29 de diciembre de 2010

Defensas ciegos

¿Qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? ¿Qué pasará el día, quizá la noche, en que la lluvia, plana existencia de la razón, deje de pasearse por las calles, los objetos, las ideas, y decida mutilarse gotas y brillos, desamparando el único vestigio del amor humano, ese tibio hacedor de cuentos devenido en nada? ¿Qué pasará?

Me pregunto si son preguntas, estas, válidas en fechas calmas, esperanzas horarias que, según dicen publicistas y optimistas –no siempre son lo mismo, impulsan los corazones a la bondad y a sus dueños a las tiendas, abarrotadas de muestras de afecto más costosas y esperadas que un simple beso. No, no son preguntas para la fecha. Sin embargo, del fracasado frío de esta madrugada no obtengo más que insomnio y preguntas, acompañados ambos, claro está, de tragos lentos de ron que son como defensas ciegos en un mal partido de fútbol.

Defensas ciegos… es una buena imagen, me digo, mientras noto el absurdo del vacío en las canciones que escucho, en las líneas que escribo, en esta presbicia que a mis 48 me obliga a calibrar constantemente la distancia a la que asomo (y asumo) mi vista a la realidad. Borrosa realidad. Siempre buscando el foco para aprehenderla. Siempre perdiendo el foco sin aprehenderla.

Pienso, por ejemplo, en una mujer perdida en la bruma de mi presbicia. La vi sonreír en un café una mañana en que, contenta, inauguraba, quizá, nuevas expectativas para su vida. Mientras hablábamos, pensaba que algunas de las mejores obras del humano son, precisamente, humanos. Imperfectas, complejas, difíciles obras que nos topamos en la vida y que una pésima lectura nos impulsa a creer que están allí para nosotros. Nos enamoramos de su existencia, admiramos su contenido, la tomamos porque creemos que, dada la feliz circunstancia de habitar el mismo espacio durante el mismo tiempo, somos co-protagonistas de una historia común. Es un error. Deberíamos contentarnos sólo con ver. Apenas somos testigos de esa historia, satélites venidos a menos, orbitando con los ojos maravillados.

Esa mañana, cuando nos despedimos, dije algo tonto como te veo muy sonriente, mantente así. Estúpido desperdicio de palabras pues ella siempre sonreirá y sus ojos -¡vaya, sus ojos!-, que aún no sé por qué siempre los supe, serán el centro de algún verso, alguna canción, algún alguien. Si yo fuese mejor persona, simplemente hubiese agradecido su existencia. Si fuese poeta, hubiese hecho mío ese hermoso verso de Jovanotti: E le mie mani hanno applaudito il mondo / Perchè il mondo è il posto dove ho visto te.

Es así la presbicia. Y no me parece correcto que la palabra en cuestión se haya formado del vocablo griego presbys que traduce anciano, pues yo de niño ya era presbitico: borrosos mis sueños… aunque hay quien asegure que borroso era yo. ¿Era? Ya no importa.

Queda camino por recorrer. Habrá pasos inseguros. Palabras no dichas. Rostros inoportunos. Camino, que ya es mucho decir. Y en ese andar continuo por las madrugadas insomnes y las canciones huecas iré redactando el manual del usuario de la presbicia. Que no será un éxito de ventas es algo que ya se sabe.

¿Que qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? No lo sé. Sólo puedo decir(te) que mis manos han aplaudido el mundo / porque el mundo es el lugar en donde te vi.

Gracias.

22 de noviembre de 2010

Las calles ingeniosas

La confirmación de la vida es el ingenio. Por supuesto, muchas otras manifestaciones y conductas pueden confirmar que algo o alguien está vivo, pero es éste el indicador máximo, después de todo, cualquier otra cosa (llámese amor, odio, rebeldía, pensamiento, etc.) debe estar expresada con ingenio para destacarse, de lo contrario, van a parar en el vertedero habitual de las expresiones humanas, las cuales –seamos francos- no suelen ser muy, ¿cómo decirlo?, bueno sí: destacadas. Quizá por eso los animales son tan ingeniosos… quizá por eso lo son los artistas. Sobre todo los artistas de la calle.

Y es que hay tanto cadáver circulando por allí, que si no fuese por los artistas callejeros, diría que Caracas es el escenario de The Walking Dead, cuando no de The Driving Dead, nuestra versión caraqueña de una serie de zombies: montones de muertos-conductores apilados en las calles y avenidas, desplazándose con torpeza, habitando (apenas) la nada de un sistema muerto como ellos. Sabemos de la vida en Caracas por las pintas de sus calles.

Desde la opinión política hasta el sarcasmo de proclamar un Espacio recuperado por el arte callejero, estos artistas proclaman la vida de la ciudad con toda la gama de sabores y texturas que tiene. Nos recuerdan que en este hábitat de concreto, un grupo humano se niega a morir de inexpresión reivindicando el derecho a decir, como mínimo, estamos aquí, ¡existimos!… lo cual no es poco, en una ciudad que se debate entre el peligro del hampa y la estupidez edilicia.

Lo lamentable es que toda esta expresión se vea eclipsada en número -cuando no deteriorada- por la mancha ilegible de firmas (¡vamos, no son más que eso!) que no tienen más propuesta que la de proclamar un territorio. El peeing territory de quienes, a falta de feromonas, apelan al spray. Vana ilusión de estos humanos jugando al perro: en Caracas, sólo el concreto es el amo. Mas sin embargo, esta guerra por el territorio no deja de ser, también, una manifestación de la proclama de la vida. Podríamos decir que es un daño colateral en este grito colectivo, grito que celebra el ingenio de un grupo distinto de humanos, una subespecie que ha resultado mejor, incluso en sus errores, que la especie matriz.

He fotografiado estas obras (y no me da vergüenza llamarlas así) en algunos casos para dejar constancia del deterioro del que son víctimas (bueno, es arte efímero y no pretenden más) y en otros porque me arrancaron una sonrisa, aislándome, aunque fuera por un instante, del entorno decadente y canalla de este error en el que envejezco a diario. No son las mejores, ni las más elaboradas, pero son las que he hecho mías. De modo que, como pueden ver, no pretendo ser un crítico social, ni mucho menos crítico de arte. Busco, apenas, hacerle una pregunta: ¿sonríe usted cuando está en la calle?

Debería… hay seres vivos por allí.

En unas pocas cuadras

El espacio en donde se encuentran estas (y muchas otras más) muestras del ingenio callejero está formado por la Plaza Altamira, la Av. Francisco de Miranda, la 1ra Transversal con 1ra Av. de Los Palos Grandes, la 3ra Transversal de Los Palos Grandes y la Av. Luis Roche, unas pocas cuadras en las que algunos artistas y otros a quienes, a falta de una mejor definición, podríamos catalogar como humoristas y/o filósofos jodedores se han dado a la tarea de recordarnos que en esta ciudad canalla se puede escuchar no sólo el sonido feroz de tráfico, sino, también, la voz ingeniosa y, por qué no, cínica y divertida de quienes, teniendo mucho que decir, optan por el más digno mass media, si no el único, que existe: la calle. ¡Y lo mejor es que sucede en toda Caracas! De modo que si usted anda de buen ánimo un día y quiere enterarse de qué va la vida (por lo menos para otros), escuche atentamente la voz pintada y escrita en nuestras paredes. Y si tiene un celular con cámara, tóme fotos que no duran mucho.

Nota: en el futuro, probablemente, iré agregando más fotos.


15 de agosto de 2010

La libertad

Que los dioses menores te sean leves
tenues como rostros perdidos
en la oportuna niebla de los olvidos
los dioses menores         los aguafiestas
deben estar lejos de tus ropas
y circunstancias
que te sean leves
apenas vistos
no escuchados

que los dioses menores no te acompañen
ni te sigan         ni te abracen
que no te dicten rutas
ni te protejan
los dioses menores
nacidos siempre de los miedos
son crisálidas relativas
estados larvales         más bien
menos mal
de lo enseñado por terceros

que los dioses menores no te canten
los himnos violentos de la certeza
que no se asomen en tus palabras
ni graviten tus orgasmos
los dioses menores         los de los libros
cavaron la tumba del afecto
cegaron ojos y conciencias
en bazares dedicados
a la vil invención del alma

que los dioses menores no te requieran
en sus pactos y pormenores
que no te sueñen         ni te imaginen
en las puertas de sus templos y sucursales
que no te impongan la sospecha
que no te digan el futuro
los dioses menores
inhábiles         torpes         equivocados
vigilan amaneceres y risas
y habitan en cada miedo
y en cada esquina

que los dioses menores te ignoren
que pasen de ti sus proverbios
y admoniciones
sus santas palabras y sus prodigios
sus profetas y sus salmos
sus teloadvierto         sus iras
sus confusiones

que los dioses menores
esos molestos vecinos de tus noches
no te existan

camina en paz

12 de agosto de 2010

Panfleto de matemática popular

La gente, ese maravilloso mar de defectos, calzó el calzado de la era y salió en grupos enormes a recorrer gritos y caminos. La gente, cansada de lluvias hertzianas y consignas, recogió la ropa de los muertos y el corazón de los dolientes y reventó la tarde con el áspero silencio de las canciones. La gente, tribu veraz y cienciacierta, rescató sus dioses de barro y sus amores, y trabajó el campo de los tiempos, sin tangos ni nostalgias, sin despedidas atroces. La gente, enanos etruscos desamparados, refugió el futuro en los zaguanes y encerró bestias y maltratos en pasados irresolubles, ¿qué podía esperar el pequeño tumor de la historia de esa horda sonriente? La gente no quiso mirar atrás y corrió en pos del muro, reventó paradigmas y concreto, desafió la gravedad, se metió en papel y, evolutiva, marchó sin pausa a encontrarse consigo misma. La gente, que comenzó en sol menor sostenido, prendió fuego en sus ojos y miró arder mandatos y reinos, señores y señoríos, jueces y notarios, costumbres y disimulos. La gente, persistente y furioso hormiguero, buscó preguntas y halló pedruscos que lanzó contra banderas y prodigios, arropada, como estaba, en la feroz felicidad de quien se orina en los creyentes. La gente, turbio caldo marginado, acechó, como hienas sabias el desconcierto de la cumbre, el miedo del poderoso, el culo de los jefes, y mordió magistraturas y dignidades – daba igual si de santos, o mártires, o generales – aquella noche en que el verdadero privilegio fue morir temprano, sin misas ni obituarios, como un humano. La gente, harta de la ascesis y de los modos celestiales, descubrió sus genitales y sus usos y sus juegos y sus jugos, y copuló en calles y templos liberados de la culpa y de las joyas, de los signos y los rezos, de la infame regla que dice amaos los unos a los otros siempre que no gocen. La gente contó sus manos y sus voces, sus propósitos y pasos, sus años por venir, los preceptos por violar, la renta de la existencia, y desechó las dudas: ¡era mucha gente, coño! Y aquella noche larga, malvada y deliciosa, murieron los ángeles y los soldados… y los justos sin pecadores.

¿Quién dijo que los más alguna vez fueron los menos?

Saber no salva

Sé quién eres
habitas el incómodo rincón de algún recuerdo
asomas párpados y miradas
cuando duermo
sé quién eres
así         desnuda         pareces besos
impulsos         pasado         viento
así         desnuda         eres eterna
como quien fuiste
sé quién eres

sé quién eres
tres cuartos de sol
y lluvia sin truenos
sé quién eres

sé quién eres en estas horas
en que despiertas
al grillo terco del desconcierto
y le impones
lentas agujas al miedo
sé quien eres

sé quién eres
quieta         muda
insuficiente

sé qué quieres

10 de agosto de 2010

No los leopardos

Nosotros, que no nos andamos por las ramas, inventamos el telescopio y la Gestalt, los huérfanos y el jazz, el libro sagrado de los hechos que, por no suceder, no sucederán. Nosotros, de tanto pulgar oponible, amamos la mierda que pensamos, la letra muerta de nuestra infancia, la adolescencia finita – pero prolongada – de los deberes descartados, la ruidosa deuda de una risa simulada. Nosotros, a fuerza de pater noster, subimos escaleras de espirales, retwitteamos desengaños, facebuseamos desconciertos, complaciendo el sonido del fallecido ego de la precaria existencia de la mente. Nosotros, esquizofrénicos en venta, fantasmas de la nada, sudamos un mundo hediondo y terminal, sarcófago ad hoc de quienes vienen – porque vendrán – a salvarnos con la inocente abundancia del esfuerzo. Nosotros, el lado oscuro del Señor, corremos sin gracia a refugiarnos en el solaz inútil del amor, en el discurso inoperante de la intención, el místico abrazo del gesto, y en la carrera dejamos el trazo indeleble de nuestro paso viral por la vida. Nosotros, inmorales relatores de la esperanza y de la historia, compramos indulgencias y destinos, argumentamos leyes, postulamos fusiles, pedimos milagros. Nosotros, no los leopardos, ventilamos miserias y deidades, inventamos dignidades y sagrarios, tierras santas donde cagan peregrinos y los vampiros de la infamia comercian con la fe y el sueño del primate. Nosotros, que nos queremos tanto, metástasis conceptual y adver–bio, soñamos celdas y alambradas para niños, castramos asombros, esterilizamos dudas, domesticamos el sexo, parimos géneros, sembramos sermones, tenemos miedo. Nosotros, indignos vecinos de los otros, arrogantes teóricos del tiempo, ya no tenemos tiempo para arreglar el basurero.

Nosotros, el lado oscuro de la razón.

31 de julio de 2010

Lullaby

Una canción es sólo tiempo
olas         sucesos         recuerdos obstinados
sí         recuerdos
una canción no salva
ni asesina
ni te lleva lejos
una canción es sólo tiempo
que revives gratuitos
y a escondidas
pues todo en la vida
son intentos

una canción         como aquella

una canción es pura duda
pregunta         silencios         déjà vu
pasos que se reiteran
manos que desfallecen
una canción no te calienta
en este invierno de noche
una canción         apenas
suena
y cuando suena
penas trae
         manido recurso el de la pena
         meciéndose en clave de sol
         cuando no en cántaros de lluvia

una canción         cualquiera

una canción como aquella
debió nacer muda
sin consecuencias
seca         sin ramas         mediomuerta
una canción que no pidiera
latidos         búsquedas         besos
cómoda en su calendario
sin fecha cierta
bisiesta
canción que no debió nombrarte
en esta existencia

una canción         apenas

una canción cualquiera
una normal
común         corcheas         semis         o no
hubiese pasado a sotto voce
por el umbral de la memoria
         el marco del gusto
hasta la cesta en donde duermen
arrugadas         como merecen
las pretensiones ordinarias
de la gente común
una canción cualquiera
pero no esta

una canción         apenas
y ya ves

10 de julio de 2010

Las circunstancias atenuantes

…carta abierta a un(a) hipotético(a) lector(a) quien, como yo, no sabe lo que le espera.

Es simple este oficio que casi no ejerzo y que consiste en no decir nada sobre la ruina antigua del verbo. Es cuestión de callarse apenas, de convocar vacíos y nulidades, nubes cargadas de olvidos, artificios ilegibles de no-escritor, o de fantasma, de mutilado oportuno, o de árbol seco. ¿Quiero decir algo con todo esto? Quiero. Pero doy por descontado la inutilidad del intento y me decido por el trapecio, esa nada que viene y va, arriesgando la caída y el murmullo –no valen gritos– en las gradas. Es puro trapecio, pues, esta voluntad de silencios y mínimas letras.

(Hasta aquí no he dicho nada y sin embargo, pareciera haber gnomos agazapados en cada coma, en cada espacio entre palabras, en cada intención, dispuestos a gritar(me) una idea central, un plot –que llaman los guionistas– que pueda poner en claro la necesidad de quien escribe. Pero los gnomos no existen, es asunto sabido, de modo que no cabe preocuparse por una imposible delación. No espere usted nada de ellos).

Me aferro al trapecio porque escribir, o mejor: decir, supone desgarros a modo de confesiones que permiten a otros mirar muy de cerca la víscera y el defecto, el devenir y el esperanto, el existir de los defectos. Y el trapecio es un no-decir, (un disfraz, un fósil) un teorema que permite especular sobre lo dicho, o mejor: lo no-dicho, pero que no se apunta a certezas. Es así como lo entretengo a usted en la forma, mas no en el fondo, del hecho que espero y de qué espero, pues dos son las circunstancias del hecho: espero a que aparezca ella que espero. Dicho así, sabe usted ahora que aguardo por una mujer (hermosa mujer). Agregaré que lo hago atrincherado tras un mocaccino humeante en una tarde lluviosa y cómplice de afectos y palabras… pero no agregaré nada más. El resto depende de los planes del silencio.

Claro que llegado a este punto puede usted rellenar los espacios huérfanos de acciones con la invención entusiasta de romances y/o entuertos. Puede también, y yo lo haría, dejar de leer –que es una manera de asesinar cuentos, cuando no autores– e invertir su tiempo en cosas más útiles, como tomarse un trago (mejor varios), hacer el amor o, simplemente, dormir. O pruebe con las tres, en esa secuencia, no se arrepentirá. ¿Y qué dirían de usted cada una de estas acciones? Nada. O por lo menos nada que yo pudiese llegar a saber. Usted es el lector, o la lectora, no puedo verlo, o verla. Ventaja feroz de quienes están de aquel lado. Yo, muy a menudo, estoy allí.

(…)

Lo de arriba, esos suspensivos entreparentesis, sucedió con la llegada de ella que yo esperaba. Interprételos como la parálisis del tiempo. Como el viento detenido en aquella tarde. Como mis manos que ya no existieron, por lo menos no para el papel. Como mis ojos que no creyeron que esta mujer, este alado portento del mundo, los mirara y sonriera. Como el perplejo tamborilero que –boom boom, boom boom, boom boom– sonaba como loco en mi pecho, ensordeciendo al regimiento, ya indefenso, de mis precauciones. Ella llegó y la tarde, fémina húmeda y solidaria, me regaló el universo.

Esperará usted que relate pormenores y sucesos, orografías obligadas en este viaje que es el conocerse y ensamblarse en palabras y respiros por un paisaje formado –y conformado– con manos que acarician cautelosas las existencias necesarias. Esperará que pase de secretos. Esperará. Pues la vulgar letra, la estúpida palabra, el árido oficio de la escritura, no le hacen justicia a las horas gratas de los humanos. El verbo podrá narrar desgracias y tristezas, pero jamás podrá contar la simple –y hasta humilde– contentura del corazón. No puedo contar la gracia. No puedo ser Dios. Ni quiero.

Puede usted considerar, entonces, y le doy toda la razón, una total pérdida de tiempo la lectura de estas líneas. Y puede más. Puede decir que es una burla, un atropello, un echarle en cara que no estuvo allí, en el lugar exacto del emocionante desconcierto. Vale, diga que me he burlado. Pero existen las circunstancias atenuantes, a saber, que a mi habitan los recuerdos y que a usted lo esperan los posibles. Salga entonces a la calle y encuentre a ese –o esa– alguien que le imponga al tamborilero en su pecho el agitado ritmo del miedo. Salga. No hay garantías, claro, pero si acaso las quiere, compre electrodomésticos.

Ya conté todo cuanto podía.

Ahora voy a comerme un Pirulín, esa otra forma del beso.


1 de julio de 2010

En estos tiempos

...…brújula necesaria para morir mejor

No dejes nada en tu corazón
permítele el reposo y el vacío
la suma exacta de inútiles minutos
la visión desnuda de pájaros calvos
rostros necios
huellas a ninguna parte
no dejes nada en tu corazón

no alimentes mañanas con abrazos
no subas a besos lentos
y canciones
por las espigas del calor humano
la incertidumbre que los ojos
drogados de luz y de posibles
te regalan cuando miran tus huesos
no alimentes mañanas
huye
que en un abrazo
te quemas infierno

no arriesgues tus manos en otras pieles
esos monstruos epidémicos
desconcertantes
de los que suelen comer los hambrientos
no doblegues al tacto y al temblor
los dedos     la palma      el recuerdo
no nostalgies
no arriesgues los dedos

no camines palabras
mucho menos versos
concédele a tu voz la ausencia de nombres
la orfandad de verbos
la carestía del te amo
la cómoda ausencia del futuro
el rendido homenaje que el silencio
te silencia en colectivos y aceras
no digas que no te escucha
nadie
salvo      quizá     el cartel de un mundo mejor
que no llega

no tires del hilo del respiro
no tejas vidas como quien inventa
nubes de formas comprensibles
vagando en cielos enemigos
sal del paso de cuerpos y conceptos
apura el trago
da media vuelta
que existe una puerta que nunca cierra
la salida

no dejes nada en tu corazón
salvo     quizá    ese cartel de un mundo mejor
que nunca llega

27 de junio de 2010

Psicowriter/Casi un hombre de acción

Escribir es un salto al vacío, un acto de voluntad dirigido a nada, a nadie. Escribir es necedad en estado puro, un intento del ego por sobrevivir a la fragilidad de la memoria. ¿Qué escribir es oficio de palabras? ¡Gran cosa! Escribir es un gesto inútil, y yo detesto los gestos inútiles, esa materia prima de los héroes. Sí, escribir, esa maldita ventaja evolutiva de los humanos, es pura mierda.

Escribir es un secuestro de los pasos. Ni siquiera es intención. Es apenas, el desahogo de algún parapléjico emocional. Quejas, halagos, nostalgias. Terror, amor, esperanza. Drama, comedia… qué más da. Todo se reduce a una sola cosa cuando se escribe: palabras. ¡Si ni siquiera es una cosa! Es puro concepto. Para que entiendas: si describo el coito, o cópula o sexo, como prefieras, no habrá orgasmos por más que leas, apenas un cosquilleo semiótico. Erecciones de Greimas, lo llamo yo. Tú podrías llamarlo l'onanisme de De Saussure. Pura paja.

Le hizo gracia el juego de palabras y torció una mueca horrible, remedo de sonrisa. Se llevó el cigarrillo a la boca y exhalando una larga bocanada de humo se la quedó viendo, alucinado, vagando su mente por quién sabe qué desiertos del alma. Ella tembló. Arrojada al piso, contenida en blanco, vio la sonrisa de la insania. El hombre la pateó, sin mucha fuerza, lo suficiente para moverla un poco y arrojó el cigarrillo peligrosamente cerca.

No entiendo por qué tanto respeto por lo escrito. Se postran frente a las letras como los peregrinos en la Kaaba. Acercan el rostro al papel, entornan los ojos, y leen. ¡Leen! Prefieren leer El Quijote a combatir molinos. Recitan Estatuto del Vino, pero no emprenden la hermandad de Neruda: “me gusta el canto ciego de los hombres, / y ese sonido de sal que golpea / las paredes del alba moribunda”. Palabras bellas, Pablo. Palabras bellas.

Un silencio pesado tronó su trueno al callar el hombre y a ella le pareció que el fin se acercaba. Arrugada su existencia, poco menos que ovillo, pensó en lo mucho que le hubiese gustado sentir otros ojos posarse en su superficie. Ojos que no tuviesen el acerado brillo del odio. Ojos expedición. Ojos preguntas. Ojos cansados, incluso, pero ojos humanos, no aquellos que ahora la miraban con el veneno espeso de la ira.

Escribir es disimular fracasos. Cagar en retretes de oro. Escribir le brinda status de escritor al cobarde y título de lector al aburrido. Habrá quien diga que escribe porque tiene necesidad de expresarse, pero es mentira, sólo tiene miedo de hacer algo. Yo no. Yo sostengo que todo lo escrito existe como cáncer, metástasis verbal, cuando no lingual, de nuestras dos únicas verdades: el sexo y la muerte. El resto no es más que el cadalso en donde se ahorca a la vida: las ideas, ese conjunto de edificios que nunca se construye y que todos juran haber visitado.

Se dirigió hasta ella y la levantó del suelo. La acercó hasta casi rozar su rostro y examinó con deleite la debilidad de su víctima, su escaso peso, la palidez de su existencia. Sonrió, poderoso, mientras acariciaba lascivo el encendedor con la otra mano. Se escuchó un clic y la llama ejecutora de sus actos danzó contenta, esperando. Lentamente acercó el encendedor hasta la blancuzca inutilidad que tanto despreciaba. Pero antes de matarla debía agregar algo más.

Hay quien escribe sus ideas y luego las publica aduciendo que una vez escritas ya no le pertenecen, son del lector. Yo no. Yo las embosco, las espero agazapado en el teclado, las dejo salir, las escribo y después las capturo. Son mías, me pertenecen, y no permitiré que vayan por allí creando lectores, asesinando el movimiento de las gentes. Es así.

La llama la envolvió por completo y mientras ardía, paradójicamente, fue apagándose la vida del relato de un hombre que asesinaba ideas para no escribirlas.

Ya no existen tus 3.870 caracteres, incluyendo estos.

Poco más que una cuartilla.