Yo me sé otra: «La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse», dijo mientras levantaba la mano a modo de despedida. Oscar Wilde, remató ella mientras lo veía entrar en su departamento. Se había cerrado el círculo.

***

En el callejón miles de ratas.

10 de septiembre de 2016

Cap. 5: Canis lupus familiaris

Julia se limpió la boca con el dorso de la mano sin apartar los ojos del policía. Temblaba de rabia y la humillación humedecía sus ojos. ¡Ay, no te pongas así! Ese es el precio que debes pagar por hacer lo que haces, dijo él mientras subía la cremallera. Podría ser peor. Podría quitarte algún producto de la bolsa, o toda, continuó mientras jugaba, amenazante, con el seguro de la pistola. No sé cómo lo haces, pero obviamente no te las regalan y no tienes mucho que ofrecer a cambio, la frase estuvo acompañada de un manoseo intencionalmente torpe de los senos de Julia. En fin, no me importa. Todos tenemos derecho a comer y mientras seas obediente, te quedas con la bolsa, dijo mientras daba la espalda a Julia para marcharse. Morgan observaba atento al policía, quien guardó la pistola entre su espalda y el cinturón y al hacerlo, el perro supo que era su momento.

24 de agosto de 2016

Cap. 4: Refugios de donde huir

Si lo miras detenidamente puede que encuentres belleza en él. Siete pisos de historias, alumbradas precariamente por las noches, se apilan en su herrumbre. Aquella mañana, el sol naciente hurgaba entre las grietas de la fachada, revelando el leve movimiento de las antenas de las hormigas quienes esperan, disciplinadas y muchas, por la primera feromona que incite a la marcha. En la escalera de entrada, pequeños hierbajos asoman entre la unión de los escalones y salpicadas por aquí y allá, manchas de mugre dan fe del paso del hombre por la existencia de la piedra. El pasamano derecho, vulnerable y leproso, comienza a perder pedazos y bajo el brillo del sol sus escamas se expanden como pétalos de flores férricas y oscuras.

Al lado de la puerta, un rectángulo de metal opaco muestra la nomenclatura de la soledad humana en dígitos y letras; callado como una tumba, de su bocina sólo emerge una cucaracha, ignorando que pronto será transportada en pedazos por una fila de hormigas. Al cristal de la puerta lo habitan huellas de manos, dos agujeros de bala, un verso escrito con marcador indeleble y que alude a la madre de algún vecino y varias capas de limpia vidrios que nunca se removieron del todo. En un pequeño pedazo milagrosamente impoluto del cristal, un rayo de sol impacta, se refleja y comienza a moverse lento y constante corroborando la danza del planeta. Es un destino aquel edificio, un hado, más bien, y como es de esperar, posee la cualidad irresistible de lo inevitable y una ominosa manera de parecer hospitalario.

En el vestíbulo, un espacio de fantasmas utilitarios, buzones abiertos esperan por papeles, tinta y afectos que no existen más que en el remoto pasado del sistema postal, y es que la gente se fue tanto y tan lejos que ya no es gente, sino recuerdos que transmigran inexactos. Al lado de los buzones, un espejo intenta ser espejo y devuelve para nadie, por costumbre y disciplina, la imagen del hombre taciturno e incompleto que mira extático el recipiente de plástico que asoma por la oscura boca del casillero 1-A3. En un rincón, una maceta exhibe restos de cigarrillos y fracasos botánicos en donde una lagartija espera, como todos, quién sabe qué vida. Dos ascensores que alguna vez deambularan del infierno al cielo permanecen detenidos, sin tiempo, como monumentos postsoviéticos. En uno de ellos, cadáveres de memorias se dispersan en el piso, escapados, ya secos, de las telarañas que arriba vibran y despiertan del quieto letargo a sus dueñas. Del otro poco sabemos, el acero rayado y deslucido de sus puertas permanece cerrado. En el techo de la antesala, una lámpara absurda de cientos de cristales ha derrocado a la gravedad y en sus ocho brazos sólo dos bombillas se atreven a la existencia. Es un cefalópodo de pocas luces, dijo alguna vez la anciana del primer piso, de acento extranjero y frases ingeniosas.

Las escaleras aguardan en penumbras por las pocas almas que aún pueblan el edificio. Mientras subes, si eres paciente y dispones de linterna, puedes leer cientos de frases que se sobreponen, entre tachaduras y enmiendas, unas a otras, disputándose la pared. Reclamos de amor no correspondido se codean con propaganda política, anuncios de venta de casi cualquier cosa y hasta ofertas de exquisitas felaciones acompañadas de números de celulares. Los ubicuos ojos de El Gran Padre no podían faltar y vigilan, multiplicados e inútiles, la geografía bidimensional de los sueños rotos y las promesas incumplidas. En el descanso, esos eternos ojos reposan sobre una ondulante bandera roja acompañados de la frase …la lucha sigue! Cuenta una leyenda que en algún momento, alguien que dejaba para siempre el edificio pasó por allí y escupió sobre la pinta. Pronto, a los idos se les sumaron los dejados y después todo aquel que pasara por allí y tuviese motivos para homenajear a El Gran Padre. Todos. El lugar fue bautizado con el nombre heroico de El paso del gargajo. Más allá, justo antes de ingresar hacia el primer piso, han escrito sobre el arco de entrada Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza… quizá porque el infierno sigue quedando arriba.

El largo pasillo está precariamente iluminado por mezquinas ventanas que dan al exterior y lo flanquean diez puertas que, enrejadas, intentan mantener a sus pocos habitantes alejados de la estadística. Una rata ingresa veloz al cuarto de la basura, en donde cientos de bolsas obstruyen el bajante del que escapa un olor rancio, a cosas podridas hace mucho tiempo y que ahora no son más que momias de la existencia humana. El yeso del cielo raso exhibe manchas de moho separadas a intervalos irregulares y en línea recta, evidenciando roturas en una tubería que perpetúa su gangrena amparada en la desidia. La fila de rectángulos de aluminio que alguna vez fueron lámparas, ahora son accidentes esperando por ocurrir, apenas sostenidos por el cada vez más débil cielo raso.

Eugenio coloca el recipiente plástico en el piso. Introduce la llave en la cerradura, la gira y antes de entrar se da vuelta y contempla un rato la puerta del apartamento 1-B3. Suspira. Después se agacha, toma el recipiente y entra.

20 de agosto de 2016

Cap. 3: Mañana es sólo un adverbio de tiempo

Julia contemplaba hipnotizada las bolas de masa flotando en el aceite hirviendo. El olor característico de la fritanga hacía crujir su estómago y la salivación excesiva la obligaba a tragar tratando de impedir, inútilmente, que escapara por la comisura de sus labios. De vez en cuando apartaba los ojos del espectáculo para mirar a Morgan, quien la observaba expectante, sentado a su lado, confundido sobre el estado de ánimo de su amiga, pues la chica sonreía con la tristeza muda y desamparada, típica de quien llegó tarde a salvarse. Vigila esos buñuelos, querida, procura que no se quemen, escuchó decir a la anciana quien se afanaba en colocar en orden la mesa.

La anciana sacó del caldero las últimas dos bolas de masa, las colocó en un recipiente de aluminio junto a las otras, apagó la hornilla y llevó la comida a la mesa. Julia seguía sus movimientos con la mirada sin perder detalle del hacer de la anciana y se sobresaltó un poco cuando ésta la tomó por el brazo y la condujo hasta una silla en donde la esperaban plato, cubiertos y un vaso de leche. Ven, comamos, dijo mientras colocaba dos bolas en el piso para Morgan. El perro paseó la mirada de la comida a Julia indagando sobre qué debía hacer. Come, dijo Julia y Morgan se echó feliz frente al alimento. La anciana rio y a Julia la sorprendió haber olvidado el sonido de la risa, un recuerdo recuperado también por la anciana, quien había olvidado reír. Me permites que separe dos para el vecino de enfrente, es un buen hombre. Julia la miró fijamente, aún extrañada, sobrecogida ante la humanidad invencible de aquella mujer. Es tu harina, tú decides, dijo la anciana sonriendo. Julia hizo un puchero y brotaron lágrimas lentas mientras asentía con la cabeza.


***


Dos mujeres rotas sentadas frente a frente. Un perro adormilado en la alfombra. Una lluvia atronadora demoliendo calles sucias de tanta gente sucia. Joan Manuel Serrat cantando De cartón piedra desde un apartamento cercano... había una poética extraña en la escena. Y había más: un halo de santidad perdida ─o casi, que rodeaba a la mujer más joven, quien veía, admirada, cómo la anciana limpiaba el extremo ensangrentado de la barra de acero con un trapo húmedo. No conviene cargarla así, dijo la anciana al terminar la labor. Se levantó del sillón y la colocó en el sofá, al lado de Julia. Volvió a su sillón con la lentitud y esfuerzo propio de sus años y al tomar asiento sonrió a una Julia que comenzaba a cabecear intentando no dormirse. Eres de poco hablar. No sé si eso es bueno, dijo la anciana alisando su falda. Mi nombre es Teresa, ¿y el tuyo? Julia intentó articular una frase, pero se lo impidió un peso en el alma que atenazaba su garganta. Julia… creo, se limitó a decir, luchando al mismo tiempo con un sollozo y con el sueño. Bueno, Julia, no olvides mi nombre cuando despiertes antes que yo, dijo con ternura Teresa, mientras señalaba con un guiño la barra de acero.


***


Teresa abrió los ojos, sorprendida tan sólo de poder abrirlos, y constató que las primeras luces de la mañana se colaban ya por la ventana. Palpó su cabeza con cuidado suspirando, resignada a seguir viva. Se levantó trabajosamente de la cama y contrario a lo que era habitual en ella, no entró al baño, sino que fue directamente a la sala para encontrarse con la ausencia de Julia y de Morgan. Estuvo largo rato mirando el sofá en donde la chica había pasado la noche y lamentó por lo bajo haberse hecho ilusiones con ella. Qué pena, se dijo, dirigiéndose a la cocina, en donde  encontró los platos lavados y ordenados en el escurridor. La anciana buscó con la mirada las manchas de aceite que habían dejado las bolas de masa  en el piso   pero fue inútil, habían sido limpiadas cuidadosamente. Al abrir la nevera encontró aún media jarra de leche y los buñuelos para el vecino herméticamente guardados en un recipiente plástico. Repentinamente la anciana recordó el trapo que había usado para limpiar la barra de acero. Volvió a la sala. No estaba.


Teresa evocó la mirada triste de Julia. Era de una tristeza cansada, como de quien carga el odio y la furia mezclados con la bondad, un estado a medio camino entre el estoicismo y la desesperanza. Había visto antes esa mirada ─una mañana frente al espejo, y desde entonces no pudo borrarla de su rostro. Hay miradas que no deben verse, se dijo. También hay voces que no deben hablarse, por eso creyó aquella tarde que en Julia había encontrado a su libertadora y se dispuso a cederle el pequeño nicho en que habitaba. Pero se equivocó Teresa y ahora no sabía si su soledad era más sola o si apenas se trataba de un breve intermedio antes del acto liberador. ¿Había crueldad en todo esto? Quién sabe. Lo cierto es que quien quiere morir, y no lo hace por sus propios medios, desarrolla una ética extraña.

14 de agosto de 2016

Cap. 2: El Estado de las cosas

Las posesiones de Julia sumaban harapos, periódicos, cartones, hambre y un perro de raza imprecisa que la seguía a todos lados. Morgan, lo llamaba ella. Lo encontró cobijándose de la lluvia en el zaguán en que acostumbraba dormir y sin pensárselo mucho, le hizo espacio entre los cartones para que se echara a su lado. Era vieja, Julia: diecisiete años, cuarenta y cinco kilos, tres violaciones e interminables noches de miedo la convirtieron en el despojo que era.  Pero además, Julia era una furia y estaba destinada al fuego.

***

Después de horas de acecho a la fila de infelices, Julia por fin veía cercano el premio a su esfuerzo. Siguió con la mirada al hombre que con gran denuedo intentaba cargar la bolsa con los productos recién comprados. No era mucho el contenido, apenas un paquete de harina de maíz, una botella de medio litro de aceite vegetal y una bolsa de leche en polvo, pero la extrema delgadez del sujeto convertía la simple acción de acarrear aquel peso en un acto titánico. Un Sísifo moderno y desvalido a punto de ver rodar su roca. ¡Ve!, le dijo Julia a Morgan, y éste se apresuró a interpretar su papel.

El hombre estaba conmovido con la ternura mostrada por aquel perro que retozaba a su alrededor. Morgan movía la cola frenéticamente y daba saltos y giros cómicos interrumpiendo la marcha del sujeto. Llegó incluso a comportarse como un gato frotándose a sus piernas en movimientos sinuosos y afectivos. El hombre le acarició la cabeza e intentó continuar, pero Morgan se paró sobre sus patas traseras y lo miró con la lengua afuera en un gesto de amistad irresistible. Combatiendo el cansancio, el sujeto se inclinó para mostrarle la bolsa, abriéndola y permitiéndole olisquear en su interior. No tengo nada para ti, amiguito, dijo con tristeza y respiración entrecortada. Luego sintió el golpe redentor, un dolor último que lo liberaba de sus miserias. Cayó sobre la acera convulsionando y otros tres golpes apagaron sus luces y sus estertores. Pero para mí sí, dijo Julia mientras recogía la bolsa y se alejaba con un Morgan ahora feroz, dispuesto a cuidar de su amiga, determinado a impedir sorpresas.

***

Agotada por el esfuerzo, Julia se sentó en los escalones de la entrada de un edificio cercano al zaguán que era su hogar. Colocó la gruesa barra de acero a su lado y al ver los restos de cabello y sangre en un extremo lloró amargamente. Morgan gimió y apoyó su cabeza en las piernas de la chica. Julia abrió torpemente la bolsa de leche en polvo y, mientras sollozaba, comenzó a sacar porciones que llevaba alternativamente a su boca y a la desesperada lengua del perro. Al tragar por tercera vez, la depredadora sintió romperse el mundo dentro de ella. Pensó en leones, en la utilidad de matar a la gacela para comerla. Al alejarse el león, pensó, deja atrás restos de comida. Pero ella sólo dejó una víctima, una cosa, un animal venido a menos que no alimentaría nada, salvo el dolor de los suyos y el de ella. Julia reprimió un grito. Por primera vez sentía pena por uno de sus anónimos, como los llamaba, y la potencia de aquel extraño sentimiento la sacudió de un modo violento. No soy humana, se dijo en voz baja y entonces sucedió el destino:

Así no es de utilidad. Julia se dio vuelta buscando, desconcertada, la voz. Detalló por un segundo a la anciana, sorprendida de que alguien le hablara. La leche… es mejor beberla, y con la harina y el aceite podrías freír masa y comerla, dijo la anciana al ver la confusión en el rostro de Julia. Ven, en casa podrás cocinar, y con gesto amistoso la invitó a entrar.

Quizá fuera la desolación la que impulsó a Julia a levantarse apoyándose en la barra de acero e incorporarse al hábitat humano representado por una anciana que la esperaba sonriendo. Moría la tarde y amenazaba con llover. Trae al perro.

9 de julio de 2016

Cap. 1: Las condiciones objetivas

¿Me lo puedo llevar?, dijo en voz baja al médico que revisaba el vendaje. ¿Perdón? ¿Cómo dice? El galeno lo observó con desconfianza. Usted sabe… ¿si me lo puedo llevar?, dijo el hombre señalándose con el mentón el muñón en el que alguna vez estuvo su brazo izquierdo. ¡Pero señor, cómo se le ocurre que!… Era la petición más insólita que había escuchado. Pero es mi brazo, ¿no? Debería poder quedármelo, dijo el hombre, urgido y avergonzado al mismo tiempo. Señor, su brazo llegó pendiendo de una pequeña porción de músculo y con los huesos casi triturados por completo. ¡Ni siquiera parecía un brazo! Además El hombre lo interrumpió con un ademán de su mano derecha: Ajá, pero había carne, ¿no? El doctor retrocedió un poco y por breves segundos detalló el aspecto famélico del hombre. Sintió arcadas que intentaron obligarlo al vómito. Volvió a acercarse y casi pegó su rostro al del paciente. Usted no estará pensando en… ¡ay, Dios! Iba a decir algo más pero salió corriendo de allí, huyendo del horror.

***

En la acera no había espacio para nadie más. Estaban tan apretujados que la longitud de Planck era la constante que daba aquellas geometrías insólitas a las filas de hambrientos y expectantes ciudadanos que aguardaban a ser llamados por números para entrar en el establecimiento en el que, se rumoreaba, podrían comprar una bolsa de harina de maíz, un litro de aceite y, cosa excepcional, un kilo de leche en polvo -esto último, ya alcanzaba las características de mito urbano.


Eugenio intentaba dejar el muñón fuera del alcance de los roces con los cuerpos. Aún le dolía y el vendaje sucio y sudado después de horas bajo el sol comenzaba a irritarle la piel. Había iniciado la madrugada en la fila de Personas con Movilidad Reducida, pero La Autoridad lo pasó a la fila de los Capacitados esgrimiendo argumentos incontrovertibles: ¿Se puede mover?, gruñó La Autoridad. , pero Volvió a gruñir La Autoridad: ¿Es usted diestro? Eugenio intentó contestar, pero La Autoridad sólo había hecho preguntas retóricas. Usted puede cargar su bolsa sin problemas. Vaya a la otra fila y pida un número, dijo el hombre de honor intacto y botas lustradas mientras señalaba la fila paralela. Fue así como obtuvo el 1023 una vez que tacharon el 45 que habían escrito con anterioridad en el dorso de su mano derecha.


Cansado, escapaba por momentos de su miseria rememorando tiempos mejores. Enumeraba situaciones felices en las cuales era protagonista pero cuando intentaba precisar fechas, ubicar en lugares exactos los hechos, no lograba completar las escenas. ¿Eran reales? ¿Estuvo casado? ¿Tuvo un hijo? ¿Tuvo amigos y mascotas y música y trabajo y futuro? ¿Tuvo esperanzas? ¿Y sueños? ¿Tuvo dignidad? No creo, deben ser invenciones mías, dijo en voz baja y miró por enésima vez la valla publicitaria desde donde los ojos de El Gran Padre vigilaba a su sumisa camada. Ciudad Bendita cuidada amorosamente por Sus Ojos en las vallas, en afiches, en uniformes orgullosos de la comunión de cuerpos guiados por La Autoridad hacia la felicidad de una bolsa con harina, aceite y quizá, sólo quizá, leche en polvo.


Un rumor lejano, procedente del inicio de la fila lo sacó de sus cavilaciones. Vio avanzar, marcial y poderoso, a La Autoridad. Este se detuvo justo a la mitad y exclamó, con el aplomo propio de un hombre de honor: Vamos a pasar sólo a cien ciudadanos de la fila de Personas con Movilidad Reducida y otras cien de los Capacitados. Eso es todo. Luego paseó la mirada, rostro duro y amenazante, por los asistentes y se retiró marcial como llegó. Inhumano como siempre.


***

Sentado frente a la nevera, Eugenio, entre sollozos, contemplaba el contenido único que el fresco clima del aparato preservaba para él: una taza de arroz del día anterior y una botella de agua. Desconsolado intentaba calcular el momento indicado para comer y desconsolado intentaba deshacerse de la imagen de su vecina, una anciana cada vez más cercana a la muerte, empecinada en pedir ayudas imposibles en el portal del edificio. Por favor, tengo hambre decía extendiendo un plato en el que nadie dejaba nada. Todos miraban a otro lado. Tanta vergüenza, tanta culpa produce sobrevivir. Eugenio la odiaba y lloró un llanto largo y lento, un llanto que le devolvió el alma, un llanto taquicardia y temblor, un llanto culpa… un llanto, después un grito.


Cuando la anciana abrió la puerta se encontró con Eugenio extendiendo una taza de arroz. Lo siento, es todo lo que tengo, dijo apenado. Con manos temblorosas tomó el obsequio e hizo un ademán para invitarlo a pasar. Él sonrió como pudo. Gracias, pero tengo que hacer… vaya usted. La anciana cerró la puerta. La escuchó llorar y supo, como en una revelación, que su vida valió la pena.


***

En la calle, Eugenio decidió terminar el día sin intentar sobrevivir. Estaba exhausto, adolorido y moralmente destrozado. Observó los fantasmas que alguna vez fueron orgullosos humanos. Detalló los edificios herrumbrosos que apenas una década atrás eran declaraciones de progreso. Respiró el aire enrarecido por el olor de la pobreza. Miró con tristeza a los perros de pedigree perdido entre la sarna y la basura y se preguntó si soñarían con sus amos. Se detuvo frente a una vitrina a examinar su cadavérico reflejo. Sus pantalones, ahora cuatro tallas más grandes, los sujetaba precariamente con un cinturón en donde no cabía un agujero más. Prestó especial atención al muñón del inexistente brazo izquierdo. Soy una metáfora política, se dijo sonriendo. ¡Las condiciones objetivas, camarada!, ¡dígalo!, dijo a un sujeto de uniforme gubernamental que pasó a su lado. Vete a la mierda, respondió el tipo. Eugenio lo vio alejarse y sintió lástima por él. Ya estoy aquí, respondió para sí mismo. Siguió caminando y pasó de largo la farmacia en donde debía preguntar por vendas y medicamentos, que no encontraría, para continuar la cura de las suturas que aún no le quitaban. Su objetivo era otro.


***

Eugenio se acercó a la puerta de la anciana. Pegó el oído a la madera pero no escuchó nada. Luego dio media vuelta y entró en su casa. Colocó la botella de aguardiente, el paquete de cigarrillos y los fósforos en la pequeña mesa del balcón y se desnudó. Con cuidado destejió los vendajes del muñón y dejó que la brisa que entraba por el balcón refrescara la piel enrojecida. Después se sentó en un viejo sillón, colocó los pies en la jardinera del balcón y abrió la botella.


El primer trago fue desagradable, pero todo lo era en aquella maldita vida, de modo que no le dio importancia. Encendió un cigarrillo y se dispuso a disfrutar de la lluvia que ya empezaba y que, de cuando en cuando, entraría en suaves ráfagas traídas por el viento hasta el balcón.


Miró fijamente a los ojos de El Gran Padre que lo escrutaban desde la valla en la azotea del edificio del frente. Otro trago. No, mis recuerdos son ciertos, es sólo que no valen nada, dijo sonriendo. Adentro comenzaba una hoguera.