10 de junio de 2017

Cap. 9: El origen de las especies

El detective Rodríguez vio el pequeño sobre amarillo en su escritorio acomodado justo sobre la pila de carpetas que contenían cientos de casos sin resolver y que con deliberado estruendo depositara al lado del teléfono Milena, la multioperada, como llamaban en la delegación a la secretaria del Capitán. Órdenes superiores, dijo lacónica mientras se alejaba. Eso había sucedido apenas diez minutos atrás, de modo que aquel sobre lo dejaron allí mientras estuvo en el baño.

Levantó el sobre y leyó la frase escrita con hermosa caligrafía: «Rodríguez, Corona & Co». En el dorso no había nada escrito. Palpó con cuidado el sobre y sintió un pequeño objeto dentro y al seguir el contorno supo que se trataba de un pendrive. Se apresuró a abrir el sobre. Dentro había también una nota:

«He pensado que algún día me llevarías a un lugar habitado por una araña del tamaño de un hombre y que pasaríamos toda la vida mirándola, aterrados». Feodor Dostoievski.

Rodríguez sintió cómo se le erizaban los vellos de la nuca y un enorme agujero, causado por un miedo repentino y portentoso, se instaló en su estómago. Levantó la mirada hacia el escritorio del detective Corona, quien fingía leer un informe de criminalística. Siempre fingía leerlos. Lo llamó con voz asustada: ¡Corona! El hombre levantó los ojos del informe y al ver el rostro de Rodríguez supo que se aproximaban tiempos negros. Negrísimos.


***
Eran tres. Un adulto y dos cachorros. Hurgaban entre la basura y se apresuraban a masticar cualquier cosa que pudiesen comer. De vez en cuando se miraban de reojo, vigilándose. Intentaban mantener sus porciones a salvo del vecino, sin duda miembro de la manada, pero también un potencial adversario en tiempos de poca comida. Sucios, flacos, desgastados, arrastrados por las circunstancias a habitar ambientes extremos antes reservados solo a las bacterias y a los carroñeros. Aquello era la evolución en marcha, ocurriendo ante la mirada de cualquiera que observara con el ojo entrenado por Darwin. Para quien no, era una desgracia en directo. Para ella era ambas cosas. Era así como la supervivencia del más apto perdía su belleza natural y devenía acto contra natura.

El más pequeño de los cachorros vio la sombra de la mujer proyectada sobre la pared y se giró rápidamente, sobresaltado. La miró detenidamente de arriba abajo y luego dejó sus ojos clavados en los de ella, atento, vigilándola. El adulto tomó la porción de comida de la mano del pequeño y al notar que este no oponía resistencia se dio vuelta para ver a donde éste miraba. Su expresión primera fue de sorpresa pero luego, al notar la bolsa que la mujer tenía en la mano, cambió con la tensión expectante de quien se dispone a atacar y calcula, depredador y oportunista, sus oportunidades en las debilidades de la víctima. Ella no se inmutó y le dedicó una sonrisa triste. Levantó la bolsa para mostrársela. No será necesario, dijo, y se adentró al final del callejón seguida por la manada.

Los cuatro se miraron varios segundos que parecieron eternos hasta que ella rompió el silencio: Puedo conseguirte más, pero primero debes hacer algo por mí. El hombre la miró con desconfianza pero interesado. ¿Qué quiere que haga?, dijo mientras veía alternativamente los ojos de la mujer y la bolsa con comida. Sólo debes llevar este sobre hasta la Delegación de la Policía Especial que está al final de la calle, respondió ella con confianza, calibrando al sujeto. ¿Por qué no quitarle la bolsa de una vez?, dijo el hombre enseñando un cuchillo que sacó detrás del pantalón.

La mujer tragó saliva. Por un momento tuvo dudas sobre si aquello había sido una buena idea. Se quedó paralizada viendo el arma y meditó sus próximas palabras con cuidado. Porque debajo de toda esa mugre hay un padre que aún vela por sus hijos. ¿Son tus hijos, verdad?, el hombre asintió con la mirada húmeda y miró a los pequeños. Bueno, no querrás que prueben auténtica comida solo por hoy. ¿Y tu mujer?, el hombre guardó el cuchillo y un par de lágrimas comenzaban a bajar por sus mejillas. Murió, dijo, intentando controlar el llanto. Siento escuchar eso, se lamentó la mujer. ¿Dónde vives?, preguntó, ya dueña de la situación, mientras le extendía el sobre al sujeto. En la calle. Me echaron de mi casa por protestar y se la dieron a otra gente. El hombre tomó el sobre. Deja a los niños conmigo. Cuando regreses te llevaré a donde están las otras bolsas. El hombre caminó lentamente hacia la delegación.

A ver niños, ¿quién quiere chocolate?, dijo la mujer mientras sacaba dos barras de los bolsillos. Los pequeños comenzaron a saltar de alegría.


***
No entiendo para qué darle pistas sobre nosotros a la policía, dijo Eugenio mientras jugaba con el pendrive, haciéndolo girar en la mesa. Hay que apurar un poco las cosas, querido. Además, acordamos en que necesitamos a alguien dentro de la policía, respondió Teresa colocando los platos en la mesa. No me gusta, intervino Julia mientras preparaba cinco bolsas con comida que llevarían en la misión. ¿Y la manera de conseguir un cómplice es delatándonos?, insistió Eugenio. ¡No exageres! Además, tengo un buen presentimiento sobre el Detective Corona, lo he estado observando… ¡confíen en mí, por dios!, dijo la anciana haciendo un ademán de invitación a la mesa.

Comían ensimismados cada uno en sus pensamientos. Julia y Eugenio con expresión preocupada. Teresa, francamente divertida, los miraba cada tanto y sonreía. Eugenio rompió el silencio: Es arriesgado. ¡Y peligroso! Los zamuros pueden ser gente violenta, dijo mirando fijamente a Teresa. No hay de qué preocuparse. Julia y Morgan irán conmigo. Dejaremos cuatro bolsas en un lugar seguro y luego me seguirán discretamente a distancia prudencial. En cuanto a los zamuros, ya localicé a uno que podría servir. Se le ve vulnerable y tiene dos niños, no creo que sea un peligro. Julia observó a Morgan, quien ya daba las últimas dentelladas a su hueso. El perro levantó la vista y se la quedó viendo, también preocupado. No me gusta, dijo Julia, pero estaremos allí. Morgan ladró una vez y se sentó sobre sus cuartos traseros. Julia lo acarició.

Una familia, pensó Teresa.


***
¡No me jodas!, ¿una foto de un perro echado en la acera? ¿Eso es todo?, exclamó Rodríguez al abrir el único archivo que contenía el pendrive. Estaba indignado por partida doble: por lo pobre de la pista y por haber sentido miedo por nada. Corona observó la foto ignorando al perro y detallando los alrededores. No era un plano cerrado, de modo que en el cuadro entraban algunos elementos en los que se fijó atentamente. Sonrió. ¡Bueno, a leer a Dostoievski!, dijo dándole unas palmadas a Rodríguez en el hombro. Rodríguez lo miró molesto. Esto no es «Seven», le espetó. Corona dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida.

Ni yo Brad Pitt, le escuchó decir.

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