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24 de noviembre de 2014

En síntesis

No me necesitas. Ya planeaste tus fugas y tus estúpidos cielos al margen de mis miradas. No me necesitas porque no consigues tiempo para torturarme. Así funciona. No me necesitas porque no te invento ni te imagino ni me dueles ni me animas ni me crees y es recíproca esta impiedad que nos separa. No me necesitas ni asesino ni redentor. No me necesitas oscuro ni líquido ni al margen ni al cuadrado. No me necesitas drogado ni sobrio ni dormido ni apurado –tampoco instalado en rezos. No necesitas de mis manos los oficios inmortales. No necesitas de mi verbo instrucciones brújulas conclusiones. No necesitas de mis ojos la vigilia. No necesitas de mi nada que imagine. No me necesitas porque no sueño ni lloro ni tengo. No me necesitas porque regreso. No me necesitas porque comprendo.

29 de diciembre de 2010

Defensas ciegos

¿Qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? ¿Qué pasará el día, quizá la noche, en que la lluvia, plana existencia de la razón, deje de pasearse por las calles, los objetos, las ideas, y decida mutilarse gotas y brillos, desamparando el único vestigio del amor humano, ese tibio hacedor de cuentos devenido en nada? ¿Qué pasará?

Me pregunto si son preguntas, estas, válidas en fechas calmas, esperanzas horarias que, según dicen publicistas y optimistas –no siempre son lo mismo, impulsan los corazones a la bondad y a sus dueños a las tiendas, abarrotadas de muestras de afecto más costosas y esperadas que un simple beso. No, no son preguntas para la fecha. Sin embargo, del fracasado frío de esta madrugada no obtengo más que insomnio y preguntas, acompañados ambos, claro está, de tragos lentos de ron que son como defensas ciegos en un mal partido de fútbol.

Defensas ciegos… es una buena imagen, me digo, mientras noto el absurdo del vacío en las canciones que escucho, en las líneas que escribo, en esta presbicia que a mis 48 me obliga a calibrar constantemente la distancia a la que asomo (y asumo) mi vista a la realidad. Borrosa realidad. Siempre buscando el foco para aprehenderla. Siempre perdiendo el foco sin aprehenderla.

Pienso, por ejemplo, en una mujer perdida en la bruma de mi presbicia. La vi sonreír en un café una mañana en que, contenta, inauguraba, quizá, nuevas expectativas para su vida. Mientras hablábamos, pensaba que algunas de las mejores obras del humano son, precisamente, humanos. Imperfectas, complejas, difíciles obras que nos topamos en la vida y que una pésima lectura nos impulsa a creer que están allí para nosotros. Nos enamoramos de su existencia, admiramos su contenido, la tomamos porque creemos que, dada la feliz circunstancia de habitar el mismo espacio durante el mismo tiempo, somos co-protagonistas de una historia común. Es un error. Deberíamos contentarnos sólo con ver. Apenas somos testigos de esa historia, satélites venidos a menos, orbitando con los ojos maravillados.

Esa mañana, cuando nos despedimos, dije algo tonto como te veo muy sonriente, mantente así. Estúpido desperdicio de palabras pues ella siempre sonreirá y sus ojos -¡vaya, sus ojos!-, que aún no sé por qué siempre los supe, serán el centro de algún verso, alguna canción, algún alguien. Si yo fuese mejor persona, simplemente hubiese agradecido su existencia. Si fuese poeta, hubiese hecho mío ese hermoso verso de Jovanotti: E le mie mani hanno applaudito il mondo / Perchè il mondo è il posto dove ho visto te.

Es así la presbicia. Y no me parece correcto que la palabra en cuestión se haya formado del vocablo griego presbys que traduce anciano, pues yo de niño ya era presbitico: borrosos mis sueños… aunque hay quien asegure que borroso era yo. ¿Era? Ya no importa.

Queda camino por recorrer. Habrá pasos inseguros. Palabras no dichas. Rostros inoportunos. Camino, que ya es mucho decir. Y en ese andar continuo por las madrugadas insomnes y las canciones huecas iré redactando el manual del usuario de la presbicia. Que no será un éxito de ventas es algo que ya se sabe.

¿Que qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? No lo sé. Sólo puedo decir(te) que mis manos han aplaudido el mundo / porque el mundo es el lugar en donde te vi.

Gracias.

10 de julio de 2010

Las circunstancias atenuantes

…carta abierta a un(a) hipotético(a) lector(a) quien, como yo, no sabe lo que le espera.

Es simple este oficio que casi no ejerzo y que consiste en no decir nada sobre la ruina antigua del verbo. Es cuestión de callarse apenas, de convocar vacíos y nulidades, nubes cargadas de olvidos, artificios ilegibles de no-escritor, o de fantasma, de mutilado oportuno, o de árbol seco. ¿Quiero decir algo con todo esto? Quiero. Pero doy por descontado la inutilidad del intento y me decido por el trapecio, esa nada que viene y va, arriesgando la caída y el murmullo –no valen gritos– en las gradas. Es puro trapecio, pues, esta voluntad de silencios y mínimas letras.

(Hasta aquí no he dicho nada y sin embargo, pareciera haber gnomos agazapados en cada coma, en cada espacio entre palabras, en cada intención, dispuestos a gritar(me) una idea central, un plot –que llaman los guionistas– que pueda poner en claro la necesidad de quien escribe. Pero los gnomos no existen, es asunto sabido, de modo que no cabe preocuparse por una imposible delación. No espere usted nada de ellos).

Me aferro al trapecio porque escribir, o mejor: decir, supone desgarros a modo de confesiones que permiten a otros mirar muy de cerca la víscera y el defecto, el devenir y el esperanto, el existir de los defectos. Y el trapecio es un no-decir, (un disfraz, un fósil) un teorema que permite especular sobre lo dicho, o mejor: lo no-dicho, pero que no se apunta a certezas. Es así como lo entretengo a usted en la forma, mas no en el fondo, del hecho que espero y de qué espero, pues dos son las circunstancias del hecho: espero a que aparezca ella que espero. Dicho así, sabe usted ahora que aguardo por una mujer (hermosa mujer). Agregaré que lo hago atrincherado tras un mocaccino humeante en una tarde lluviosa y cómplice de afectos y palabras… pero no agregaré nada más. El resto depende de los planes del silencio.

Claro que llegado a este punto puede usted rellenar los espacios huérfanos de acciones con la invención entusiasta de romances y/o entuertos. Puede también, y yo lo haría, dejar de leer –que es una manera de asesinar cuentos, cuando no autores– e invertir su tiempo en cosas más útiles, como tomarse un trago (mejor varios), hacer el amor o, simplemente, dormir. O pruebe con las tres, en esa secuencia, no se arrepentirá. ¿Y qué dirían de usted cada una de estas acciones? Nada. O por lo menos nada que yo pudiese llegar a saber. Usted es el lector, o la lectora, no puedo verlo, o verla. Ventaja feroz de quienes están de aquel lado. Yo, muy a menudo, estoy allí.

(…)

Lo de arriba, esos suspensivos entreparentesis, sucedió con la llegada de ella que yo esperaba. Interprételos como la parálisis del tiempo. Como el viento detenido en aquella tarde. Como mis manos que ya no existieron, por lo menos no para el papel. Como mis ojos que no creyeron que esta mujer, este alado portento del mundo, los mirara y sonriera. Como el perplejo tamborilero que –boom boom, boom boom, boom boom– sonaba como loco en mi pecho, ensordeciendo al regimiento, ya indefenso, de mis precauciones. Ella llegó y la tarde, fémina húmeda y solidaria, me regaló el universo.

Esperará usted que relate pormenores y sucesos, orografías obligadas en este viaje que es el conocerse y ensamblarse en palabras y respiros por un paisaje formado –y conformado– con manos que acarician cautelosas las existencias necesarias. Esperará que pase de secretos. Esperará. Pues la vulgar letra, la estúpida palabra, el árido oficio de la escritura, no le hacen justicia a las horas gratas de los humanos. El verbo podrá narrar desgracias y tristezas, pero jamás podrá contar la simple –y hasta humilde– contentura del corazón. No puedo contar la gracia. No puedo ser Dios. Ni quiero.

Puede usted considerar, entonces, y le doy toda la razón, una total pérdida de tiempo la lectura de estas líneas. Y puede más. Puede decir que es una burla, un atropello, un echarle en cara que no estuvo allí, en el lugar exacto del emocionante desconcierto. Vale, diga que me he burlado. Pero existen las circunstancias atenuantes, a saber, que a mi habitan los recuerdos y que a usted lo esperan los posibles. Salga entonces a la calle y encuentre a ese –o esa– alguien que le imponga al tamborilero en su pecho el agitado ritmo del miedo. Salga. No hay garantías, claro, pero si acaso las quiere, compre electrodomésticos.

Ya conté todo cuanto podía.

Ahora voy a comerme un Pirulín, esa otra forma del beso.


22 de diciembre de 2009

Ojos moros

...carta abierta a Sigmund Freud

When the promise was broken, I cashed in a few of my dreams.
Bruce Springsteen / The promise

Al principio fueron sus ojos. Ojos moros, almendras, diccionarios. Ojos cotidianos como rezos de creyentes, absolutos. Presentidos, que justo es decir que no los conocía aún. Eran dogmas de fe en aquellas tardes lentas en que miraba la cortina iluminada del cielo caer indiferente sobre las casas y las gentes, tardes, en fin, simples, sin consecuencias, pero con sus ojos habitando la voz áspera de Springsteen: Johnny Works in a factory and Billy Works downtown…, y aunque la canción de marras no hablaba de ojos daba igual, después de todo, no hay mayor promesa que los ojos de una mujer, o la mujer. La mujer que me aguardaba –creía yo– en algún lugar del continente, más allá del límite gris y frío de las sábanas.

Y me dio por crecer. Me dio por aguardar, que en este caso es lo mismo. Todos sabemos cuanto se espera al crecer: esperamos, por decir poco, una vida mejor, un beso milagro, una justicia que nos haga bellos, un lugar en el mundo en donde –por lo menos- no estemos de más. Ni de menos, que las matemáticas son política de números, aritmética normativa de lo demográfico. Esperaba, cómo si no, sus ojos. Voy a decirlo, no sin sentir vergüenza, tal y como es: esperaba que de las paredes, de la nada relativa de mis sueños, de los zapatos gastados, de mis poemas mediocres, de mi nombre sintomático, de mi estado procesal de quien, siendo parte en un juicio, no acude al llamamiento que formalmente le hace el juez o deja incumplidas las intimaciones de este -que es como se define a la rebeldía en un diccionario de derecho-; esperaba, decía, que desde mi pretérito futuro imperfecto y demodé, apareciera ella. Ella y sus ojos, claro, de lo contrario, cualquier ella hubiese sido lo mismo, o la misma. No sé por qué me dio por crecer.

Y crecer es un viaje. ¿O era la vida es un viaje? No importa. El viaje, en todo caso, estuvo lleno de paradas, accidentes, comida chatarra, pasajeros incontinentes, boletos cancelados, pérdidas de fe, odios recuperados, amores sin resolver. Era un viaje, pues, qué carajo, y no se puede más que ser viajero, el idiota del traje dominguero subiendo al tren. De modo que allí estaba yo, todos mis trastos empaquetados en un suspiro, con el alma en vilo, viendo pasar crepúsculos, asomado a la ventana como quien corrobora lo sabido. Esperando llegar a la Estación Ojos Moros, nombre que viene al pego en mi historia personal. Porque mi historia, como la de cualquier hombre, es una de amor. Y sí, suena cursi, pero, en mi caso, con un atenuante, no te creas: ella, es decir, ojos moros, es mi estación desde hace muchas vidas… bueno, yo creo en esas cosas.

Y llegué a la estación, ¡quién lo diría! Por supuesto, llegué con retraso, siempre es así conmigo. Llegué pasados, bien pasados, los cuarenta. Aunque debo admitir que primero, en mis treintas, vi las calles circundantes, el mapa político del sector, la orografía de sus senos, el gueto en donde viven mis pasiones, las isocronas de nuestros besos imposibles, el necesario acuífero de las caricias, los álveos en la comisura de sus ojos, la conurbación resultante de la unión de su rostro con mis sueños, esa periferia absurda de mis madrugadas. Todo eso en un segundo, justo al verla traspasar la puerta de aquel destino, o empleo, u oportunidad, o desconsuelo. ¡Qué de nombres nombran, ya me dirás tú, los oficios de los hombres!

Lo demás fue taquicardia. Es decir, conversaciones, no seamos tan cardiológicos. Aproximaciones sesgadas a la gloria del mundo. Sic Transit Gloria Mundi, que dicen. Lo demás fue fungir de notario y de testigo. Lo demás fue asombro, maravilla. Lo demás fue, después, distancia, tristeza, pérdida callada. Lo demás, qué te cuento, lo superé de vaina, cojeando sin bastón, revisando inútiles mapas de rutas de escape, apostando por las dudas y porsiacasos.

Pero pasados, bien pasados, los cuarenta –como dije varios tragos más arriba-, hubo caricias, besos, humedades, promesas. Mesas de trabajo donde discurrieron papeles blancos y manteles, magia de sudores y acuerdos, firmas de paz, bienvenidas. Hubo, creo yo, orgasmos, discursos, llantos, abrazos, conclusiones. Pero después hubo después, que es un coitus interruptus, y los acuerdos alcanzados fueron nulos, los ejércitos retirados volvieron a cuidar fronteras, a vigilar puentes. Volvieron los cartógrafos a trazar soledades, ausencias, interrogantes. Volvió esa nada que de pura nada, es todo lo que volvió. Ya ves.

Lo que sigue, de cara a loqueviene, es la espera en el limbo, esa estación equívoca, sin trenes, ni suicidas, ni viajantes.

Y yo, a estas horas, solo, borracho y con migraña, de puro terco, sigo esperando el silbido imposible del tren.

Debo estar loco, Sigmund.