20 de agosto de 2016

Cap. 3: Mañana es sólo un adverbio de tiempo

Julia contemplaba hipnotizada las bolas de masa flotando en el aceite hirviendo. El olor característico de la fritanga hacía crujir su estómago y la salivación excesiva la obligaba a tragar tratando de impedir, inútilmente, que escapara por la comisura de sus labios. De vez en cuando apartaba los ojos del espectáculo para mirar a Morgan, quien la observaba expectante, sentado a su lado, confundido sobre el estado de ánimo de su amiga, pues la chica sonreía con la tristeza muda y desamparada, típica de quien llegó tarde a salvarse. Vigila esos buñuelos, querida, procura que no se quemen, escuchó decir a la anciana quien se afanaba en colocar en orden la mesa.

La anciana sacó del caldero las últimas dos bolas de masa, las colocó en un recipiente de aluminio junto a las otras, apagó la hornilla y llevó la comida a la mesa. Julia seguía sus movimientos con la mirada sin perder detalle del hacer de la anciana y se sobresaltó un poco cuando ésta la tomó por el brazo y la condujo hasta una silla en donde la esperaban plato, cubiertos y un vaso de leche. Ven, comamos, dijo mientras colocaba dos bolas en el piso para Morgan. El perro paseó la mirada de la comida a Julia indagando sobre qué debía hacer. Come, dijo Julia y Morgan se echó feliz frente al alimento. La anciana rio y a Julia la sorprendió haber olvidado el sonido de la risa, un recuerdo recuperado también por la anciana, quien había olvidado reír. Me permites que separe dos para el vecino de enfrente, es un buen hombre. Julia la miró fijamente, aún extrañada, sobrecogida ante la humanidad invencible de aquella mujer. Es tu harina, tú decides, dijo la anciana sonriendo. Julia hizo un puchero y brotaron lágrimas lentas mientras asentía con la cabeza.


***


Dos mujeres rotas sentadas frente a frente. Un perro adormilado en la alfombra. Una lluvia atronadora demoliendo calles sucias de tanta gente sucia. Joan Manuel Serrat cantando De cartón piedra desde un apartamento cercano... había una poética extraña en la escena. Y había más: un halo de santidad perdida ─o casi, que rodeaba a la mujer más joven, quien veía, admirada, cómo la anciana limpiaba el extremo ensangrentado de la barra de acero con un trapo húmedo. No conviene cargarla así, dijo la anciana al terminar la labor. Se levantó del sillón y la colocó en el sofá, al lado de Julia. Volvió a su sillón con la lentitud y esfuerzo propio de sus años y al tomar asiento sonrió a una Julia que comenzaba a cabecear intentando no dormirse. Eres de poco hablar. No sé si eso es bueno, dijo la anciana alisando su falda. Mi nombre es Teresa, ¿y el tuyo? Julia intentó articular una frase, pero se lo impidió un peso en el alma que atenazaba su garganta. Julia… creo, se limitó a decir, luchando al mismo tiempo con un sollozo y con el sueño. Bueno, Julia, no olvides mi nombre cuando despiertes antes que yo, dijo con ternura Teresa, mientras señalaba con un guiño la barra de acero.


***


Teresa abrió los ojos, sorprendida tan sólo de poder abrirlos, y constató que las primeras luces de la mañana se colaban ya por la ventana. Palpó su cabeza con cuidado suspirando, resignada a seguir viva. Se levantó trabajosamente de la cama y contrario a lo que era habitual en ella, no entró al baño, sino que fue directamente a la sala para encontrarse con la ausencia de Julia y de Morgan. Estuvo largo rato mirando el sofá en donde la chica había pasado la noche y lamentó por lo bajo haberse hecho ilusiones con ella. Qué pena, se dijo, dirigiéndose a la cocina, en donde  encontró los platos lavados y ordenados en el escurridor. La anciana buscó con la mirada las manchas de aceite que habían dejado las bolas de masa  en el piso   pero fue inútil, habían sido limpiadas cuidadosamente. Al abrir la nevera encontró aún media jarra de leche y los buñuelos para el vecino herméticamente guardados en un recipiente plástico. Repentinamente la anciana recordó el trapo que había usado para limpiar la barra de acero. Volvió a la sala. No estaba.


Teresa evocó la mirada triste de Julia. Era de una tristeza cansada, como de quien carga el odio y la furia mezclados con la bondad, un estado a medio camino entre el estoicismo y la desesperanza. Había visto antes esa mirada ─una mañana frente al espejo, y desde entonces no pudo borrarla de su rostro. Hay miradas que no deben verse, se dijo. También hay voces que no deben hablarse, por eso creyó aquella tarde que en Julia había encontrado a su libertadora y se dispuso a cederle el pequeño nicho en que habitaba. Pero se equivocó Teresa y ahora no sabía si su soledad era más sola o si apenas se trataba de un breve intermedio antes del acto liberador. ¿Había crueldad en todo esto? Quién sabe. Lo cierto es que quien quiere morir, y no lo hace por sus propios medios, desarrolla una ética extraña.

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