9 de abril de 2009

De caderas y vientres

Siente la leve descarga de la estática en la nuca. Los dedos rozan la piel investigando poros y ganas y ella, mujer de ganas constantes, los deja hacer, convencida como está, de que el cielo se alcanza con gemidos. Sara, que así se llama, nota los dedos deslizarse sin prisas. Redentores y golosos, lúdicos y expertos recorren su barbilla y sus orejas y premian una sonrisa nerviosa ingresando en su boca y tomando entre ellos con delicadeza de joyero la deliciosa lengua que se ofrece sin pudor. Al salir, juegan un poco con sus labios y se disponen a bajar, lubricados y felices, siguiendo la caída que desde su mentón conduce a la parte baja del cuello y desde allí, espera ella, a la región suave y aterciopelada entre sus senos. Su respiración se hace errática y agónicos gorjeos llenan la habitación provocando una atmósfera íntima y lasciva que aleja la hipócrita virtud de la decencia. Aquellos dedos milagros toman los botones de la blusa y deshacen uno a uno la prisión de los pechos. Liberados y urgidos, los pezones se hinchan y piden ser usados a placer y deja escapar un grito ahogado y profundo al sentir cómo índice y pulgar aprietan con ternura y lujuria a un tiempo. Sara comienza a danzar las caderas y siente placeres como ángeles cuando más dedos se deslizan lentamente hasta su vientre, dejando a los otros atrás, en el alminar de sus pechos. Hace calor y una gota de sudor resbala hasta el ombligo invitando a los nuevos dedos a chapotear en ella antes de seguir el inevitable camino hacia los pozos profundos de las ganas. Tensos los muslos, elevan su agradecido sexo que invita a la entrada dejando escapar líquidas perlas tibias y se prepara para ser feliz una vez más. Susurra un me gusta tanto mientras eleva y desciende rítmicamente sus caderas y navega el placer en círculos. Sara sonríe descarada y hermosa y su rostro iluminado es el de una diosa única y poderosa.

Una que no abre los ojos para no ver su soledad.

La palabra del señor

- Amigo vengo a ofrecerle la palabra del Señor.

¡Vamos!... hacía calor, estaba fastidiado y, seamos honestos, me encanta joder a los evangélicos. Yo soy así.

- ¿Perdón? – Levanté la cabeza de mi ejemplar de Urbe Bikini para ver al predicador, quien, como si de verdad hubiese sido enviado por Dios, observaba con talante indignado y prepotente, de lo más Moisés ante la adoración del Toro de Oro, las fotos de ese VERDADERO milagro del cielo que es Mónica Pasqualotto.

- La palabra del Señor. La puede usted leer en este ejemplar de...

- ¿Es como una guía, un manual, las instrucciones de mi mp3? - Interrumpí.

- Mejor. Es una vía para alcanzar el cielo.- Dijo con sonrisa de vendedor de seguros.

- ¡No me jodas!

Me levanté de un salto y tapé la boca del salvador de mi alma. Miré en todas direcciones y bajando la voz lo reprendí por imprudente: - ¡Eso es ilegal, pendejo! Además en esta plaza hay cámaras, micrófonos y espías por todas partes. ¿Ves aquella viejita? Esa caraja es agente de la DEA. ¿Pero qué pasa con ustedes? ¡Esto no es Ámsterdam, becerro. Esto es Caracas!

Nervioso, no, asustado, intentó recomponerse y recobrar algo de la dignidad inicial. Trató de señalar el ejemplar de Despertad, pero lo cubrí con las caderas de la Pascualotto y señalé a la viejita con la boca.

- Pero yo sólo quiero...

- ¡Cállate gafo! ¿El Señor no te enseñó técnicas para abordar a la gente? No puedes andar por allí ofreciendo esa vaina como si fuera una Biblia. ¿Qué tal si yo fuera un puritano evangélico y empiezo a gritar y a llamar a la policía? ¿Ah?

- ¡Pero usted no entiende!... Iba a ofrecerle...

- No digas nada. Yo entiendo, créeme. Seguro estás pelando bolas y quieres ponerte en unos reales fáciles y bueno, qué carajo, el señor es mi pastor, ¿ah? – Dije guiñándole un ojo.

Él estaba confundido y comenzaba a verme como a un loco peligroso.

- Es... mi... passs... tor... ¿Entiendes? Tú sabes: ¿pastor?... ¿mula?... Olvídalo.

Lo rodeé por los hombros y comencé a caminar con él alejándolo de allí. Tomé el ejemplar de Despertad sin apenas mirarlo, rápidamente, y lo puse dentro de la Urbe Bikini. Hay algo de Justicia Poética en eso, ¿no?

Una vez suficientemente alejados de la gente, me paré frente a él, a menos de 15 centímetros y lo emplacé:

- ¿A cómo el gramo? - Dije mirándolo fijo a los ojos y componiendo un gesto terrible, de esos en los que no sabes si están por asesinarte o jugarte una broma.

- ¿Cómo? No entiendo - Tragó saliva.

- ¡¿Que cuanto cuesta el gramo, muchacho marico?! – Dije agitando las revistas en mi mano.

- ¿Pero si no sé cuanto pesa?

- ¡Tú si eres pollo, mi pana! ¿También te tengo que enseñar? A ver, ¿qué más tienes en ese maletín? ¡Sólo dímelo, no lo abras!

- Bueno... esteeee. Tengo Despetad y Atalaya.- Dijo casi sollozando.

- ¿Atalaya? Ufff. Debe ser fuerte. ¿No tienes piedra? - Dije ansioso, simulando comer la uña de mi pulgar derecho y desarrollando un tic nervioso en el ojo mientras miraba, paranoico, en todas direcciones.

- ¡Contesta, pues! Piedra, ¿tienes piedra?.

- ¿Esa la hace quien? - Ya casi lloraba.

- ¡Mira, carajo! ¿A quién le robaste tú esta vaina que no sabes ni siquiera lo que llevas ni cómo se vende? - Dije tomando el maletín.

- ¡No señor yo no he robado a nadie! Yo...

- ¡Robaste al Señor! ¡Coño, le robaste al Señor!

El tipo entró en pánico y me empujó arrojándome al suelo mientras me arrebataba el maletín. Era justo lo que necesitaba. Comencé a gritar con fuerza mientras me incorporaba: Agárrenlo, agárrenlo, me robó el maletín y dos amables policías lo persiguieron listos para molerlo a palos. Ya saben, ¡son tan abnegados! Recuerda: el policía es tu amigo.

Me apresuré a bajar al metro. No me gusta meterme en esas cosas.

Regalé la revista a un niño que pasaba (¡la Despertad, degenerados, no la Urbe Bikini, yo soy un buen tipo!) y tomé el tren.

Sentado en un asiento para la tercera edad, miraba embelezado a la Pasqualotto.

Ummmm... voy a arder en el infierno.

¡¡¡Nah!!!.....

Mensaje en una botella

En estas tardes en que la lluvia entorpece los minutos. Estas tardes en que camino viejo y sabio sin notar el tiempo ni las vidrieras. En estas tardes en que te encuentro y me pregunto si es destino o similitud de horarios. En estas tardes en que la noche acude temprano a la cola del colectivo. En estas tardes en que espero no sé qué no sé cuando. Tardes sin presagios y de pocas plantas. Tardes deshabitadas y tardes. En estas tardes en que la muerte no me importa y la vida es un antojo solidario. En estas tardes en que lloré por canción ajena y reí por estupidez propia. Tardes tan cortas en mis respiros y tan largas en tus quehaceres. En estas tardes en que no pude evitarlo.

Te he estado preguntando.

No me gusta dar consejos

No me gusta dar consejos. En serio. La gente nunca hace lo que le digo y cuando lo hace, si las cosas salen mal, terminan por culparme de sus desgracias. No entienden que es sólo un consejo, no una orden. No me gusta dar consejos.

Citaré un ejemplo reciente: Rebeca. Rebeca es morena, alta, está más buena que Chiquinquirá Delgado y es más inteligente que Stephen Hawking. Le sobra el dinero y, por supuesto, le sobran los pretendientes. Pero tiene un defecto terrible: es insegura. ¿Pueden entender esto?: Está graduada en Matemáticas en la Simón Bolívar y tiene un Doctorado del MIT en Topología, y le avergüenza decirlo porque siente que espanta a los hombres... ¡pero no se pone hilos dentales porque envío el mensaje equivocado, Miguel! Por supuesto, jamás pregunto cual es el mensaje correcto, ya estoy muy viejo para eso.

No me gusta dar consejos. De modo que aquella tarde en que Rebeca llamó para invitarme unos tragos sentí cómo la tensión me aplastaba. Amigui es que necesito consultarte algo, dijo. Yo traté de inventar una excusa creíble y amable pero ella cortó el asunto por lo sano: No acepto un no por respuesta, amigui. Además, ya estoy estacionada en frente. Baja. La vi desde el balcón en su descapotable y maldije por lo bajo mi mala suerte. Coño, Beca, no me gusta dar consejos. Escuché una carcajada y el típico ¡ay, tú si eres ocurrente! Bajé, claro.

Instalados en el bar de costumbre, en la mesa de costumbre, comencé con la protesta de costumbre: Coño, Beca, no me gusta dar consejos, y apuré el trago de tequila en un solo envión. ¡Ay, Miguel, los amigos son para apoyarse, vale! Necesito tu sabiduría, ¿sabes? No me dejes sola en esto, remató la frase tomando una gran bocanada de aire que, inevitablemente, elevó hasta el empíreo esas maravillas arquitectónicas que son sus senos. Me serví de la botella otro trago y lo bajé de una. Está bien, pero no te pongas así, dije temblando. Tranquilo, hoy no estoy tan triste, ayer... No, interrumpí, que no te sientes así, erguida, me pones nervioso, dije mirando a otro sitio. Carcajadas y de nuevo ¡ay, tú si eres ocurrente!

Bien, allí estaba yo, cerca, muy cerca del coeficiente intelectual más elevado y mejor dotado de piel en todo el planeta a punto de traicionar, una vez más, mis principios: ¡coño, que no me gusta dar consejos!

Mira, estoy en una disyuntiva: me ofrecen un trabajo de investigación en mi área en la Universidad de Helsinki, bien remunerado y muy interesante y, por otro lado, estoy enamorada... ¿Qué hago? Su índice pasó del trago a la boca y lo dejó allí un rato mientras esperaba, jugueteando con él, concentrada como un felino, por mi respuesta.

¿Tienes algo con el tipo?, dije con un hilo de voz. No, ni siquiera sabe que lo amo, aseguró sonrojándose. ¿Y él te ha dicho algo, es decir, te corteja? ¡Eh, eh, eh! ¡No me vengas con tu “es que me quiere llevar a la cama”! Ya te explicado que seguramente es así, pero que no es sólo eso y además no tiene nada de malo, dije aleccionador y tratando de hacer lo mejor por mi amiga.

Mira, no importa lo que yo haga, él me ignora. Como mujer, quiero decir. Hablamos y esas cosas, pero no me para en lo más mínimo. Estaba triste, Beca, y eso no puedo soportarlo... tampoco el escote, de modo que traté de ser lo más ecuánime posible. Bueno, Beca, ¿por qué no haces avances tú? Dile que te gusta, que si él quiere te quedas o te vas con él, qué se yo. Tal vez el tipo es tímido. Imaginé a mi amiga rodeada por colegas rubitos en Helsinki y entristecí un poco. Tan lejos Helsinki, coño. ¿Cuanto costará un pasaje?, pensé.

¡Pero si he hecho de todo, Miguel! Soy especial con él, vivo pendiente de sus cosas, me visto coqueta para él... bueno, he agotado todos los recursos. No sé. No, si sé. No le gusto, eso es todo, dijo suspirando. ¿No será gay?, inquirí, después de todo, parece lo más lógico, dada las circunstancias: ¡aquél mujerón! No, vale, para nada. Yo le he conocido varias novias. Bueno, creo que la conclusión es obvia, ¿verdad? ¿Debo irme?

Mira, Beca, ese tipo es un güevón. Lo que sucede es que tiene miedo de tu inteligencia, porque es imposible que no le gustes. ¡Sólo mírate! Eres bella, inteligente, simpática y dulce. ¡Coño, ¿qué más se puede pedir?! Olvídalo. Ese seguro es un patán que quiere una mujer sumisa y entregada a él, de esas que dicen ¿papi tú me quieres? cuando le traen el cafecito a la mesa. Olvídalo, ¿si? No te merece. Ve a hacer tu vida en Helsinki y llénate de éxitos.

No me gusta dar consejos. Por eso cuando Beca me envió aquel email desde la lejana Finlandia, la desazón se pegó a mi pecho como un percebe drogado. Lo leí miles de veces aferrado a mi botella de vodka y maldije mil veces aquella traición a mis principios:

Querido, Migue... no sabes lo triste que me sentí aquella tarde en que te dejé en ese miserable hueco en que habitas y salí a casa a hacer maletas para largarme. No entiendo por qué no me quisiste nunca. ¿Coño, no me deseabas ni siquiera un poco? Me hubiese quedado con gusto. Hubiese mandado al carajo cualquier proyecto con tal de estar contigo. ¿Crees que soy feliz en este trabajo? ¡Si ni siquiera me gustan las matemáticas! ¡Eres un estúpido arrogante! ¡Qué poco hombre resultaste: aquella tarde intenté provocarte de todas las maneras posibles y ni siquiera te excitaste conmigo! Me das lástima. Cualquier otro hubiese tenido solidaridad de amigo y me hubiese dado el placer que necesitaba sentir y que pedía con todo mi cuerpo. Cualquier otro, pero tu eres Miguel el Imperturbable.

Hace tanto frío en Helsinki... y estos finlandeses de mierda no saben darle calor a una mujer.

No contestes este mail. No pienso leer lo que escribas y no me comunicaré más contigo. Ya sabes que soy mujer de una sola palabra.

Tú te lo pierdes. Adiós

Beca.


Hubo un piadoso silencio de los amigos, mientras miraban a Miguel con los ojos perdidos en el mail impreso.

-Coño. No me gusta dar consejos, dijo apurando un trago.

-Mira, Miguel, déjame darte...

Shhhhh!, interrumpió. Tampoco me gusta escucharlos.

Tan lejos Helsinki, coño, pensó.