Cuatro ángeles y una puta
veintitantas llaves descoloridas
lágrimas por muertos
pálidos amantes torpes
y asustados
calles ocultas desgastadas
discursos legados patriotismos
viejos huraños que observaban
el devenir arruinado en sus balcones
cuatro perros que persiguen
presas inconclusas
numéricas
nominales
más o menos adustas
cuatro vientos cardinales
cuatro putas y un ángel
enredado en los alambres de la guerra
cuatro gotas
cuatro existencias
cuatro párpados cerrados
para evitar el amor y la lumbre
cuatro humanos cuatro bestias
cuatro minutos desconsolados
cuatro recuerdos necios
cuatro drogas
cuatro pasos
cuatro caballos negros
cuatro tristezas
cuatro cosas que nunca dije
de puro muerto
cuatro
ni yo mismo entiendo
17 de mayo de 2011
10 de abril de 2011
El camino de valium
Estas paredes respiran. Bailan, diría yo, ridículamente aferradas a las sombras y a sus ladrillos. Estas paredes me conocen. Proponen tiempos y soluciones al insomnio. Proponen. Pactan. A veces gritan y me llaman: ven, estréllate. No pasa nada. Apenas será un segundo, quizá dos, para la inconciencia. Paredes malvadas. Sabias. Sobrias paredes.
Tengo un emocionante encuentro con la demencia. Una erección. Un sobresalto. Una lúcida mirada a mi borrachera. Una demencia, pues.
La madrugada se agita y da vueltas, gira distorsionada en las paredes. Hay un carrousell, luces que brillan y delatan este delicioso estado de estar suspendido en nada, apenas flanqueado por el recuerdo de mujeres y tragos.
La pared a mi derecha ondula, se hunde bajo el paso firme y apresurado de un insecto inexplicable, no obstante conocido. Es el dolor. ¿Migraña? ¿Parto? ¿Demonio? ¡Qué más da! Sólo es un insecto escudriñando mi conciencia, agotando sus minutos como todos. Un viejo vecino de esta incomprensión que es el iluminado acto de escribir borracho, insomne, buda.
En horas como estas, viles y silenciosas, suelo acudir al agujero de la certeza. ¿Puedes creerlo? Yo, que no sé nada, me refugio en la certeza. Después de todo, un borracho es un tipo que intenta saber. Y sabe, claro. No ignora que las paredes no giran. Sabe que el insecto no existe. Está seguro de que su pasado es sólo un punto en el tiempo en el que alguna vez, quizá por accidente, fue habitado. Sabe. Eso es ya mucho pedirle.
Releo lo escrito y no encuentro ningún sentido en ello. Siempre es así. Voy a dejarlo. Intentaré dormir.
Sólo intento ser viejo… pero no lo logro.
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4 de abril de 2011
Acacias
Cuando era niño supuse que el viento era mentira. Observaba la danza de los árboles y me decía: ¡Nah!, qué viento ni qué nada. Es Dios jugando en las copas, aburrido a esta hora de la tarde. Y subía, acompañado de algún libro - recuerdo especialmente De la tierra a la luna - a leer en las acacias que rodeaban mi casa. Era un niño feliz. Era un niño.
Verne, DeFoe, Homero, García Márquez, Borges, Carrol, Quiroga. Nada bueno saldría de aquello. Después fue aquella historia en que pregunto... y ya se sabe qué sucede cuando preguntas.
Y un día, las acacias no fueron más que árboles mecidos por vientos cálidos y caprichosos. Árboles que esperaban por el niño que ya no era.
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