2 de enero de 2018

Cap. 12: La urdimbre

Corona tragó grueso y lentamente se separó de Teresa. Trató de recomponerse y adoptó una postura erguida en su silla sin quitar la vista de los ojos de la mujer quien repentinamente sonrió, aparentemente relajada. Cuidado, Corona, esta mujer es peligrosa, pensó.

¿Por qué... o para qué, me convocó aquí?, dijo el detective intentando mostrar su mejor cara de póquer. De nuevo la marcha de tambor en su pecho.

¡Oh!, ¿ya empezamos el interrogatorio, querido? Yo esperaba un inicio más casual. ¿Qué estabas escuchando?, preguntó Teresa señalando los audífonos que colgaban en los hombros de Corona. El detective forzó una sonrisa.

Desire, de Talk Talk. ¿Los conoce? La anciana lo miró varios segundos sin decir nada, calibrándolo. Corona tosió. No importa, me ayuda a pensar y…

Más bien por qué y para qué, detective. ¿Por qué? Porque confío en usted. ¿Para qué? Porque necesito información, lo interrumpió la anciana y le dio unas palmaditas en el dorso de la mano derecha dejándola apoyada delicadamente. Corona retiró su mano fingiendo acomodarse el cabello y ella bajó la vista hasta donde estuvieron unidas ambas, segundos después levantó la mirada y la fijó en los ojos del detective. Una mirada amenazante, poderosa. Corona tragó grueso.

Pensé que usted tenía información que dar, reaccionó el detective tratando de tomar el control de la conversación. Se tomó su tiempo para seguir. Teresa esperaba impasible. No es usual que…

Yo pienso mientras hago ganchillo. A mi edad buscarse una canción para eso es francamente ridículo y ya no recuerdo las de mi juventud, dijo Teresa mientras examinaba la portada de la revista. La mujer volvió a levantar la mirada hasta los ojos de Corona. Esta vez su expresión era triste y el detective se maravilló de cómo en segundos pasaba de amenazante a amable y después a desvalida. O es muy buena actriz o es una psicótica, pensó.

Una persona muy querida por mí fue asesinada por el pirómano…

Ese caso es del Detective Rodríguez, cortó Corona. Saboreó satisfecho haberla interrumpido y reprimió una sonrisa. La anciana continuó como si nada.

Era mi confesor. Y también mi amigo. El Padre Amador. De seguro está al tanto de ese horrendo crimen. El asunto es que pasa el tiempo y no se dice nada al respecto, dijo Teresa con los ojos húmedos. Bajó la mirada y lanzó un suspiro profundo, hondo, ahogado. Se quitó los lentes un momento para limpiar las lágrimas antes de que llegaran a bajar y después volvió a ver al detective. Corona sintió lástima.

Como dije, el pirómano está siendo investigado por el Detective Rodríguez. En todo caso, esa información no podemos transmitirla al público. Corona intentaba sonar profesional pero a la vez solidario, empático. Sintió verdadera pena por aquella mujer y se reprochó haberla juzgado mal. Por dios, sólo es una anciana solitaria que perdió a un amigo, pensó.

***

Eustoquio Corona era un hombre inmenso: sus casi dos metros de estatura y ciento veinte kilos de músculos le daban aspecto de tipo duro y desalmado. Y lo era. Pero tenía una debilidad: su hijo, un niño inquieto y alegre que creció a su sombra, formado en el gusto por la caza, los caballos, las peleas de gallos y las armas. Y es que Eustoquio, el Viejo —como se hacía llamar— las tenía de todo tipo y calibre y dedicaba no pocas horas a limpiarlas y consentirlas en compañía de su hijo Eustoquio, el Joven —como le gustaba llamarlo—, mientras le enseñaba la importancia de cada mecanismo. A caballo, en los soleados fines de semana, padre e hijo buscaban parajes remotos en donde el uno enseñaba al otro la técnica correcta del tiro con rifle, el agarre cómodo y seguro de la pistola y, para complementar su formación guerrera, como decía el padre, técnicas de ataque y defensa con arma blanca, preferiblemente las discretas y siempre confiables dagas de empuje, artilugios con los cuales el niño llegó a convertirse en un maestro y que terminarían por matar su inocencia.

Una mañana de escuela, Eustoquio, el Joven, despertó temprano sin necesidad de la asistencia amorosa de su madre. Se lavó los dientes y la cara a conciencia y peinó su cabello tal y como le habían enseñado. Con precisión marcial se vistió asegurándose de que la camisa estuviese correctamente dentro de sus pantalones, sin pliegues ni sobrantes de tela. Se puso la chaqueta con la insignia del colegio. Colocó sus libros y cuadernos ordenadamente en la mochila. Después dio unos últimos toques al lustre de sus zapatos y se miró al espejo. Pensó: hoy no me vas a perrear y tomó sus dagas favoritas colocando una en cada bolsillo lateral de la chaqueta. Comprobó que el tamaño era perfecto, ni siquiera se notaban. Una brevísima sonrisa, casi imperceptible, asomó en sus labios. Hoy no, dijo y salió de la habitación.

***

Por eso dirigí aquella nota a usted y al Detective Rodríguez, pero él no vino, dijo la anciana sonrojándose, aparentemente avergonzada, por la travesura. Teresa recompuso su postura, agregó dignidad a su actuación y dedicó una sonrisa triste al detective. Con un leve temblor de manos retiró de su frente un mechón de cabello y suspiró hondo. A Corona le dio la impresión de estar ante una mujer que luchaba por no desmoronarse y ella fue consciente de la debilidad del hombre. Agregó: a mi edad tener preguntas sin contestar es un infierno. A los ancianos, detective, la incertidumbre nos roba la paz. Hizo una pausa para dejar caer un par de lágrimas acompañadas de un sollozo. No que me queda mucho tiempo. Sólo quiero saber, remató con la voz quebrada.

Corona tomó las manos de la anciana y se quedó mirando su rostro. Examinó las arrugas de la piel, la humedad de los ojos, el temblor de los labios, el rubor que encendió sus mejillas al verse sometida a ese escrutinio. El detective imaginó las noches solitarias de la anciana preguntándose el porqué de tanto horror. La incertidumbre, pensó

No entiendo que utilidad pueda tener para usted que le de información sobre el caso, dijo Corona en tono suave y calmado. Intentaba hacerla entrar en razón y a la vez consolarla. No. Solo trataba de ganar tiempo.

Es que no quiero morir sin antes saber si van a atrapar a ese monstruo, respondió entre sollozos Teresa. ¿Qué pasa con la policía? ¿Por qué no lo atrapan? La anciana dejó pasar unos segundos mientras miraba fijamente los ojos del detective. No paraba de sollozar. Después subió la apuesta y agregó algo de ira al dolor: ¡¿Acaso es tan difícil, coño?!, gritó golpeando la mesa y sobresaltando a Corona quien no esperaba esa reacción. Teresa comenzó a temblar. Avergonzada, miró en derredor, se limpió las lágrimas y suspiró hondo. Lo siento. No debí molestarle, debe estar muy ocupado. Lo siento de veras, no sé en qué estaba pensando. Teresa hizo ademán de levantarse, pero Corona la tomó de la mano.

No voy a prometerle nada, pero intentaré... escuche bien: in-ten-ta-ré tenerla al tanto de los progresos en el caso. Dijo Corona brindándole a la anciana una sonrisa compasiva. Quiero que sepa que esto puede traerme problemas, de modo que sólo diré aquello que no perjudique las investigaciones. ¿Está claro, Teresa? La anciana asintió obediente.

Podemos vernos aquí para que me tenga al tanto y… Corona interrumpió a la anciana colocándole un dedo sobre los labios. Al darse cuenta de la confianza que se había tomado lo retiró mientras Teresa sonreía agradeciendo la repentina familiaridad.

No. Eso es muy arriesgado. ¿Conoce la cafetería de la Biblioteca? La anciana respondió un casi inaudible, aparentando interés en aquel juego de espías. La encargada es mi madre. Vaya allí cada dos sábados y pida un mocaccino. Diga que lo carguen a mi cuenta y, si hay información, ella le entregará un sobre sellado, además del mocaccino, claro, agregó Corona con un guiño simpático.

¿Qué pasará si no hay información?, dijo la anciana en voz baja, parecía una niña intrigada ante un misterio. A Corona lo divirtió tanto la expresión del rostro de Teresa que se animó a besarla en la frente.

Entonces disfrute del café… y pida un postre, son exquisitos, respondió el detective mientras se incorporaba para irse. Teresa se incorporó también y lo sorprendió dándole un abrazo y un beso en la mejilla.

Gracias, detective, le susurró la anciana al oído. Es usted una buena persona, seguro su madre lo educó bien. Dicha esa frase, la anciana se separó lentamente de Corona y remató sonriendo: de niño debió hacerla muy feliz.

***

En filas laterales distribuidas por grados, niños y niñas aburridos cantaban el himno nacional, perfectamente ordenados por tamaño. Aunque en el patio de la bandera ―así llamaban a ese rectángulo interior― el calor de la mañana aún no hacía de las suyas, Eustoquio, el Joven, sudaba. El niño simulaba cantar y cada pocos segundos miraba desde su puesto en el medio de la fila hacia el final de la fila contigua, desde donde Manrique, un grandulón de trece años le lanzaba besos y se reía burlándose. Eustoquio se quitó la mochila de la espalda y la colocó despacio en el piso. Metió las manos temblorosas dentro de los bolsillos de la chaqueta y con cuidado de no cortarse buscó las dagas. En cuanto rodeó con los dedos anular e índice las cachas en forma de T de las dagas, lo invadió la seguridad mortífera que da la ira y el temblor desapareció. Repentinamente giró sobre sus pies y corrió a toda velocidad hacia Manrique, quien congeló su sonrisa al ver cómo Eustoquio saltaba sobre él cuando aún los separaban algunos metros y en el aire extraía de los bolsillos de la chaqueta once centímetros de acero empuñados en cada mano.

El fin de la infancia apareció en tres movimientos rápidos y precisos: en el primero, las dos dagas entraron en sus costillas flotantes y buscaron con furia inusitada todos los órganos capaces de alcanzar. Manrique dobló las piernas y mientras se arrodillaba, Eustoquio desenterró las dagas. Luego las clavó con fuerza entre las quinta y sexta costillas provocando un escupitajo de sangre que ahogó alguna frase de la víctima. Por último, las volvió a extraer para después clavarlas a ambos lados de la base del cuello. Eustoquio sintió en sus manos la vibración metálica que produjo el roce de las dos hojas de acero al cruzarse y se orinó encima.

23 de julio de 2017

Cap. 11: Otro día en el trabajo

Desde el auto, el detective Corona hizo un paneo de la acera de enfrente, más precisamente, del encuadre aproximado que tendría una foto tomada desde su ubicación. Allí estaban todos los elementos: a su izquierda la gran maceta de barro adornada con los colores patrios y coronada con una palmera mustia y abandonada; unos diez metros a la derecha, el quiosco de periódicos; en el centro, las escaleras ocupadas por el mendigo de toda la vida y un poco más arriba la entrada a un refugio que conocía como nadie en la ciudad: la Biblioteca Municipal. Corona tomó una gran bocanada de aire, la retuvo diez segundos y comenzó a exhalarla poco a poco mientras contaba mentalmente un Misisipi, dos Misisipi, tres Misisipi… hasta diez Misisipi, intentando apaciguar la apresurada marcha de tambor que rugía en su pecho.

Dos emociones chocaron dentro de Corona: la agradable y conocida de saber que estaba por entrar en su mundo, su verdadero mundo, y una nueva —en aquel contexto. ¿Qué coño es esto? ¿Miedo?, se dijo en voz baja y notó que su mano derecha temblaba un poco. Se colocó los audífonos, buscó en su iPod Desire, de Talk Talk y comenzó a escucharla. Le gustaba aquella aquella canción, lo hacía pensar y a la vez mantenía su cuerpo tenso, alerta, listo para la acción. Salió del auto.

***

Rodríguez miraba atentamente la fotografía, más precisamente, al perro en la fotografía. Buscaba dentro de su memoria abriendo los cajones en donde almacenaba recuerdos, pistas, palabras e imágenes que le ayudaban en sus casos, una técnica que aprendió de su mentor en la academia de detectives. Encendió un cigarrillo y se regodeó en el placer del humo saliendo por su boca. Intuía que si encontraba al perro hallaría algo importante, ¿pero qué? O mejor, ¿por qué? Sus colegas lo miraban atentos. Conocían —y admiraban— su famoso método inductivo, por eso no objetaban que fumara justo en frente de aquel ubicuo cartel que rezaba Este es un establecimiento libre de humo de tabaco, o algo así, y que él ignoraba en casos como este. Sintió un movimiento extraño en los dedos del pie derecho, como si un insecto hubiese quedado atrapado dentro de su zapato e intentara salir. Lanzó una patada, o más bien, convulsionó la pierna violentamente, y los colegas se sobresaltaron. Repentinamente, una imagen vino a su mente y se vio lanzándole una patada a un perro en la escena de un crimen. ¡Lo sabía!, gritó. Tomó la chaqueta del respaldar de la silla y salió corriendo de la oficina. Un silencio reverencial se apoderó del recinto. 

***

Corona apagó el iPod, se quitó los audífonos y tomó asiento en el largo y vacío mesón de lectura con la espalda pegada a la pared. No era su sitio habitual, pero dadas las circunstancias, era mejor contar con una visual del panorama general y detallar a conciencia a los asistentes, aunque no había nadie. Pensó que sería una larga espera, pero confiaba en que fuera útil. Colocó las dos manos frente a él sujetando el libro verticalmente para que cualquiera pudiese ver la portada y, como anunciando un desafiante aquí estoy, se dedicó a escrutar todo el espacio a su alrededor. En su pecho, la apresurada marcha de tambor rugía.

***

Rodríguez encontró al perro en donde intentó patearlo la última vez. Su instinto lo había llevado hasta allí y una vez más no le había fallado. Esperó dentro del auto, observando al animal que, con la lengua afuera, miraba alternativamente de izquierda a derecha siguiendo con interés el paso de la gente. Quizá espera a su dueño, pensó. Yo también, se dijo en voz baja. El detective notó que según a donde girara su cabeza, dejaba caer la oreja de ese lado y levantaba la del lado contrario. Rodríguez sonrió y se preguntó por qué intentó patearlo aquella vez. Simpático perrito, dijo. Iba a agregar algo más pero se detuvo en seco cuando el perro lo encontró y lo miró fijamente. Sentado sobre sus cuartos traseros, con el hocico cerrado y severo, la orejas levantadas y la mirada atenta dejó de ser simpático. Rodríguez tragó grueso y sintió un pedazo de mármol en el estómago. El perro lo observó unos minutos más, inmóvil, y el mármol del estómago comenzó a subir por su garganta. El perro se levantó y comenzó a andar. Rodríguez estaba paralizado. El animal se detuvo, giró la cabeza para verlo unos segundos y luego prosiguió su caminata. Rodríguez se bajó del auto siguiendo su instinto.

***

No me decepciona usted, detective, dijo una voz que sacó de sus pensamientos a Corona. Una anciana estaba parada frente a él armada de una sonrisa maternal y una revista de ganchillo. Observaba al detective divertida. No la había visto llegar.

―¿La conozco?, preguntó Corona, admirando la venerable gracia con que la anciana tomaba asiento, colocaba la revista en el mesón y bajaba hasta su nariz los lentes que cargaba sobre su cabeza.

―Soy una anciana como cualquier otra, detective, de modo que sí, en cierta forma me conoce, o debería, dijo guiñándole un ojo. ¿Puede creerlo? A mi edad, sólo necesito gafas para leer, de lejos veo muy bien, hablaba mientras ajustaba los lentes en el tabique nasal.

Sí, claro pensó Corona e instintivamente bajó su mano derecha hasta el cinturón, cerca de la pistola. Hubo un largo momento de silencio en el que el detective detalló las manos quietas y arrugadas de la anciana, salpicadas de las manchas propias de la vejez. Observó su hermoso cabello blanco, el sencillo pero elegante vestido azul pálido con que iba trajeada, el discreto maquillaje que solo buscaba darle un aspecto agradable, no hacerla más joven. También reparó en su leve perfume, dulce y amable, de abuela coqueta pero no en demasía, apenas lo justo para una pudorosa dama entrada en años, muchos años. De ninguna manera es una anciana como cualquier otra, concluyó el hombre.

―¿Pasé el examen, detective? Corona se ruborizó y volvió a colocar su mano sobre el mesón, encima de la otra. Trató de apartar la sensación que tuvo: se sintió como un voyeur que violaba la intimidad de la anciana al observarla de esa manera. Ella rió, discreta, tapando su boca con la mano. No se ponga así, estoy acostumbrada. Si me hubiese conocido en mis tiempos mozos le aseguro que no hubiese podido quitarme la mirada de encima, volvió a reír, coqueta y divertida, sólo lo justo. A propósito, me llamo Teresa, dijo extendiendo su mano.

Corona tomó suavemente la mano de la anciana y levantó la vista, ya en control, para encontrarse con los ojos sonreídos de la mujer. Teresa…

―Sólo Teresa, me gusta mi nombre, lo interrumpió ella separando delicadamente su mano de la mano de Corona. Éste la miró fijamente y sonrió con todo el rostro. Un par de segundos después se puso serio, desafiante, y le respondió pausadamente, haciendo énfasis en cada palabra: Usted conoce mi apellido.

La anciana entornó los ojos y lentamente acercó su cara a la de Corona. Cuando estuvo tan cerca que casi rozaban sus narices, se tomó unos segundo para calibrar el temple del detective. Notó que la respiración del hombre comenzaba a acelerarse e imaginó el esfuerzo mental que realizaba para recuperar el control ahora perdido. Decidió interrumpir ese esfuerzo: ¿Prefieres que te llame Eustoquio?

***

Rodríguez comenzaba a cansarse de aquella situación. Miró su reloj. Llevo casi una hora caminando detrás del maldito perro. ¿En qué estaba pensando? Se detuvo un momento y comenzó a mirar a todos lados mientras mascullaba ¿qué estoy haciendo mal, coño? El calor y la humedad lo hacían transpirar miserablemente y sentía cómo se pegaba a su piel la camisa debajo de la chaqueta. Se la quitó y anudó las mangas alrededor de su cintura. No le importó que la gente mirara su pistola en la sobaquera. Encendió un cigarrillo y maldijo el día en que le asignaron el caso del pirómano. Odiaba el caso pero sobre todo, odiaba lo enlazado que estaba con el caso del asesino del tubo. Eso lo obligaba a trabajar muchas veces con Corona, a quien odiaba en secreto. De repente se dio cuenta de que estaba parado justo en la entrada de un bar. Vete al carajo, dijo después de darle una nueva mirada al perro, quien se había detenido y lo observaba, esperándolo. Entró a por una cerveza.

Sentado en la barra, el detective dejaba que el líquido frío y amargo de la segunda porter bajara por su garganta y aclarara sus pensamientos. Examinaba con cuidado los hechos tentado a concluir que lo del perro era una estupidez. No te está guiando a ninguna parte, imbécil. Sólo es una coincidencia. El perro camina y tu vas detrás de él, pensó mientras le daba otro trago a su cerveza. No te guía, sólo quieres creerlo, se dijo sonriendo. La voz del barman lo interrumpió:

―Oiga, amigo, ¿el perro es suyo? El pobre animal lleva un buen rato esperándolo. Desde que entró al bar, dijo el hombre señalando hacia la puerta. Rodríguez siguió con la cabeza el dedo del barman y vio a través del cristal al perro sentado sobre sus cuartos traseros que lo miraba serio e inmutable. Sintió un escalofrío recorrer su columna y los vellos de su nuca se erizaron. Tenemos un asunto pendiente, dijo dejando la cerveza a medio tomar sobre la barra. ¿Cuanto le debo?, preguntó.

―Déjelo. No se le cobra a un hombre armado, respondió el barman. Rodríguez sonrió y dejó un billete sobre la barra. Se bajó del asiento y se dirigió a la puerta. El perro se puso en marcha.

Cinco cuadras más se sumaron a la lenta persecución. Rodríguez alternaba la atención que dedicaba a los movimientos del perro ―que no eran sino andar en línea recta―, con miradas rápidas y selectivas a cualquier transeúnte que le pareciese un personaje extraño. Repentinamente vio, con mezcla de aprehensión y alivio, que el animal doblaba a la derecha en una esquina, no sin antes volverse a mirarlo como diciendo es por aquí.

Rodríguez se detuvo un momento. Rápidamente desató las mangas de la chaqueta de su cintura y se la puso. Sacó la pistola de la sobaquera y la colocó en su espalda, sujetada por el cinturón. Tomó una gran bocanada de aire y la exhaló con fuerza. Bien, veamos que tienes para mí, dijo, y se apresuró a doblar la esquina.

***

Sintió un toc como un estallido y un dolor punzante lo asaltó desde la base del cráneo a toda su cabeza, extendiéndose en milisegundos como una onda expansiva. Cayó de bruces en la acera e intentó sobreponerse al dolor para incorporarse, sin embargo, no tuvo la fuerza necesaria para contrarrestar la presión de la pisada en su espalda que lo mantuvo en posición. Con la vista nublada, cerca ya de la inconsciencia, vio unos pies que se acercaban a su rostro. No vio al perro. Quiso preguntar algo, pero un segundo golpe lo extinguió para siempre y, como todo el mundo, murió sin respuestas.

22 de julio de 2017

Cap. 10: Interludio

Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible
en un grado que todavía podemos soportar. Todo ángel es terrible.
Rainer Maria Rilke


«Si pudiese entender el trueno, la estridencia o, como mínimo, el murmullo que precede a la debacle, podría adelantar los hechos y contarlos. Pero lo cierto es que el entendimiento no descifra significados brutales. Ni siquiera los significados nacidos de los actos propiciados por uno mismo. Puedo saber cómo y por qué mata un humano, por ejemplo, pero jamás sabré qué significa ese acto: ¿poder?, ¿lascivia?, ¿diversión?, ¿justicia?, ¿venganza? Es imposible descifrarlo y eso es precisamente lo que quiero hacer: descifrar el significado de los hechos para adelantarme a la historia que está por nacer. Pero, ¿puedo rasgar este velo denso y violento que nos envuelve y vislumbrar siquiera lo que se avecina? No. No puedo. ¿Qué hacer entonces? Especular es de necios. Sólo queda testificar los días y sus horas. Incluso a mí, que he movido tantos hilos y he susurrado en tantos oídos, sólo me queda testificar.

Por estos días los gritos han aumentado. Los muertos se suceden unos tras otros como anécdotas malvadas y los medios los refieren agregando tinta y estadística al dolor. Como malditos, los victimarios disparan, patean humillan y desprecian enarbolando las banderas de la justicia, la patria, la soberanía, el pueblo y otras coartadas para esconder su podredumbre moral. Como malditos, las víctimas gritan, pelean, apedrean, incendian enarbolando las banderas de la patria, la soberanía, el pueblo y otras coartadas para esconder su carencia imaginativa e intelectual. Como malditos se escupen consignas que, significando lo mismo, no significan nada. Esta especie, a la que se dio el don del lenguaje, no se le dio el don de la inteligencia. Es una especie maldita.

Por estos días, quienes no tienen la suerte de huir confortablemente, cruzan las fronteras con sus pertenencias, sus hijos y sus pesadillas para habitar otras injusticias en otros estercoleros. No abrigan la esperanza de un futuro mejor, apenas si esperan comer y no morir asesinados en manos de un canalla que, por no haber jugado de niño, quiere jugar con vidas y con muertes. Por estos días, en nombre del amor, el odio se ha entronizado en vidas que debían ser nobles y hermosas: por estos días, los jóvenes odian tanto o más que sus mayores y envejecerán, quienes lo logren, odiando como nunca odiaron sus mayores. Por estos días, ser estúpido es admirable y ser canalla un héroe.

Por estos días, opinar es una compulsión tan urgente como las selfies y la palabra ha perdido valor por carencia de silencios. Por estos días, cantar follar abrazar besar bailar festejar soñar reír pensar concebir parir partir nacer morir… cualquier verbo que celebraba la existencia humana, cualquier acto, por simple que fuese, que hablase del hermoso privilegio de habitar el mundo como un humano, se ha convertido en un acto político, en una declaración: estoy con este bando. Por estos días, las ideas están cubiertas por una asquerosa y maloliente brea, o quizá sea tan solo mierda, después de todo.

Por estos días, vi a un pequeño niño en la calle vestido con los colores predilectos de El Gran Padre. Cabalgando los hombros de un hombre y rodeado por adultos ataviados como él, vociferaba consignas guerreras al grupo apostado frente a ellos a la espera de la confrontación. Un niño hermoso que debía estar jugando. Por estos días, me entristeció tanto la belleza. Por estos días lloré a esta especie maldita y seguí mi camino. Merecen ser castigados. Merecen el horror, pensé».