24 de agosto de 2016

Cap. 4: Refugios de donde huir

Si lo miras detenidamente puede que encuentres belleza en él. Siete pisos de historias, alumbradas precariamente por las noches, se apilan en su herrumbre. Aquella mañana, el sol naciente hurgaba entre las grietas de la fachada, revelando el leve movimiento de las antenas de las hormigas quienes esperan, disciplinadas y muchas, por la primera feromona que incite a la marcha. En la escalera de entrada, pequeños hierbajos asoman entre la unión de los escalones y salpicadas por aquí y allá, manchas de mugre dan fe del paso del hombre por la existencia de la piedra. El pasamano derecho, vulnerable y leproso, comienza a perder pedazos y bajo el brillo del sol sus escamas se expanden como pétalos de flores férricas y oscuras.

Al lado de la puerta, un rectángulo de metal opaco muestra la nomenclatura de la soledad humana en dígitos y letras; callado como una tumba, de su bocina sólo emerge una cucaracha, ignorando que pronto será transportada en pedazos por una fila de hormigas. Al cristal de la puerta lo habitan huellas de manos, dos agujeros de bala, un verso escrito con marcador indeleble y que alude a la madre de algún vecino y varias capas de limpia vidrios que nunca se removieron del todo. En un pequeño pedazo milagrosamente impoluto del cristal, un rayo de sol impacta, se refleja y comienza a moverse lento y constante corroborando la danza del planeta. Es un destino aquel edificio, un hado, más bien, y como es de esperar, posee la cualidad irresistible de lo inevitable y una ominosa manera de parecer hospitalario.

En el vestíbulo, un espacio de fantasmas utilitarios, buzones abiertos esperan por papeles, tinta y afectos que no existen más que en el remoto pasado del sistema postal, y es que la gente se fue tanto y tan lejos que ya no es gente, sino recuerdos que transmigran inexactos. Al lado de los buzones, un espejo intenta ser espejo y devuelve para nadie, por costumbre y disciplina, la imagen del hombre taciturno e incompleto que mira extático el recipiente de plástico que asoma por la oscura boca del casillero 1-A3. En un rincón, una maceta exhibe restos de cigarrillos y fracasos botánicos en donde una lagartija espera, como todos, quién sabe qué vida. Dos ascensores que alguna vez deambularan del infierno al cielo permanecen detenidos, sin tiempo, como monumentos postsoviéticos. En uno de ellos, cadáveres de memorias se dispersan en el piso, escapados, ya secos, de las telarañas que arriba vibran y despiertan del quieto letargo a sus dueñas. Del otro poco sabemos, el acero rayado y deslucido de sus puertas permanece cerrado. En el techo de la antesala, una lámpara absurda de cientos de cristales ha derrocado a la gravedad y en sus ocho brazos sólo dos bombillas se atreven a la existencia. Es un cefalópodo de pocas luces, dijo alguna vez la anciana del primer piso, de acento extranjero y frases ingeniosas.

Las escaleras aguardan en penumbras por las pocas almas que aún pueblan el edificio. Mientras subes, si eres paciente y dispones de linterna, puedes leer cientos de frases que se sobreponen, entre tachaduras y enmiendas, unas a otras, disputándose la pared. Reclamos de amor no correspondido se codean con propaganda política, anuncios de venta de casi cualquier cosa y hasta ofertas de exquisitas felaciones acompañadas de números de celulares. Los ubicuos ojos de El Gran Padre no podían faltar y vigilan, multiplicados e inútiles, la geografía bidimensional de los sueños rotos y las promesas incumplidas. En el descanso, esos eternos ojos reposan sobre una ondulante bandera roja acompañados de la frase …la lucha sigue! Cuenta una leyenda que en algún momento, alguien que dejaba para siempre el edificio pasó por allí y escupió sobre la pinta. Pronto, a los idos se les sumaron los dejados y después todo aquel que pasara por allí y tuviese motivos para homenajear a El Gran Padre. Todos. El lugar fue bautizado con el nombre heroico de El paso del gargajo. Más allá, justo antes de ingresar hacia el primer piso, han escrito sobre el arco de entrada Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza… quizá porque el infierno sigue quedando arriba.

El largo pasillo está precariamente iluminado por mezquinas ventanas que dan al exterior y lo flanquean diez puertas que, enrejadas, intentan mantener a sus pocos habitantes alejados de la estadística. Una rata ingresa veloz al cuarto de la basura, en donde cientos de bolsas obstruyen el bajante del que escapa un olor rancio, a cosas podridas hace mucho tiempo y que ahora no son más que momias de la existencia humana. El yeso del cielo raso exhibe manchas de moho separadas a intervalos irregulares y en línea recta, evidenciando roturas en una tubería que perpetúa su gangrena amparada en la desidia. La fila de rectángulos de aluminio que alguna vez fueron lámparas, ahora son accidentes esperando por ocurrir, apenas sostenidos por el cada vez más débil cielo raso.

Eugenio coloca el recipiente plástico en el piso. Introduce la llave en la cerradura, la gira y antes de entrar se da vuelta y contempla un rato la puerta del apartamento 1-B3. Suspira. Después se agacha, toma el recipiente y entra.

20 de agosto de 2016

Cap. 3: Mañana es sólo un adverbio de tiempo

Julia contemplaba hipnotizada las bolas de masa flotando en el aceite hirviendo. El olor característico de la fritanga hacía crujir su estómago y la salivación excesiva la obligaba a tragar tratando de impedir, inútilmente, que escapara por la comisura de sus labios. De vez en cuando apartaba los ojos del espectáculo para mirar a Morgan, quien la observaba expectante, sentado a su lado, confundido sobre el estado de ánimo de su amiga, pues la chica sonreía con la tristeza muda y desamparada, típica de quien llegó tarde a salvarse. Vigila esos buñuelos, querida, procura que no se quemen, escuchó decir a la anciana quien se afanaba en colocar en orden la mesa.

La anciana sacó del caldero las últimas dos bolas de masa, las colocó en un recipiente de aluminio junto a las otras, apagó la hornilla y llevó la comida a la mesa. Julia seguía sus movimientos con la mirada sin perder detalle del hacer de la anciana y se sobresaltó un poco cuando ésta la tomó por el brazo y la condujo hasta una silla en donde la esperaban plato, cubiertos y un vaso de leche. Ven, comamos, dijo mientras colocaba dos bolas en el piso para Morgan. El perro paseó la mirada de la comida a Julia indagando sobre qué debía hacer. Come, dijo Julia y Morgan se echó feliz frente al alimento. La anciana rio y a Julia la sorprendió haber olvidado el sonido de la risa, un recuerdo recuperado también por la anciana, quien había olvidado reír. Me permites que separe dos para el vecino de enfrente, es un buen hombre. Julia la miró fijamente, aún extrañada, sobrecogida ante la humanidad invencible de aquella mujer. Es tu harina, tú decides, dijo la anciana sonriendo. Julia hizo un puchero y brotaron lágrimas lentas mientras asentía con la cabeza.


***


Dos mujeres rotas sentadas frente a frente. Un perro adormilado en la alfombra. Una lluvia atronadora demoliendo calles sucias de tanta gente sucia. Joan Manuel Serrat cantando De cartón piedra desde un apartamento cercano... había una poética extraña en la escena. Y había más: un halo de santidad perdida ─o casi, que rodeaba a la mujer más joven, quien veía, admirada, cómo la anciana limpiaba el extremo ensangrentado de la barra de acero con un trapo húmedo. No conviene cargarla así, dijo la anciana al terminar la labor. Se levantó del sillón y la colocó en el sofá, al lado de Julia. Volvió a su sillón con la lentitud y esfuerzo propio de sus años y al tomar asiento sonrió a una Julia que comenzaba a cabecear intentando no dormirse. Eres de poco hablar. No sé si eso es bueno, dijo la anciana alisando su falda. Mi nombre es Teresa, ¿y el tuyo? Julia intentó articular una frase, pero se lo impidió un peso en el alma que atenazaba su garganta. Julia… creo, se limitó a decir, luchando al mismo tiempo con un sollozo y con el sueño. Bueno, Julia, no olvides mi nombre cuando despiertes antes que yo, dijo con ternura Teresa, mientras señalaba con un guiño la barra de acero.


***


Teresa abrió los ojos, sorprendida tan sólo de poder abrirlos, y constató que las primeras luces de la mañana se colaban ya por la ventana. Palpó su cabeza con cuidado suspirando, resignada a seguir viva. Se levantó trabajosamente de la cama y contrario a lo que era habitual en ella, no entró al baño, sino que fue directamente a la sala para encontrarse con la ausencia de Julia y de Morgan. Estuvo largo rato mirando el sofá en donde la chica había pasado la noche y lamentó por lo bajo haberse hecho ilusiones con ella. Qué pena, se dijo, dirigiéndose a la cocina, en donde  encontró los platos lavados y ordenados en el escurridor. La anciana buscó con la mirada las manchas de aceite que habían dejado las bolas de masa  en el piso   pero fue inútil, habían sido limpiadas cuidadosamente. Al abrir la nevera encontró aún media jarra de leche y los buñuelos para el vecino herméticamente guardados en un recipiente plástico. Repentinamente la anciana recordó el trapo que había usado para limpiar la barra de acero. Volvió a la sala. No estaba.


Teresa evocó la mirada triste de Julia. Era de una tristeza cansada, como de quien carga el odio y la furia mezclados con la bondad, un estado a medio camino entre el estoicismo y la desesperanza. Había visto antes esa mirada ─una mañana frente al espejo, y desde entonces no pudo borrarla de su rostro. Hay miradas que no deben verse, se dijo. También hay voces que no deben hablarse, por eso creyó aquella tarde que en Julia había encontrado a su libertadora y se dispuso a cederle el pequeño nicho en que habitaba. Pero se equivocó Teresa y ahora no sabía si su soledad era más sola o si apenas se trataba de un breve intermedio antes del acto liberador. ¿Había crueldad en todo esto? Quién sabe. Lo cierto es que quien quiere morir, y no lo hace por sus propios medios, desarrolla una ética extraña.

14 de agosto de 2016

Cap. 2: El Estado de las cosas

Las posesiones de Julia sumaban harapos, periódicos, cartones, hambre y un perro de raza imprecisa que la seguía a todos lados. Morgan, lo llamaba ella. Lo encontró cobijándose de la lluvia en el zaguán en que acostumbraba dormir y sin pensárselo mucho, le hizo espacio entre los cartones para que se echara a su lado. Era vieja, Julia: diecisiete años, cuarenta y cinco kilos, tres violaciones e interminables noches de miedo la convirtieron en el despojo que era.  Pero además, Julia era una furia y estaba destinada al fuego.

***

Después de horas de acecho a la fila de infelices, Julia por fin veía cercano el premio a su esfuerzo. Siguió con la mirada al hombre que con gran denuedo intentaba cargar la bolsa con los productos recién comprados. No era mucho el contenido, apenas un paquete de harina de maíz, una botella de medio litro de aceite vegetal y una bolsa de leche en polvo, pero la extrema delgadez del sujeto convertía la simple acción de acarrear aquel peso en un acto titánico. Un Sísifo moderno y desvalido a punto de ver rodar su roca. ¡Ve!, le dijo Julia a Morgan, y éste se apresuró a interpretar su papel.

El hombre estaba conmovido con la ternura mostrada por aquel perro que retozaba a su alrededor. Morgan movía la cola frenéticamente y daba saltos y giros cómicos interrumpiendo la marcha del sujeto. Llegó incluso a comportarse como un gato frotándose a sus piernas en movimientos sinuosos y afectivos. El hombre le acarició la cabeza e intentó continuar, pero Morgan se paró sobre sus patas traseras y lo miró con la lengua afuera en un gesto de amistad irresistible. Combatiendo el cansancio, el sujeto se inclinó para mostrarle la bolsa, abriéndola y permitiéndole olisquear en su interior. No tengo nada para ti, amiguito, dijo con tristeza y respiración entrecortada. Luego sintió el golpe redentor, un dolor último que lo liberaba de sus miserias. Cayó sobre la acera convulsionando y otros tres golpes apagaron sus luces y sus estertores. Pero para mí sí, dijo Julia mientras recogía la bolsa y se alejaba con un Morgan ahora feroz, dispuesto a cuidar de su amiga, determinado a impedir sorpresas.

***

Agotada por el esfuerzo, Julia se sentó en los escalones de la entrada de un edificio cercano al zaguán que era su hogar. Colocó la gruesa barra de acero a su lado y al ver los restos de cabello y sangre en un extremo lloró amargamente. Morgan gimió y apoyó su cabeza en las piernas de la chica. Julia abrió torpemente la bolsa de leche en polvo y, mientras sollozaba, comenzó a sacar porciones que llevaba alternativamente a su boca y a la desesperada lengua del perro. Al tragar por tercera vez, la depredadora sintió romperse el mundo dentro de ella. Pensó en leones, en la utilidad de matar a la gacela para comerla. Al alejarse el león, pensó, deja atrás restos de comida. Pero ella sólo dejó una víctima, una cosa, un animal venido a menos que no alimentaría nada, salvo el dolor de los suyos y el de ella. Julia reprimió un grito. Por primera vez sentía pena por uno de sus anónimos, como los llamaba, y la potencia de aquel extraño sentimiento la sacudió de un modo violento. No soy humana, se dijo en voz baja y entonces sucedió el destino:

Así no es de utilidad. Julia se dio vuelta buscando, desconcertada, la voz. Detalló por un segundo a la anciana, sorprendida de que alguien le hablara. La leche… es mejor beberla, y con la harina y el aceite podrías freír masa y comerla, dijo la anciana al ver la confusión en el rostro de Julia. Ven, en casa podrás cocinar, y con gesto amistoso la invitó a entrar.

Quizá fuera la desolación la que impulsó a Julia a levantarse apoyándose en la barra de acero e incorporarse al hábitat humano representado por una anciana que la esperaba sonriendo. Moría la tarde y amenazaba con llover. Trae al perro.