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19 de septiembre de 2011

La balada de Emeterio

Molidos los huesos y pasados los restos por el tamiz de la nada, no quedará noticia alguna de aquel hombre en el mundo. Pero falta aún para el éxito de la quietud. De momento, ayudado a morir por la luz y amparado por rezos y despedidas, Emeterio toma nota de sus últimos instantes, esos en que el humano trasciende los deseos, los insultos, los besos. Instantes en que sus ojos miran de cerca la vida pasada y prescinde del futuro para marcharse sin valijas. Lo vemos, pues, en ese pequeño reino que es la cama, rodeado de dolientes ociosos.

Pese a que, como suele decirse, un cuerpo vale más que mil palabras, la escena es más bien insignificante; sin embargo, Emeterio saca cuentas, que contar es el acto justiciero de quienes mueren, y una vez notariados los pasos y los dientes y cancelada la deuda que adeudara con alguien ido tiempo atrás, observa su reflejo de costado en el espejo y construye datos de recuerdos (o quizá construya recuerdos desde datos). La cosa es así: acaricia el amor primero; corre, que siempre se corre, con aquel viejo perro que le enseñara la amistad cuando niño y se dice que ¡qué curioso, mira que venir a recordar a Bobby! Sonríe, humilde y estremecido, y cierra los ojos a la gracia porque, y esto es algo que hemos constatado en años de observación, cerrando los ojos te asomas, asombrado, a los territorios de la verdad.

Tiene 87 años Emeterio. No son pocos pero, como todos, siente que le falta mucho por hacer. Justo ahora, por ejemplo, Emeterio repasa los viajes sin realizar, los libros sin leer, la gente sin matar. Esto último debe escandalizarnos, claro, pero los oficios no siempre se escogen y nuestro Emeterio ejerció alguna vez de hijo de puta en una de esas agencias de inteligencia tan bien ponderadas tiempo atrás. No pudo rechazar la designación, de modo que se acomodó como pudo al nuevo status profesional y la emprendió a disgusto, pero con verdadero celo profesional, contra todo aquel (y una que otra aquella) que le fuera presentado debidamente atado a una silla. Lo veremos sonreír una vez más en breves instantes y tendremos que presumir satisfacción ante el deber cumplido. Pero intentemos ser justos con él, después de todo eso fue hace décadas. Ahora Emeterio es un anciano honorable, diríamos que hasta dulce, que merece respeto y la preferencia a sentarse en el atiborrado transporte público. ¡Allí está, ha sonreído!, y su futura viuda le toma de la mano, enternecida.

Valdría la pena preguntarnos cómo es que nos inmiscuimos en una escena tan íntima y poderosa sin que enfrentemos la ira de los protagonistas, pero no lo haremos. Las consideraciones éticas no caben en este relato de los últimos instantes de un hombre cualquiera. Fisgoneemos un poco más.

Ignoremos por un momento a Emeterio, quien está muy ocupado tratando de no escuchar las palabras susurradas por su esposa mientras recrea recuerdos más agradables (que no la incluyen a ella, ¡faltaba más!), y concentrémonos en los asistentes a esta puesta en escena de la última hora de nuestro héroe.

Está, por supuesto, la esposa: la amantísima Doña Eugenia, quien a sus 82 años ignora que durante casi toda la vida conyugal ha sido tedio y peso muerto sobre los hombros de un díscolo Emeterio, quien la soportara porque el estricto código moral del Opus Dei proscribe el divorcio. Eso y el dinero que la hacía hermosa, no nos engañemos, pues un Oficial de carrera, por mucha carrera que hiciese en el inframundo de las mazmorras, no ganaba lo suficiente como para mantener una esposa, cuatro hijos y un sinnúmero de amantes que, eso sí, ¡jamás fueron preñadas!, si hemos de creerle -y no vemos por qué no- a Emeterio, quien acaba de pensar en eso justamente ahora, mientras sonríe con ojos cerrados arrancando lágrimas de amor a la susurrante Eugenia

Un poco más allá, recostada en un rincón cercano a la ventana y sosteniendo el rosario en la mano como quien sostiene un indulto, está Camila, la hija menor del matrimonio, quien reza sus letanías, ayudando a la ascensión del alma inmortal del padre. En el umbral de la puerta están Carlos, Julio y Emeterio Jr.

Siendo francos, y por precisar un poco el ambiente que se vive, no vemos mucha congoja en la descendencia de Emeterio, pero no debemos apresurar juicios al respecto. Si examinamos con atención comprenderemos. Miremos a Camila, por ejemplo: de estricto negro aún antes de morir el padre, cabello recogido, nada de maquillaje. Sus únicas joyas son un crucifijo de oro y el sobrio anillo de matrimonio. Sin aretes. Sin pulseras. Sin pasión. Es Camila la imagen viva de la austeridad, una austeridad que economiza todo en ella, incluyendo palabras y lágrimas. Otro tanto podemos decir de los tres caballeros en el umbral de la puerta: trajes oscuros, camisas blancas, corbatas a juego. El cabello muy corto, peinado prolijamente. Nada adorna a estos sujetos. Nada se interpone entre ellos y ese estado de cosa en el que se protegen. Y las cosas no lloran ni ríen. Tan sólo están, que ya es bastante para el código de este grupo familiar.

Faltan los nietos, cómodamente instalados en otras partes del mundo. Tampoco vemos al yerno, esposo de Camila, ocupado en documentos de última hora. Echamos de menos las nueras, atareadas en la cocina con el espesor del consomé a repartir durante el inminente velatorio. Todo en orden. Todo mínimo. Todo escaso como debe ser. Ahora volvamos a Emeterio.

Un breve temblor ha recorrido su espina dorsal. Sobrecogido, se pregunta si llegó el momento de encarar sus tres segundos de fama, tiempo que, según él, tarda el humano promedio en abandonarse a la muerte exhalando el patético miedo que muchos llaman hálito, tal vez avergonzados. Pero Emeterio no teme. Nada asusta a este hombre a quien una dilatada existencia enseñó que sólo el ridículo debía ser temido. Y es que Emeterio se ve a sí mismo como un hombre para la grandeza, razón por la cual, y a fin de ahuyentar el ridículo, comienza a tararear mentalmente los primeros acordes de Tzigane para Violín y Orquesta. Ravel, susurra y Doña Eugenia, desconcertada, se pregunta qué momentos juntos, acompañados por la música del compositor francés, recordará su esposo. Él -que sabe de su desconcierto- sonríe y la amantísima suspira, una vez más.

No abre los ojos, Emeterio. Crea un suspenso saludable, si cabe decirlo así, en estos sus minutos estelares. Minutos que, de no ser por la táctica seguida por nuestro protagonista, serían grises, anodinos, una irrelevante fracción del tiempo que no nos molestaríamos en consignar. Pero Emeterio aprendió en las mazmorras a dilatar el tiempo. Temprano comprendió que el drama se nutría de esos largos silencios en que la expectativa daba nueva estatura a los actores, estuviesen atados a la silla o sosteniendo la picana.

Y el drama lo es todo. Funciona así: Camila se aferra al rosario con tal fuerza que rompe la cadenilla desparramando las cuentas por el piso; Emeterio Jr. traga grueso mientras intenta aflojar la corbata; Carlos y Julio se palmean, varoniles y parcos, las espaldas; Doña Eugenia pronuncia un ¡Ay! compungido y casi pudoroso, apenas audible… una vajilla se estrella contra el piso en la cocina. Todo esto sucede en el mismo instante en que Emeterio extiende la mano temblorosa hacia el cielo. No saben ellos, sin embargo, algo que nosotros sí: nuestro héroe la ha zafado -muy efectistamente, todo hay que decirlo- de las insistentes e inútiles caricias de su devota esposa. ¡Coño, qué fastidio!, ha pensado Emeterio y si no fuera porque se impone el respeto hacia los deudos, ovacionaríamos hasta su partida a este hombre.

Ahora Emeterio se arriesga un poco, metido, como está, en personaje: aún sin abrir los ojos, recita el Padrenuestro en latín, tomando la precaución de bajar la mano hasta el rostro para esconder la risa que casi se le escapa y que los presentes interpretan como un sollozo. Aunque es un débil susurro, podemos escuchar: Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra, mientras la prole de Emeterio se arrodilla, contrita, acompañando la plegaria del padre. Doña Eugenia no tiene fuerzas para rezar. Se limita a llorar quedamente al lado de quien, de ahora en más, será el santo protector de mis últimos años, según escuchamos que le dice al oído.

Y por increíble que pueda parecer, las coincidencias existen, aunque haya quien lo niegue: le toma a Emeterio tres segundos decir las frases iniciales del Padrenuestro. Apenas termina el fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra y se acaban sus tres segundos de fama. Fallece Emeterio sonreído y con la mano cubriéndole el rostro —datos que agregarán mística y misterio a la noche del velatorio, mientras todos ponderan su carácter pio y su vida correcta, a prueba de cualquier escrutinio. Sus hijos continúan el rezo y Doña Eugenia cubre de besos la mano que cubrió los ojos de su esposo de la vista de Dios, como está mandado. Emeterio, dramaturgo.

Rayos de sol se cuelan por la ventana acomodándose sobre la cama para cubrir el cuerpo de Emeterio quien, abrazado por la amantísima y flanqueado por arrodilladas presencias que rezan, bien podrían ser un Caravaggio.

Ahora salgamos de aquí. ¿No es una pena que dios no exista?

12 de agosto de 2010

Panfleto de matemática popular

La gente, ese maravilloso mar de defectos, calzó el calzado de la era y salió en grupos enormes a recorrer gritos y caminos. La gente, cansada de lluvias hertzianas y consignas, recogió la ropa de los muertos y el corazón de los dolientes y reventó la tarde con el áspero silencio de las canciones. La gente, tribu veraz y cienciacierta, rescató sus dioses de barro y sus amores, y trabajó el campo de los tiempos, sin tangos ni nostalgias, sin despedidas atroces. La gente, enanos etruscos desamparados, refugió el futuro en los zaguanes y encerró bestias y maltratos en pasados irresolubles, ¿qué podía esperar el pequeño tumor de la historia de esa horda sonriente? La gente no quiso mirar atrás y corrió en pos del muro, reventó paradigmas y concreto, desafió la gravedad, se metió en papel y, evolutiva, marchó sin pausa a encontrarse consigo misma. La gente, que comenzó en sol menor sostenido, prendió fuego en sus ojos y miró arder mandatos y reinos, señores y señoríos, jueces y notarios, costumbres y disimulos. La gente, persistente y furioso hormiguero, buscó preguntas y halló pedruscos que lanzó contra banderas y prodigios, arropada, como estaba, en la feroz felicidad de quien se orina en los creyentes. La gente, turbio caldo marginado, acechó, como hienas sabias el desconcierto de la cumbre, el miedo del poderoso, el culo de los jefes, y mordió magistraturas y dignidades – daba igual si de santos, o mártires, o generales – aquella noche en que el verdadero privilegio fue morir temprano, sin misas ni obituarios, como un humano. La gente, harta de la ascesis y de los modos celestiales, descubrió sus genitales y sus usos y sus juegos y sus jugos, y copuló en calles y templos liberados de la culpa y de las joyas, de los signos y los rezos, de la infame regla que dice amaos los unos a los otros siempre que no gocen. La gente contó sus manos y sus voces, sus propósitos y pasos, sus años por venir, los preceptos por violar, la renta de la existencia, y desechó las dudas: ¡era mucha gente, coño! Y aquella noche larga, malvada y deliciosa, murieron los ángeles y los soldados… y los justos sin pecadores.

¿Quién dijo que los más alguna vez fueron los menos?

10 de agosto de 2010

No los leopardos

Nosotros, que no nos andamos por las ramas, inventamos el telescopio y la Gestalt, los huérfanos y el jazz, el libro sagrado de los hechos que, por no suceder, no sucederán. Nosotros, de tanto pulgar oponible, amamos la mierda que pensamos, la letra muerta de nuestra infancia, la adolescencia finita – pero prolongada – de los deberes descartados, la ruidosa deuda de una risa simulada. Nosotros, a fuerza de pater noster, subimos escaleras de espirales, retwitteamos desengaños, facebuseamos desconciertos, complaciendo el sonido del fallecido ego de la precaria existencia de la mente. Nosotros, esquizofrénicos en venta, fantasmas de la nada, sudamos un mundo hediondo y terminal, sarcófago ad hoc de quienes vienen – porque vendrán – a salvarnos con la inocente abundancia del esfuerzo. Nosotros, el lado oscuro del Señor, corremos sin gracia a refugiarnos en el solaz inútil del amor, en el discurso inoperante de la intención, el místico abrazo del gesto, y en la carrera dejamos el trazo indeleble de nuestro paso viral por la vida. Nosotros, inmorales relatores de la esperanza y de la historia, compramos indulgencias y destinos, argumentamos leyes, postulamos fusiles, pedimos milagros. Nosotros, no los leopardos, ventilamos miserias y deidades, inventamos dignidades y sagrarios, tierras santas donde cagan peregrinos y los vampiros de la infamia comercian con la fe y el sueño del primate. Nosotros, que nos queremos tanto, metástasis conceptual y adver–bio, soñamos celdas y alambradas para niños, castramos asombros, esterilizamos dudas, domesticamos el sexo, parimos géneros, sembramos sermones, tenemos miedo. Nosotros, indignos vecinos de los otros, arrogantes teóricos del tiempo, ya no tenemos tiempo para arreglar el basurero.

Nosotros, el lado oscuro de la razón.

8 de julio de 2009

¡Dígalo, mi negro!

Sic transit gloria mundi.

¡Anda, vale! Si tú no vas nosotros tampoco, dijo Rafael mientras vigilaba de soslayo la reacción de Raúl quien se afanaba en arreglar el securezza para que no se saliera nada. Era una tarde limpia de julio en los cielos de Washington y Barak tragaba grueso ante la difícil decisión: ¿Coño, voy o hago una declaración pública?, se preguntaba preocupado.

Hugo sorbía otra taza de café y, muy por lo bajo, le comentaba a Daniel no sé qué cosa técnica sobre el café gringo: ¡No joda, Daniel, esta vaina no sabe a nada! Daniel salió de sus cavilaciones con el comentario y la imagen de la chiquilla se esfumó de la viñeta que flotaba sobre su cabeza. Qué cagada, dijo. Hugo asintió, pensando en el café. Daniel lo odiaba, de eso estoy seguro.

Barak se levantó. Sobrio, pero simpático, los obsequió con una sonrisa mientras llevaba sus manos a la espalda y caminaba por la Oficina Oval. José Miguel no pudo disimular un suspiro, mientras elaboraba rosas de papel con las hojas formato A4 de la última resolución del club. El ambiente, si bien no era tenso, tenía un yo no sé qué de pesadez y fastidio, corroborado por los ronquidos sordos de José Manuel , siempre entre la vigilia y el sueño. Despertó sobresaltado al sentir cómo, en una cabeceada, caía sobre sus piernas el sombrero blanco. ¿Si va ir, verdad?, casi gritó, y Raúl sintió, gracias al sobresalto, que una humedad tibia comenzaba a invadir el uniforme de campaña e iba a parar al piso.

Sonó un celular. Era el de Hugo. Atendió molesto. Los colegas lo miraron expectantes. No, Nicolás, aún no ha decidido nada. Coño, no ladi... ¿y quién te dijo que tú piensas? Vete al canal ocho y dile a Vanessa que te entreviste. Que haga preguntas fáciles, ¿ok?, colgó el vergatario y se disculpó por la interrupción. Barak le dirigió un gesto amable y volvió la vista hacia los jardines. Una brisa tenue jugaba con los árboles. Hillary tomaba el té a la sombra de un álamo. Barak sonrió al verla.

Oye, mi negro, yo creo que para tu imagen mundial, un pronunciamiento, como mínimo, sería estupendo, viejo. Pero si vas con nosotros, ¡vaya, que sería la coña, tigre!, dijo Raúl, mientras una empleada trapeaba debajo de su silla. Daniel aprovechó para verle el culo.

Además, Obi, no todo es Guantánamo y esas cosas. También tienes que apoyar de verdad a los que pasan por un dolor como este, así afianzas tu imagen de buen hombre, acotó José Miguel, modoso, frunciendo el seño y empeñado en sus flores de origami. Barak tomó una de las rosas insulsas y la puso en el ojal de su chaqueta. A José Miguel se le subió el rubor a las mejillas.

Debemos comprender que no es fácil para él, ¿ok? Recuerda que está secuestrado por el imperio, dijo Hugo a Rafael en un susurro, y éste asintió preocupado, acariciándose el pelaje, examinándolo disimulado en el reflejo de una vitrina cercana.

Barak abrió la ventana y su penetrante mirada logró que Hillary, sin mediar silbidos u otros llamados, volteara a verlo. Sonrió socarrón, guiñándole un ojo y ella, solícita, acudió rápidamente a la Oficina Oval. Entró, enérgica y segura, arrancando un buenas tardes al coro de los presidentes. Se acercó a Barak, quien le habló al oído. Ella sonrió, posó disimuladamente su mano sobre los pectorales del jefe y salió de allí, seguida por la mirada de Daniel, pegada a su culo.

Bien, dijo Barak, Hillary preparará todo, los acompañaré, los gritos de alegría y triunfo llenaron la Oficina Oval despertando a José Manuel quien cayó al piso. Todos brincaban abrazados, mientras Barak los veía sonreído y paternal. Salieron de la Casa Blanca, seguidos de la empleada quien trapeaba sin cesar detrás de Raúl, hacia el aeropuerto, vitoreados por una multitud. En el Air Force One ultimaron los últimos detalles y Raúl cambió sus securezza.

En el lugar los esperaba CNN, ABC, BBC, Channel Four Television, RAI, TeleSur, Globovisión, VTV, Niños Cantores del Zulia TV, Al-Jazeera, Venus Tv, Animal Planet y muchos más.

Llegaron decididos. Avanzaron, marciales y justicieros, por entre el tumulto que abarrotaba la calle. Todos se apartaban a su paso, no habría fuerza que pudiese detener a estos hombres. Se hizo un silencio espeso cuando entraron y se colocaron junto al féretro. Los justicieros miraron detenidamente a los presentes en aquel recinto e infundieron respeto a la masa. Y fue sólo hasta que Barak, seguido por los otros, comenzó a entonar I'll be there, que pudieron iniciarse las exequias de Michael Jackson.

Desperté con un mal sabor en la boca.