23 de julio de 2017

Cap. 11: Otro día en el trabajo

Desde el auto, el detective Corona hizo un paneo de la acera de enfrente, más precisamente, del encuadre aproximado que tendría una foto tomada desde su ubicación. Allí estaban todos los elementos: a su izquierda la gran maceta de barro adornada con los colores patrios y coronada con una palmera mustia y abandonada; unos diez metros a la derecha, el quiosco de periódicos; en el centro, las escaleras ocupadas por el mendigo de toda la vida y un poco más arriba la entrada a un refugio que conocía como nadie en la ciudad: la Biblioteca Municipal. Corona tomó una gran bocanada de aire, la retuvo diez segundos y comenzó a exhalarla poco a poco mientras contaba mentalmente un Misisipi, dos Misisipi, tres Misisipi… hasta diez Misisipi, intentando apaciguar la apresurada marcha de tambor que rugía en su pecho.

Dos emociones chocaron dentro de Corona: la agradable y conocida de saber que estaba por entrar en su mundo, su verdadero mundo, y una nueva —en aquel contexto. ¿Qué coño es esto? ¿Miedo?, se dijo en voz baja y notó que su mano derecha temblaba un poco. Se colocó los audífonos, buscó en su iPod Desire, de Talk Talk y comenzó a escucharla. Le gustaba aquella aquella canción, lo hacía pensar y a la vez mantenía su cuerpo tenso, alerta, listo para la acción. Salió del auto.

***

Rodríguez miraba atentamente la fotografía, más precisamente, al perro en la fotografía. Buscaba dentro de su memoria abriendo los cajones en donde almacenaba recuerdos, pistas, palabras e imágenes que le ayudaban en sus casos, una técnica que aprendió de su mentor en la academia de detectives. Encendió un cigarrillo y se regodeó en el placer del humo saliendo por su boca. Intuía que si encontraba al perro hallaría algo importante, ¿pero qué? O mejor, ¿por qué? Sus colegas lo miraban atentos. Conocían —y admiraban— su famoso método inductivo, por eso no objetaban que fumara justo en frente de aquel ubicuo cartel que rezaba Este es un establecimiento libre de humo de tabaco, o algo así, y que él ignoraba en casos como este. Sintió un movimiento extraño en los dedos del pie derecho, como si un insecto hubiese quedado atrapado dentro de su zapato e intentara salir. Lanzó una patada, o más bien, convulsionó la pierna violentamente, y los colegas se sobresaltaron. Repentinamente, una imagen vino a su mente y se vio lanzándole una patada a un perro en la escena de un crimen. ¡Lo sabía!, gritó. Tomó la chaqueta del respaldar de la silla y salió corriendo de la oficina. Un silencio reverencial se apoderó del recinto. 

***

Corona apagó el iPod, se quitó los audífonos y tomó asiento en el largo y vacío mesón de lectura con la espalda pegada a la pared. No era su sitio habitual, pero dadas las circunstancias, era mejor contar con una visual del panorama general y detallar a conciencia a los asistentes, aunque no había nadie. Pensó que sería una larga espera, pero confiaba en que fuera útil. Colocó las dos manos frente a él sujetando el libro verticalmente para que cualquiera pudiese ver la portada y, como anunciando un desafiante aquí estoy, se dedicó a escrutar todo el espacio a su alrededor. En su pecho, la apresurada marcha de tambor rugía.

***

Rodríguez encontró al perro en donde intentó patearlo la última vez. Su instinto lo había llevado hasta allí y una vez más no le había fallado. Esperó dentro del auto, observando al animal que, con la lengua afuera, miraba alternativamente de izquierda a derecha siguiendo con interés el paso de la gente. Quizá espera a su dueño, pensó. Yo también, se dijo en voz baja. El detective notó que según a donde girara su cabeza, dejaba caer la oreja de ese lado y levantaba la del lado contrario. Rodríguez sonrió y se preguntó por qué intentó patearlo aquella vez. Simpático perrito, dijo. Iba a agregar algo más pero se detuvo en seco cuando el perro lo encontró y lo miró fijamente. Sentado sobre sus cuartos traseros, con el hocico cerrado y severo, la orejas levantadas y la mirada atenta dejó de ser simpático. Rodríguez tragó grueso y sintió un pedazo de mármol en el estómago. El perro lo observó unos minutos más, inmóvil, y el mármol del estómago comenzó a subir por su garganta. El perro se levantó y comenzó a andar. Rodríguez estaba paralizado. El animal se detuvo, giró la cabeza para verlo unos segundos y luego prosiguió su caminata. Rodríguez se bajó del auto siguiendo su instinto.

***

No me decepciona usted, detective, dijo una voz que sacó de sus pensamientos a Corona. Una anciana estaba parada frente a él armada de una sonrisa maternal y una revista de ganchillo. Observaba al detective divertida. No la había visto llegar.

―¿La conozco?, preguntó Corona, admirando la venerable gracia con que la anciana tomaba asiento, colocaba la revista en el mesón y bajaba hasta su nariz los lentes que cargaba sobre su cabeza.

―Soy una anciana como cualquier otra, detective, de modo que sí, en cierta forma me conoce, o debería, dijo guiñándole un ojo. ¿Puede creerlo? A mi edad, sólo necesito gafas para leer, de lejos veo muy bien, hablaba mientras ajustaba los lentes en el tabique nasal.

Sí, claro pensó Corona e instintivamente bajó su mano derecha hasta el cinturón, cerca de la pistola. Hubo un largo momento de silencio en el que el detective detalló las manos quietas y arrugadas de la anciana, salpicadas de las manchas propias de la vejez. Observó su hermoso cabello blanco, el sencillo pero elegante vestido azul pálido con que iba trajeada, el discreto maquillaje que solo buscaba darle un aspecto agradable, no hacerla más joven. También reparó en su leve perfume, dulce y amable, de abuela coqueta pero no en demasía, apenas lo justo para una pudorosa dama entrada en años, muchos años. De ninguna manera es una anciana como cualquier otra, concluyó el hombre.

―¿Pasé el examen, detective? Corona se ruborizó y volvió a colocar su mano sobre el mesón, encima de la otra. Trató de apartar la sensación que tuvo: se sintió como un voyeur que violaba la intimidad de la anciana al observarla de esa manera. Ella rió, discreta, tapando su boca con la mano. No se ponga así, estoy acostumbrada. Si me hubiese conocido en mis tiempos mozos le aseguro que no hubiese podido quitarme la mirada de encima, volvió a reír, coqueta y divertida, sólo lo justo. A propósito, me llamo Teresa, dijo extendiendo su mano.

Corona tomó suavemente la mano de la anciana y levantó la vista, ya en control, para encontrarse con los ojos sonreídos de la mujer. Teresa…

―Sólo Teresa, me gusta mi nombre, lo interrumpió ella separando delicadamente su mano de la mano de Corona. Éste la miró fijamente y sonrió con todo el rostro. Un par de segundos después se puso serio, desafiante, y le respondió pausadamente, haciendo énfasis en cada palabra: Usted conoce mi apellido.

La anciana entornó los ojos y lentamente acercó su cara a la de Corona. Cuando estuvo tan cerca que casi rozaban sus narices, se tomó unos segundo para calibrar el temple del detective. Notó que la respiración del hombre comenzaba a acelerarse e imaginó el esfuerzo mental que realizaba para recuperar el control ahora perdido. Decidió interrumpir ese esfuerzo: ¿Prefieres que te llame Eustoquio?

***

Rodríguez comenzaba a cansarse de aquella situación. Miró su reloj. Llevo casi una hora caminando detrás del maldito perro. ¿En qué estaba pensando? Se detuvo un momento y comenzó a mirar a todos lados mientras mascullaba ¿qué estoy haciendo mal, coño? El calor y la humedad lo hacían transpirar miserablemente y sentía cómo se pegaba a su piel la camisa debajo de la chaqueta. Se la quitó y anudó las mangas alrededor de su cintura. No le importó que la gente mirara su pistola en la sobaquera. Encendió un cigarrillo y maldijo el día en que le asignaron el caso del pirómano. Odiaba el caso pero sobre todo, odiaba lo enlazado que estaba con el caso del asesino del tubo. Eso lo obligaba a trabajar muchas veces con Corona, a quien odiaba en secreto. De repente se dio cuenta de que estaba parado justo en la entrada de un bar. Vete al carajo, dijo después de darle una nueva mirada al perro, quien se había detenido y lo observaba, esperándolo. Entró a por una cerveza.

Sentado en la barra, el detective dejaba que el líquido frío y amargo de la segunda porter bajara por su garganta y aclarara sus pensamientos. Examinaba con cuidado los hechos tentado a concluir que lo del perro era una estupidez. No te está guiando a ninguna parte, imbécil. Sólo es una coincidencia. El perro camina y tu vas detrás de él, pensó mientras le daba otro trago a su cerveza. No te guía, sólo quieres creerlo, se dijo sonriendo. La voz del barman lo interrumpió:

―Oiga, amigo, ¿el perro es suyo? El pobre animal lleva un buen rato esperándolo. Desde que entró al bar, dijo el hombre señalando hacia la puerta. Rodríguez siguió con la cabeza el dedo del barman y vio a través del cristal al perro sentado sobre sus cuartos traseros que lo miraba serio e inmutable. Sintió un escalofrío recorrer su columna y los vellos de su nuca se erizaron. Tenemos un asunto pendiente, dijo dejando la cerveza a medio tomar sobre la barra. ¿Cuanto le debo?, preguntó.

―Déjelo. No se le cobra a un hombre armado, respondió el barman. Rodríguez sonrió y dejó un billete sobre la barra. Se bajó del asiento y se dirigió a la puerta. El perro se puso en marcha.

Cinco cuadras más se sumaron a la lenta persecución. Rodríguez alternaba la atención que dedicaba a los movimientos del perro ―que no eran sino andar en línea recta―, con miradas rápidas y selectivas a cualquier transeúnte que le pareciese un personaje extraño. Repentinamente vio, con mezcla de aprehensión y alivio, que el animal doblaba a la derecha en una esquina, no sin antes volverse a mirarlo como diciendo es por aquí.

Rodríguez se detuvo un momento. Rápidamente desató las mangas de la chaqueta de su cintura y se la puso. Sacó la pistola de la sobaquera y la colocó en su espalda, sujetada por el cinturón. Tomó una gran bocanada de aire y la exhaló con fuerza. Bien, veamos que tienes para mí, dijo, y se apresuró a doblar la esquina.

***

Sintió un toc como un estallido y un dolor punzante lo asaltó desde la base del cráneo a toda su cabeza, extendiéndose en milisegundos como una onda expansiva. Cayó de bruces en la acera e intentó sobreponerse al dolor para incorporarse, sin embargo, no tuvo la fuerza necesaria para contrarrestar la presión de la pisada en su espalda que lo mantuvo en posición. Con la vista nublada, cerca ya de la inconsciencia, vio unos pies que se acercaban a su rostro. No vio al perro. Quiso preguntar algo, pero un segundo golpe lo extinguió para siempre y, como todo el mundo, murió sin respuestas.

22 de julio de 2017

Cap. 10: Interludio

Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible
en un grado que todavía podemos soportar. Todo ángel es terrible.
Rainer Maria Rilke


«Si pudiese entender el trueno, la estridencia o, como mínimo, el murmullo que precede a la debacle, podría adelantar los hechos y contarlos. Pero lo cierto es que el entendimiento no descifra significados brutales. Ni siquiera los significados nacidos de los actos propiciados por uno mismo. Puedo saber cómo y por qué mata un humano, por ejemplo, pero jamás sabré qué significa ese acto: ¿poder?, ¿lascivia?, ¿diversión?, ¿justicia?, ¿venganza? Es imposible descifrarlo y eso es precisamente lo que quiero hacer: descifrar el significado de los hechos para adelantarme a la historia que está por nacer. Pero, ¿puedo rasgar este velo denso y violento que nos envuelve y vislumbrar siquiera lo que se avecina? No. No puedo. ¿Qué hacer entonces? Especular es de necios. Sólo queda testificar los días y sus horas. Incluso a mí, que he movido tantos hilos y he susurrado en tantos oídos, sólo me queda testificar.

Por estos días los gritos han aumentado. Los muertos se suceden unos tras otros como anécdotas malvadas y los medios los refieren agregando tinta y estadística al dolor. Como malditos, los victimarios disparan, patean humillan y desprecian enarbolando las banderas de la justicia, la patria, la soberanía, el pueblo y otras coartadas para esconder su podredumbre moral. Como malditos, las víctimas gritan, pelean, apedrean, incendian enarbolando las banderas de la patria, la soberanía, el pueblo y otras coartadas para esconder su carencia imaginativa e intelectual. Como malditos se escupen consignas que, significando lo mismo, no significan nada. Esta especie, a la que se dio el don del lenguaje, no se le dio el don de la inteligencia. Es una especie maldita.

Por estos días, quienes no tienen la suerte de huir confortablemente, cruzan las fronteras con sus pertenencias, sus hijos y sus pesadillas para habitar otras injusticias en otros estercoleros. No abrigan la esperanza de un futuro mejor, apenas si esperan comer y no morir asesinados en manos de un canalla que, por no haber jugado de niño, quiere jugar con vidas y con muertes. Por estos días, en nombre del amor, el odio se ha entronizado en vidas que debían ser nobles y hermosas: por estos días, los jóvenes odian tanto o más que sus mayores y envejecerán, quienes lo logren, odiando como nunca odiaron sus mayores. Por estos días, ser estúpido es admirable y ser canalla un héroe.

Por estos días, opinar es una compulsión tan urgente como las selfies y la palabra ha perdido valor por carencia de silencios. Por estos días, cantar follar abrazar besar bailar festejar soñar reír pensar concebir parir partir nacer morir… cualquier verbo que celebraba la existencia humana, cualquier acto, por simple que fuese, que hablase del hermoso privilegio de habitar el mundo como un humano, se ha convertido en un acto político, en una declaración: estoy con este bando. Por estos días, las ideas están cubiertas por una asquerosa y maloliente brea, o quizá sea tan solo mierda, después de todo.

Por estos días, vi a un pequeño niño en la calle vestido con los colores predilectos de El Gran Padre. Cabalgando los hombros de un hombre y rodeado por adultos ataviados como él, vociferaba consignas guerreras al grupo apostado frente a ellos a la espera de la confrontación. Un niño hermoso que debía estar jugando. Por estos días, me entristeció tanto la belleza. Por estos días lloré a esta especie maldita y seguí mi camino. Merecen ser castigados. Merecen el horror, pensé».

10 de junio de 2017

Cap. 9: El origen de las especies

El detective Rodríguez vio el pequeño sobre amarillo en su escritorio acomodado justo sobre la pila de carpetas que contenían cientos de casos sin resolver y que con deliberado estruendo depositara al lado del teléfono Milena, la multioperada, como llamaban en la delegación a la secretaria del Capitán. Órdenes superiores, dijo lacónica mientras se alejaba. Eso había sucedido apenas diez minutos atrás, de modo que aquel sobre lo dejaron allí mientras estuvo en el baño.

Levantó el sobre y leyó la frase escrita con hermosa caligrafía: «Rodríguez, Corona & Co». En el dorso no había nada escrito. Palpó con cuidado el sobre y sintió un pequeño objeto dentro y al seguir el contorno supo que se trataba de un pendrive. Se apresuró a abrir el sobre. Dentro había también una nota:

«He pensado que algún día me llevarías a un lugar habitado por una araña del tamaño de un hombre y que pasaríamos toda la vida mirándola, aterrados». Feodor Dostoievski.

Rodríguez sintió cómo se le erizaban los vellos de la nuca y un enorme agujero, causado por un miedo repentino y portentoso, se instaló en su estómago. Levantó la mirada hacia el escritorio del detective Corona, quien fingía leer un informe de criminalística. Siempre fingía leerlos. Lo llamó con voz asustada: ¡Corona! El hombre levantó los ojos del informe y al ver el rostro de Rodríguez supo que se aproximaban tiempos negros. Negrísimos.


***
Eran tres. Un adulto y dos cachorros. Hurgaban entre la basura y se apresuraban a masticar cualquier cosa que pudiesen comer. De vez en cuando se miraban de reojo, vigilándose. Intentaban mantener sus porciones a salvo del vecino, sin duda miembro de la manada, pero también un potencial adversario en tiempos de poca comida. Sucios, flacos, desgastados, arrastrados por las circunstancias a habitar ambientes extremos antes reservados solo a las bacterias y a los carroñeros. Aquello era la evolución en marcha, ocurriendo ante la mirada de cualquiera que observara con el ojo entrenado por Darwin. Para quien no, era una desgracia en directo. Para ella era ambas cosas. Era así como la supervivencia del más apto perdía su belleza natural y devenía acto contra natura.

El más pequeño de los cachorros vio la sombra de la mujer proyectada sobre la pared y se giró rápidamente, sobresaltado. La miró detenidamente de arriba abajo y luego dejó sus ojos clavados en los de ella, atento, vigilándola. El adulto tomó la porción de comida de la mano del pequeño y al notar que este no oponía resistencia se dio vuelta para ver a donde éste miraba. Su expresión primera fue de sorpresa pero luego, al notar la bolsa que la mujer tenía en la mano, cambió con la tensión expectante de quien se dispone a atacar y calcula, depredador y oportunista, sus oportunidades en las debilidades de la víctima. Ella no se inmutó y le dedicó una sonrisa triste. Levantó la bolsa para mostrársela. No será necesario, dijo, y se adentró al final del callejón seguida por la manada.

Los cuatro se miraron varios segundos que parecieron eternos hasta que ella rompió el silencio: Puedo conseguirte más, pero primero debes hacer algo por mí. El hombre la miró con desconfianza pero interesado. ¿Qué quiere que haga?, dijo mientras veía alternativamente los ojos de la mujer y la bolsa con comida. Sólo debes llevar este sobre hasta la Delegación de la Policía Especial que está al final de la calle, respondió ella con confianza, calibrando al sujeto. ¿Por qué no quitarle la bolsa de una vez?, dijo el hombre enseñando un cuchillo que sacó detrás del pantalón.

La mujer tragó saliva. Por un momento tuvo dudas sobre si aquello había sido una buena idea. Se quedó paralizada viendo el arma y meditó sus próximas palabras con cuidado. Porque debajo de toda esa mugre hay un padre que aún vela por sus hijos. ¿Son tus hijos, verdad?, el hombre asintió con la mirada húmeda y miró a los pequeños. Bueno, no querrás que prueben auténtica comida solo por hoy. ¿Y tu mujer?, el hombre guardó el cuchillo y un par de lágrimas comenzaban a bajar por sus mejillas. Murió, dijo, intentando controlar el llanto. Siento escuchar eso, se lamentó la mujer. ¿Dónde vives?, preguntó, ya dueña de la situación, mientras le extendía el sobre al sujeto. En la calle. Me echaron de mi casa por protestar y se la dieron a otra gente. El hombre tomó el sobre. Deja a los niños conmigo. Cuando regreses te llevaré a donde están las otras bolsas. El hombre caminó lentamente hacia la delegación.

A ver niños, ¿quién quiere chocolate?, dijo la mujer mientras sacaba dos barras de los bolsillos. Los pequeños comenzaron a saltar de alegría.


***
No entiendo para qué darle pistas sobre nosotros a la policía, dijo Eugenio mientras jugaba con el pendrive, haciéndolo girar en la mesa. Hay que apurar un poco las cosas, querido. Además, acordamos en que necesitamos a alguien dentro de la policía, respondió Teresa colocando los platos en la mesa. No me gusta, intervino Julia mientras preparaba cinco bolsas con comida que llevarían en la misión. ¿Y la manera de conseguir un cómplice es delatándonos?, insistió Eugenio. ¡No exageres! Además, tengo un buen presentimiento sobre el Detective Corona, lo he estado observando… ¡confíen en mí, por dios!, dijo la anciana haciendo un ademán de invitación a la mesa.

Comían ensimismados cada uno en sus pensamientos. Julia y Eugenio con expresión preocupada. Teresa, francamente divertida, los miraba cada tanto y sonreía. Eugenio rompió el silencio: Es arriesgado. ¡Y peligroso! Los zamuros pueden ser gente violenta, dijo mirando fijamente a Teresa. No hay de qué preocuparse. Julia y Morgan irán conmigo. Dejaremos cuatro bolsas en un lugar seguro y luego me seguirán discretamente a distancia prudencial. En cuanto a los zamuros, ya localicé a uno que podría servir. Se le ve vulnerable y tiene dos niños, no creo que sea un peligro. Julia observó a Morgan, quien ya daba las últimas dentelladas a su hueso. El perro levantó la vista y se la quedó viendo, también preocupado. No me gusta, dijo Julia, pero estaremos allí. Morgan ladró una vez y se sentó sobre sus cuartos traseros. Julia lo acarició.

Una familia, pensó Teresa.


***
¡No me jodas!, ¿una foto de un perro echado en la acera? ¿Eso es todo?, exclamó Rodríguez al abrir el único archivo que contenía el pendrive. Estaba indignado por partida doble: por lo pobre de la pista y por haber sentido miedo por nada. Corona observó la foto ignorando al perro y detallando los alrededores. No era un plano cerrado, de modo que en el cuadro entraban algunos elementos en los que se fijó atentamente. Sonrió. ¡Bueno, a leer a Dostoievski!, dijo dándole unas palmadas a Rodríguez en el hombro. Rodríguez lo miró molesto. Esto no es «Seven», le espetó. Corona dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida.

Ni yo Brad Pitt, le escuchó decir.

28 de diciembre de 2016

Cap. 8: Una lengua que ya ni Dios habla

El Padre Alberto temblaba incontrolablemente ante la visión del cadáver del Ciudadano Ministro que, tirado en el piso sobre un charco de sangre, le recordaba que no había institución a salvo de la ira humana, ni siquiera la suya, tan cercana al poder político y ligada al poder de Dios. Atado de manos, observaba cómo aquella extraña pareja sacaba por la parte de atrás de la sacristía las preciadas cajas de comida que con tanto esfuerzo acaparó para vender a quienes pudiesen pagar los sagrados diezmos que cobraba: generalmente, píos funcionarios de gobierno como el Ciudadano Ministro, quien ese domingo acudió de madrugada «al abasto de El Señor», como solía decir, arrancando carcajadas al párroco.

El padre intentó incorporarse del piso, pero Morgan gruñó mostrando los dientes y acercó el hocico tan pegado a su rostro que pudo oler el fétido aliento del perro. No era el Can Cerbero resguardando las puertas del Hades y sin embargo. En todo caso, el Padre Alberto supo que estaba por entrar al inframundo. Alzó la mirada evitando los pozos profundos que eran los ojos de aquel animal y se topó con el rostro del Cristo Redentor quien, crucificado en yeso, desde el altar parecía sonreírle con desprecio.

Bueno padrecito, ya terminamos aquí, dijo Eugenio acercándose mientras Morgan se apartaba del cura al escuchar el ruido metálico producido por la barra de acero que Julia frotaba contra el piso al caminar. El padre suspiró aliviado al ver que el perro se dirigía a la entrada de la sacristía y se quedaba sentado en sus cuartos traseros, en guardia, velando la entrada. Cerbero. Comenzaba a dar gracias a Dios cuando se interrumpió su gratitud: ¿Le doy?, preguntó Julia alzando la barra de acero a la altura de la frente del párroco.  No. Semejante hijo de puta merece un final, ¿cómo diríamos?... más bíblico, respondió Eugenio agachándose para estar a la altura del rostro del Padre Alberto. Eugenio tomó su pañuelo y limpió las lágrimas que bajaban a raudales de los ojos del cura para luego guardarlo en el bolsillo de la sotana de éste y después recogió la  biblia que estaba en el piso. Hizo una pausa larga y teatral mientras examinaba sus temblorosas facciones y tras una casi imperceptible mueca de asco puso su atención en el libro. Detalló con cuidado la encuadernación en cuero, las palabras repujadas y bañadas en oro, los arabescos, también en oro, que adornaban el lomo y la espectacular belleza de la grafía con que estaba escrito el título: La Sagrada Biblia. Después volvió a mirar al cura a los ojos y preguntó despacio, controlando el odio que lo invadía: Dígame, padre. ¿En este libro dice algo sobre robar, hambrear, explotar, humillar o despreciar a los pobres?  El Padre Alberto intentaba responder, pero los gemidos y el pánico que apretaba su pecho le impedían articular palabra. Eugenio notó que la respiración del sacerdote se hacía cada vez más rápida y errática y temió que fuera a darle un infarto que lo liberara de lo que vendría y no estaba dispuesto a concederle la gracia, porque ahora él era el único dios en esa iglesia. ¿No puede respirar? Déjeme ayudarlo, dijo y azotó con el libro el rostro del cura usando toda su fuerza. Morgan aulló. Julia sonrió y Eugenio sintió miedo de sí mismo por primera vez.

***

El Padre Alberto Amador fue alguna vez un hombre de fe. Tuvo tanta, que la depositó por partes iguales en Dios, en los hombres y, por supuesto, en El Movimiento, un circo bien montado en donde los discursos populistas amalgamaban en su retórica, jerga militar, conceptos pseudomarxistas, evangelios de todo tipo, basura new age y deformación histórica al uso. Era una locura contagiosa que no sólo obnubiló la vista del buen párroco, sino también de intelectuales, artistas y una que otra socialité de moda. Como muchos, sintió el llamado la primera vez que vio a El Gran Padre en uno de sus discursos. Aquel hombre, capaz de encantar serpientes durante horas tan solo con la palabra, se le antojó, sino una encarnación de Cristo, por lo menos un mesías autorizado por El Señor a allanar el camino para la justicia que se acercaba, de lo contrario, ¿cómo podría explicarse que palabras como paz o amor o prójimo o justicia o verdad sonaran hermosas y límpidas en voz de un hombre bruto y feroz en traje de combate? Aquel hombre era un mahatma, concluyó.

Convencido de la autenticidad de El movimiento, subordinó su sagrado ministerio a las órdenes de líderes de toda laya. Por su iglesia pasaron dirigentes de comunas, comandantes de milicias, diputados ─muchos diputados, directores generales, directores sectoriales, directores a secas, alcaldes y, por supuesto, ministros. Siempre listo a colaborar, organizó para ellos actos en donde se entregaban casas, autos, electrodomésticos y un sinfín de bienes impagables por la gente que acudía a misa los domingos rogando por un bien que nadie, salvo ellos mismos, podría regalarles: una vida mejor. Pronto comprendió el Padre Alberto Amador que toda aquella generosidad estaba incompleta sin el debido mensaje aleccionador y supuso que, simplemente, a aquellos líderes les faltaba lo que al Gran Padre le sobraba: el don de la palabra. Así, Alberto Amador se propuso la gigantesca tarea de educar. Sus sermones fueron cada vez más inspirados y lo llevaron al cenit de la fama y todos lo adoraron. Todos… y El Gran Padre lo quería.

Una mañana mientras preparaba su próximo sermón tocó a su puerta un oficial severo y correcto quien, como un ángel anunciador, dijo: El Gran Padre le espera esta noche para la celebración del décimo aniversario de El Movimiento. Su invitación. Después saludó con toda la marcialidad del caso y se marchó. El Padre Alberto lloró de felicidad y preparó su mejor sotana para encontrarse, sin saberlo aún, con la verdad.

Aquella noche a la luz de la luna en el fastuoso patio del Palacio Presidencial, entre tragos de whisky 21 años, mujeres hermosas y exquisita comida, el Padre Alberto sopesó con cuidado la frase que remataba la larga explicación con que El Gran Padre le estaba obsequiando: Concluyendo, Padre, lo necesito. ¿Nos sigue jodiendo o se nos une? El rostro hinchado de la gula le mostró los dientes en una sonrisa salvaje y Alberto tragó grueso. Una hermosa rubia trajeada en un diminuto vestido se acercó a ellos con dos vasos y El Gran Padre rodeó su cintura con un brazo. El Padre Alberto tomó el vaso, observó los grandes senos de la mujer a través del generoso escote y luego dirigió la mirada al rostro de su interlocutor quien lo observaba divertido. Alzó el vaso a manera de brindis y respondió: Faltaba más.

***

El sonido de las campanas sacó de la inconsciencia al padre. Se incorporó lentamente hasta quedar sentado, aquejado de un dolor agudo en el rostro y de zumbidos en los oídos. Mientras su visión borrosa recobraba los detalles de su iglesia sintió el olor a gasolina que impregnaba el ambiente. Parpadeó con fuerza para apurar el enfoque y fue entonces cuando pudo distinguir a Eugenio quien derramaba el combustible por los bancos, el altar, las paredes, el confesionario. ¿Qué hace, maldito? ¡Esta es la Casa de Dios!, gritó el Padre Alberto Amador más con terror que con indignación. Eugenio se detuvo. ¡Padre, ya está de vuelta! Claro, claro, la casa de Dios. Eugenio se acercó hasta el cura e hizo un círculo de gasolina a su alrededor. Bueno, padre. Digamos que el dueño de casa se hartó de la abyección de su inquilino. Sabe, padre, dicen que el fuego lo purifica todo. ¿Qué tal si lo purificamos un poco antes de que vaya a visitar a su casero?, dijo agregando un último choro de gasolina sobre el sacerdote.

Julia bajó del campanario y se colocó al lado de Eugenio. Morgan seguía el espectáculo con curiosidad desde la puerta. Eugenio arrojó a un lado el recipiente vacío y sacó una caja de fósforos de su bolsillo. Julia se los quitó de la mano: Yo lo hago, dijo sonriendo y caminaron hasta la entrada. De repente escucharon al padre gritar desaforadamente: Judica, Domine, nocentes me: expugna impugnantes me y la pareja se volvió para mirarlo extrañados. El padre continuó: Confundantur et revereantur quaerentes animam meam. Avertantur retrorsum et confundantur cogitantes mihi mala. Julia y Eugenio entornaron los ojos mientras veían al cura. Después se miraron, se encogieron de hombros y continuaron hacia la entrada. En el umbral, la chica arrojó un fósforo y cerró la puerta. Desde adentro llegaban los gritos de Alberto:

Fiat tamquam pulvis ante faciem venti: et angelus Domini coarctans eos.
Fiat viae illorum tenebrae, et lubricum: et angelus Domini persequens eos.
Quoniam gratis absconderunt mihi interitum laquei sui: supervacue exprobraverunt animam meam.
Veniat illi laqueus quem ignorat; et captio quam anscondit, apprehendat eum: et in laqueum cadat in ipsum.
Anima autem meam exsultabit in Domino: et delectabitur super salutari suo.

La pareja tomó algunos de los productos que se apilaban en las cajas y dejó el resto para la gente que pronto llegaría invitada por el sonido de las campanas. Bajaron las escaleras sin prisas, tomándose el tiempo, callados, para disfrutar del aire de la madrugada. De repente, Julia se detuvo a ver las primeras llamas que danzaban tras los vitrales. Estuvo un rato contemplándolas, serena, inexpresiva. Luego rompió el silencio: ¿Qué estaba gritando? Eugenio se giró, se quedó mirando la iglesia un momento, luego escupió y siguió su camino. ¡Qué sé yo!