9 de abril de 2009

Perros famélicos

Un muchacho pide una colaboración para una timioterapia en la salida del metro. Un poco más allá, dos niños hacen malabares con naranjas a cambio de unas monedas. Una anciana vende galletas que nadie compra. Un predicador anuncia la llegada del Señor y el cielo se pone oscuro. El aire frío y hediondo. Repentinamente escasean zaguanes y salientes y son muchas las prisas.

Va a llover, me digo. Y mucho. Con esa lluvia que no lava nada. Una lluvia que empantana calles y humedece la miseria.

El chico de la quimioterapia recibe un par de monedas, quizá tres y pronuncia un gracias tan inaudible y cotidiano como es posible. Los niños de las naranjas han desaparecido y la anciana cambia de ramo, voceando paraguas inmediatos, pues las galletas, como se sabe, se deshacen en un aguacero. Sólo el predicador insiste.

No es poca cosa la llegada del señor. Viene con rayos y huracanes. Nos advierte sobre un ejército de ángeles que cortará cabezas castigando felicidades y pecados. Habrá temblores, plagas y volcanes, enfermedades inimaginables y guerras.

Bueno, parece que ya empezó. La lluvia, claro.

Precariamente resguardada bajo sus cuadernos, Julia espera por la llegada de su madre. Hacen ya quince minutos del timbre de salida y no llega. Yo, que tengo impermeable, me acerco para ponerla debajo y junto a mi. La lluvia suele hacer esas cosas, me digo. Yo también espero que vengan por mí, le digo. Ella sonríe.

Un hombre de mediana edad pasa corriendo y me salpica. Salgo de la trampa del recuerdo para encontrarme de nuevo frente al predicador. Ya en silencio, espera, no sé qué, estoico y cristiano bajo la lluvia. Me mira, quieto como un justo. Le señalo un pequeño espacio a mi lado pero lo rechaza con una casi sonrisa, ignoro si conmovido por mi gesto o divertido por la inutilidad de los refugios. Un hedor marrón, como de abandono, emerge del alcantarillado y tan ciudadano como las ratas y las noticias, deambula el boulevard a sus anchas.

Lánzate, lánzate, le gritan a Diego que corre a primera bajo la lluvia. La pelota de goma rebota con efecto contra el filo de la acera y se le escapa a Iván quien corre tras ella, pero es tarde cuando la atrapa. Diego, en primera, espera por el turno al bate del negrito Kenni para seguir avanzando. El aguacero arrecia, el juego también. Nada como el asfalto mojado para batear rollings corticos, incogibles. Kenni rebota la pelota cinco veces contra el piso antes de batear, como siempre, mientras calcula hacia dónde debe hacerlo. Hay tensión. Un trueno ensordecedor nos estremece y desconcentra.

Todos hemos gritado. El predicador mira al cielo como esperando que tras el trueno, las huestes celestiales comiencen la campaña. Pero no llegan. No hay ángeles en las puertas del Gran Café degollando a los proxenetas que acostumbran sus mesas. Pero él espera. Le sobra confianza y tiempo. No recuerdo si el negrito Kenni llegó a batear bien, y no viene al caso. La lluvia se intensifica y la gente comienza a darse cuenta que será para largo. Unos, en consecuencia, se resignan y salen de sus refugios para intentar taxis o autobuses. Otros, piden un café. Yo, me quedo loco admirando el uniforme del liceo que se le ha pegado al cuerpo.

La blusa se ha transparentado y deja ver los sostenes que apenas si contienen sus pezones como piedras que luchan por escapar. Detallo la rigidez de sus nalgas al caminar, la cabellera mojada y salvaje, negra como las nubes, que imagino sobre mí en la cama. Escucho la voz afónica diciendo que también quiere. Que se la pasa pensando en eso. Que ganas y miedo se le confunden. Y yo desabrocho los botones y, temblando, levanto el sostén, toco sus senos morenos, los primeros, los mejores... y la vecina que pasa en el carro y parece que nos ve. Y el susto, la carrera. El mejor no que duró varios meses hasta el mejor sí.

Debo haber sonreído. El predicador parece satisfecho y sonríe, ahora sí, con todo el rostro. Quizá crea que meditaba en sus palabras. Piense que, después de todo, la lluvia me sujetó a su verbo, me lavó las culpas, me preparó para el reino. Un alma ganada, se dirá. Uno que no caerá, pareció decir. Y extiende sus brazos mientras camino hacia él, listo para la lluvia.

Olvídalo, amigo, le digo. No vendrán. todo está muy sucio.

Bajando hacia la avenida, un enorme cerro de basura se desparrama por el peso del agua. Un indigente trata de rescatar algo comestible. Un hijo de puta le grita que busque bien, que hay lomito. Los demás ríen. Sólo un perro, triste y desnutrido, lo observa compasivo. Tal vez los ángeles son perros famélicos. Después de todo, no hay nada que rescatar.

Es una mierda esta ciudad. Hace de la lluvia un defecto.

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