9 de julio de 2016

Cap. 1: Las condiciones objetivas

¿Me lo puedo llevar?, dijo en voz baja al médico que revisaba el vendaje. ¿Perdón? ¿Cómo dice? El galeno lo observó con desconfianza. Usted sabe… ¿si me lo puedo llevar?, dijo el hombre señalándose con el mentón el muñón en el que alguna vez estuvo su brazo izquierdo. ¡Pero señor, cómo se le ocurre que!… Era la petición más insólita que había escuchado. Pero es mi brazo, ¿no? Debería poder quedármelo, dijo el hombre, urgido y avergonzado al mismo tiempo. Señor, su brazo llegó pendiendo de una pequeña porción de músculo y con los huesos casi triturados por completo. ¡Ni siquiera parecía un brazo! Además El hombre lo interrumpió con un ademán de su mano derecha: Ajá, pero había carne, ¿no? El doctor retrocedió un poco y por breves segundos detalló el aspecto famélico del hombre. Sintió arcadas que intentaron obligarlo al vómito. Volvió a acercarse y casi pegó su rostro al del paciente. Usted no estará pensando en… ¡ay, Dios! Iba a decir algo más pero salió corriendo de allí, huyendo del horror.

***

En la acera no había espacio para nadie más. Estaban tan apretujados que la longitud de Planck era la constante que daba aquellas geometrías insólitas a las filas de hambrientos y expectantes ciudadanos que aguardaban a ser llamados por números para entrar en el establecimiento en el que, se rumoreaba, podrían comprar una bolsa de harina de maíz, un litro de aceite y, cosa excepcional, un kilo de leche en polvo -esto último, ya alcanzaba las características de mito urbano.


Eugenio intentaba dejar el muñón fuera del alcance de los roces con los cuerpos. Aún le dolía y el vendaje sucio y sudado después de horas bajo el sol comenzaba a irritarle la piel. Había iniciado la madrugada en la fila de Personas con Movilidad Reducida, pero La Autoridad lo pasó a la fila de los Capacitados esgrimiendo argumentos incontrovertibles: ¿Se puede mover?, gruñó La Autoridad. , pero Volvió a gruñir La Autoridad: ¿Es usted diestro? Eugenio intentó contestar, pero La Autoridad sólo había hecho preguntas retóricas. Usted puede cargar su bolsa sin problemas. Vaya a la otra fila y pida un número, dijo el hombre de honor intacto y botas lustradas mientras señalaba la fila paralela. Fue así como obtuvo el 1023 una vez que tacharon el 45 que habían escrito con anterioridad en el dorso de su mano derecha.


Cansado, escapaba por momentos de su miseria rememorando tiempos mejores. Enumeraba situaciones felices en las cuales era protagonista pero cuando intentaba precisar fechas, ubicar en lugares exactos los hechos, no lograba completar las escenas. ¿Eran reales? ¿Estuvo casado? ¿Tuvo un hijo? ¿Tuvo amigos y mascotas y música y trabajo y futuro? ¿Tuvo esperanzas? ¿Y sueños? ¿Tuvo dignidad? No creo, deben ser invenciones mías, dijo en voz baja y miró por enésima vez la valla publicitaria desde donde los ojos de El Gran Padre vigilaba a su sumisa camada. Ciudad Bendita cuidada amorosamente por Sus Ojos en las vallas, en afiches, en uniformes orgullosos de la comunión de cuerpos guiados por La Autoridad hacia la felicidad de una bolsa con harina, aceite y quizá, sólo quizá, leche en polvo.


Un rumor lejano, procedente del inicio de la fila lo sacó de sus cavilaciones. Vio avanzar, marcial y poderoso, a La Autoridad. Este se detuvo justo a la mitad y exclamó, con el aplomo propio de un hombre de honor: Vamos a pasar sólo a cien ciudadanos de la fila de Personas con Movilidad Reducida y otras cien de los Capacitados. Eso es todo. Luego paseó la mirada, rostro duro y amenazante, por los asistentes y se retiró marcial como llegó. Inhumano como siempre.


***

Sentado frente a la nevera, Eugenio, entre sollozos, contemplaba el contenido único que el fresco clima del aparato preservaba para él: una taza de arroz del día anterior y una botella de agua. Desconsolado intentaba calcular el momento indicado para comer y desconsolado intentaba deshacerse de la imagen de su vecina, una anciana cada vez más cercana a la muerte, empecinada en pedir ayudas imposibles en el portal del edificio. Por favor, tengo hambre decía extendiendo un plato en el que nadie dejaba nada. Todos miraban a otro lado. Tanta vergüenza, tanta culpa produce sobrevivir. Eugenio la odiaba y lloró un llanto largo y lento, un llanto que le devolvió el alma, un llanto taquicardia y temblor, un llanto culpa… un llanto, después un grito.


Cuando la anciana abrió la puerta se encontró con Eugenio extendiendo una taza de arroz. Lo siento, es todo lo que tengo, dijo apenado. Con manos temblorosas tomó el obsequio e hizo un ademán para invitarlo a pasar. Él sonrió como pudo. Gracias, pero tengo que hacer… vaya usted. La anciana cerró la puerta. La escuchó llorar y supo, como en una revelación, que su vida valió la pena.


***

En la calle, Eugenio decidió terminar el día sin intentar sobrevivir. Estaba exhausto, adolorido y moralmente destrozado. Observó los fantasmas que alguna vez fueron orgullosos humanos. Detalló los edificios herrumbrosos que apenas una década atrás eran declaraciones de progreso. Respiró el aire enrarecido por el olor de la pobreza. Miró con tristeza a los perros de pedigree perdido entre la sarna y la basura y se preguntó si soñarían con sus amos. Se detuvo frente a una vitrina a examinar su cadavérico reflejo. Sus pantalones, ahora cuatro tallas más grandes, los sujetaba precariamente con un cinturón en donde no cabía un agujero más. Prestó especial atención al muñón del inexistente brazo izquierdo. Soy una metáfora política, se dijo sonriendo. ¡Las condiciones objetivas, camarada!, ¡dígalo!, dijo a un sujeto de uniforme gubernamental que pasó a su lado. Vete a la mierda, respondió el tipo. Eugenio lo vio alejarse y sintió lástima por él. Ya estoy aquí, respondió para sí mismo. Siguió caminando y pasó de largo la farmacia en donde debía preguntar por vendas y medicamentos, que no encontraría, para continuar la cura de las suturas que aún no le quitaban. Su objetivo era otro.


***

Eugenio se acercó a la puerta de la anciana. Pegó el oído a la madera pero no escuchó nada. Luego dio media vuelta y entró en su casa. Colocó la botella de aguardiente, el paquete de cigarrillos y los fósforos en la pequeña mesa del balcón y se desnudó. Con cuidado destejió los vendajes del muñón y dejó que la brisa que entraba por el balcón refrescara la piel enrojecida. Después se sentó en un viejo sillón, colocó los pies en la jardinera del balcón y abrió la botella.


El primer trago fue desagradable, pero todo lo era en aquella maldita vida, de modo que no le dio importancia. Encendió un cigarrillo y se dispuso a disfrutar de la lluvia que ya empezaba y que, de cuando en cuando, entraría en suaves ráfagas traídas por el viento hasta el balcón.


Miró fijamente a los ojos de El Gran Padre que lo escrutaban desde la valla en la azotea del edificio del frente. Otro trago. No, mis recuerdos son ciertos, es sólo que no valen nada, dijo sonriendo. Adentro comenzaba una hoguera.

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