22 de diciembre de 2009

Ojos moros

...carta abierta a Sigmund Freud

When the promise was broken, I cashed in a few of my dreams.
Bruce Springsteen / The promise

Al principio fueron sus ojos. Ojos moros, almendras, diccionarios. Ojos cotidianos como rezos de creyentes, absolutos. Presentidos, que justo es decir que no los conocía aún. Eran dogmas de fe en aquellas tardes lentas en que miraba la cortina iluminada del cielo caer indiferente sobre las casas y las gentes, tardes, en fin, simples, sin consecuencias, pero con sus ojos habitando la voz áspera de Springsteen: Johnny Works in a factory and Billy Works downtown…, y aunque la canción de marras no hablaba de ojos daba igual, después de todo, no hay mayor promesa que los ojos de una mujer, o la mujer. La mujer que me aguardaba –creía yo– en algún lugar del continente, más allá del límite gris y frío de las sábanas.

Y me dio por crecer. Me dio por aguardar, que en este caso es lo mismo. Todos sabemos cuanto se espera al crecer: esperamos, por decir poco, una vida mejor, un beso milagro, una justicia que nos haga bellos, un lugar en el mundo en donde –por lo menos- no estemos de más. Ni de menos, que las matemáticas son política de números, aritmética normativa de lo demográfico. Esperaba, cómo si no, sus ojos. Voy a decirlo, no sin sentir vergüenza, tal y como es: esperaba que de las paredes, de la nada relativa de mis sueños, de los zapatos gastados, de mis poemas mediocres, de mi nombre sintomático, de mi estado procesal de quien, siendo parte en un juicio, no acude al llamamiento que formalmente le hace el juez o deja incumplidas las intimaciones de este -que es como se define a la rebeldía en un diccionario de derecho-; esperaba, decía, que desde mi pretérito futuro imperfecto y demodé, apareciera ella. Ella y sus ojos, claro, de lo contrario, cualquier ella hubiese sido lo mismo, o la misma. No sé por qué me dio por crecer.

Y crecer es un viaje. ¿O era la vida es un viaje? No importa. El viaje, en todo caso, estuvo lleno de paradas, accidentes, comida chatarra, pasajeros incontinentes, boletos cancelados, pérdidas de fe, odios recuperados, amores sin resolver. Era un viaje, pues, qué carajo, y no se puede más que ser viajero, el idiota del traje dominguero subiendo al tren. De modo que allí estaba yo, todos mis trastos empaquetados en un suspiro, con el alma en vilo, viendo pasar crepúsculos, asomado a la ventana como quien corrobora lo sabido. Esperando llegar a la Estación Ojos Moros, nombre que viene al pego en mi historia personal. Porque mi historia, como la de cualquier hombre, es una de amor. Y sí, suena cursi, pero, en mi caso, con un atenuante, no te creas: ella, es decir, ojos moros, es mi estación desde hace muchas vidas… bueno, yo creo en esas cosas.

Y llegué a la estación, ¡quién lo diría! Por supuesto, llegué con retraso, siempre es así conmigo. Llegué pasados, bien pasados, los cuarenta. Aunque debo admitir que primero, en mis treintas, vi las calles circundantes, el mapa político del sector, la orografía de sus senos, el gueto en donde viven mis pasiones, las isocronas de nuestros besos imposibles, el necesario acuífero de las caricias, los álveos en la comisura de sus ojos, la conurbación resultante de la unión de su rostro con mis sueños, esa periferia absurda de mis madrugadas. Todo eso en un segundo, justo al verla traspasar la puerta de aquel destino, o empleo, u oportunidad, o desconsuelo. ¡Qué de nombres nombran, ya me dirás tú, los oficios de los hombres!

Lo demás fue taquicardia. Es decir, conversaciones, no seamos tan cardiológicos. Aproximaciones sesgadas a la gloria del mundo. Sic Transit Gloria Mundi, que dicen. Lo demás fue fungir de notario y de testigo. Lo demás fue asombro, maravilla. Lo demás fue, después, distancia, tristeza, pérdida callada. Lo demás, qué te cuento, lo superé de vaina, cojeando sin bastón, revisando inútiles mapas de rutas de escape, apostando por las dudas y porsiacasos.

Pero pasados, bien pasados, los cuarenta –como dije varios tragos más arriba-, hubo caricias, besos, humedades, promesas. Mesas de trabajo donde discurrieron papeles blancos y manteles, magia de sudores y acuerdos, firmas de paz, bienvenidas. Hubo, creo yo, orgasmos, discursos, llantos, abrazos, conclusiones. Pero después hubo después, que es un coitus interruptus, y los acuerdos alcanzados fueron nulos, los ejércitos retirados volvieron a cuidar fronteras, a vigilar puentes. Volvieron los cartógrafos a trazar soledades, ausencias, interrogantes. Volvió esa nada que de pura nada, es todo lo que volvió. Ya ves.

Lo que sigue, de cara a loqueviene, es la espera en el limbo, esa estación equívoca, sin trenes, ni suicidas, ni viajantes.

Y yo, a estas horas, solo, borracho y con migraña, de puro terco, sigo esperando el silbido imposible del tren.

Debo estar loco, Sigmund.

2 comentarios:

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