28 de diciembre de 2016

Cap. 8: Una lengua que ya ni Dios habla

El Padre Alberto temblaba incontrolablemente ante la visión del cadáver del Ciudadano Ministro que, tirado en el piso sobre un charco de sangre, le recordaba que no había institución a salvo de la ira humana, ni siquiera la suya, tan cercana al poder político y ligada al poder de Dios. Atado de manos, observaba cómo aquella extraña pareja sacaba por la parte de atrás de la sacristía las preciadas cajas de comida que con tanto esfuerzo acaparó para vender a quienes pudiesen pagar los sagrados diezmos que cobraba: generalmente, píos funcionarios de gobierno como el Ciudadano Ministro, quien ese domingo acudió de madrugada «al abasto de El Señor», como solía decir, arrancando carcajadas al párroco.

El padre intentó incorporarse del piso, pero Morgan gruñó mostrando los dientes y acercó el hocico tan pegado a su rostro que pudo oler el fétido aliento del perro. No era el Can Cerbero resguardando las puertas del Hades y sin embargo. En todo caso, el Padre Alberto supo que estaba por entrar al inframundo. Alzó la mirada evitando los pozos profundos que eran los ojos de aquel animal y se topó con el rostro del Cristo Redentor quien, crucificado en yeso, desde el altar parecía sonreírle con desprecio.

Bueno padrecito, ya terminamos aquí, dijo Eugenio acercándose mientras Morgan se apartaba del cura al escuchar el ruido metálico producido por la barra de acero que Julia frotaba contra el piso al caminar. El padre suspiró aliviado al ver que el perro se dirigía a la entrada de la sacristía y se quedaba sentado en sus cuartos traseros, en guardia, velando la entrada. Cerbero. Comenzaba a dar gracias a Dios cuando se interrumpió su gratitud: ¿Le doy?, preguntó Julia alzando la barra de acero a la altura de la frente del párroco.  No. Semejante hijo de puta merece un final, ¿cómo diríamos?... más bíblico, respondió Eugenio agachándose para estar a la altura del rostro del Padre Alberto. Eugenio tomó su pañuelo y limpió las lágrimas que bajaban a raudales de los ojos del cura para luego guardarlo en el bolsillo de la sotana de éste y después recogió la  biblia que estaba en el piso. Hizo una pausa larga y teatral mientras examinaba sus temblorosas facciones y tras una casi imperceptible mueca de asco puso su atención en el libro. Detalló con cuidado la encuadernación en cuero, las palabras repujadas y bañadas en oro, los arabescos, también en oro, que adornaban el lomo y la espectacular belleza de la grafía con que estaba escrito el título: La Sagrada Biblia. Después volvió a mirar al cura a los ojos y preguntó despacio, controlando el odio que lo invadía: Dígame, padre. ¿En este libro dice algo sobre robar, hambrear, explotar, humillar o despreciar a los pobres?  El Padre Alberto intentaba responder, pero los gemidos y el pánico que apretaba su pecho le impedían articular palabra. Eugenio notó que la respiración del sacerdote se hacía cada vez más rápida y errática y temió que fuera a darle un infarto que lo liberara de lo que vendría y no estaba dispuesto a concederle la gracia, porque ahora él era el único dios en esa iglesia. ¿No puede respirar? Déjeme ayudarlo, dijo y azotó con el libro el rostro del cura usando toda su fuerza. Morgan aulló. Julia sonrió y Eugenio sintió miedo de sí mismo por primera vez.

***

El Padre Alberto Amador fue alguna vez un hombre de fe. Tuvo tanta, que la depositó por partes iguales en Dios, en los hombres y, por supuesto, en El Movimiento, un circo bien montado en donde los discursos populistas amalgamaban en su retórica, jerga militar, conceptos pseudomarxistas, evangelios de todo tipo, basura new age y deformación histórica al uso. Era una locura contagiosa que no sólo obnubiló la vista del buen párroco, sino también de intelectuales, artistas y una que otra socialité de moda. Como muchos, sintió el llamado la primera vez que vio a El Gran Padre en uno de sus discursos. Aquel hombre, capaz de encantar serpientes durante horas tan solo con la palabra, se le antojó, sino una encarnación de Cristo, por lo menos un mesías autorizado por El Señor a allanar el camino para la justicia que se acercaba, de lo contrario, ¿cómo podría explicarse que palabras como paz o amor o prójimo o justicia o verdad sonaran hermosas y límpidas en voz de un hombre bruto y feroz en traje de combate? Aquel hombre era un mahatma, concluyó.

Convencido de la autenticidad de El movimiento, subordinó su sagrado ministerio a las órdenes de líderes de toda laya. Por su iglesia pasaron dirigentes de comunas, comandantes de milicias, diputados ─muchos diputados, directores generales, directores sectoriales, directores a secas, alcaldes y, por supuesto, ministros. Siempre listo a colaborar, organizó para ellos actos en donde se entregaban casas, autos, electrodomésticos y un sinfín de bienes impagables por la gente que acudía a misa los domingos rogando por un bien que nadie, salvo ellos mismos, podría regalarles: una vida mejor. Pronto comprendió el Padre Alberto Amador que toda aquella generosidad estaba incompleta sin el debido mensaje aleccionador y supuso que, simplemente, a aquellos líderes les faltaba lo que al Gran Padre le sobraba: el don de la palabra. Así, Alberto Amador se propuso la gigantesca tarea de educar. Sus sermones fueron cada vez más inspirados y lo llevaron al cenit de la fama y todos lo adoraron. Todos… y El Gran Padre lo quería.

Una mañana mientras preparaba su próximo sermón tocó a su puerta un oficial severo y correcto quien, como un ángel anunciador, dijo: El Gran Padre le espera esta noche para la celebración del décimo aniversario de El Movimiento. Su invitación. Después saludó con toda la marcialidad del caso y se marchó. El Padre Alberto lloró de felicidad y preparó su mejor sotana para encontrarse, sin saberlo aún, con la verdad.

Aquella noche a la luz de la luna en el fastuoso patio del Palacio Presidencial, entre tragos de whisky 21 años, mujeres hermosas y exquisita comida, el Padre Alberto sopesó con cuidado la frase que remataba la larga explicación con que El Gran Padre le estaba obsequiando: Concluyendo, Padre, lo necesito. ¿Nos sigue jodiendo o se nos une? El rostro hinchado de la gula le mostró los dientes en una sonrisa salvaje y Alberto tragó grueso. Una hermosa rubia trajeada en un diminuto vestido se acercó a ellos con dos vasos y El Gran Padre rodeó su cintura con un brazo. El Padre Alberto tomó el vaso, observó los grandes senos de la mujer a través del generoso escote y luego dirigió la mirada al rostro de su interlocutor quien lo observaba divertido. Alzó el vaso a manera de brindis y respondió: Faltaba más.

***

El sonido de las campanas sacó de la inconsciencia al padre. Se incorporó lentamente hasta quedar sentado, aquejado de un dolor agudo en el rostro y de zumbidos en los oídos. Mientras su visión borrosa recobraba los detalles de su iglesia sintió el olor a gasolina que impregnaba el ambiente. Parpadeó con fuerza para apurar el enfoque y fue entonces cuando pudo distinguir a Eugenio quien derramaba el combustible por los bancos, el altar, las paredes, el confesionario. ¿Qué hace, maldito? ¡Esta es la Casa de Dios!, gritó el Padre Alberto Amador más con terror que con indignación. Eugenio se detuvo. ¡Padre, ya está de vuelta! Claro, claro, la casa de Dios. Eugenio se acercó hasta el cura e hizo un círculo de gasolina a su alrededor. Bueno, padre. Digamos que el dueño de casa se hartó de la abyección de su inquilino. Sabe, padre, dicen que el fuego lo purifica todo. ¿Qué tal si lo purificamos un poco antes de que vaya a visitar a su casero?, dijo agregando un último choro de gasolina sobre el sacerdote.

Julia bajó del campanario y se colocó al lado de Eugenio. Morgan seguía el espectáculo con curiosidad desde la puerta. Eugenio arrojó a un lado el recipiente vacío y sacó una caja de fósforos de su bolsillo. Julia se los quitó de la mano: Yo lo hago, dijo sonriendo y caminaron hasta la entrada. De repente escucharon al padre gritar desaforadamente: Judica, Domine, nocentes me: expugna impugnantes me y la pareja se volvió para mirarlo extrañados. El padre continuó: Confundantur et revereantur quaerentes animam meam. Avertantur retrorsum et confundantur cogitantes mihi mala. Julia y Eugenio entornaron los ojos mientras veían al cura. Después se miraron, se encogieron de hombros y continuaron hacia la entrada. En el umbral, la chica arrojó un fósforo y cerró la puerta. Desde adentro llegaban los gritos de Alberto:

Fiat tamquam pulvis ante faciem venti: et angelus Domini coarctans eos.
Fiat viae illorum tenebrae, et lubricum: et angelus Domini persequens eos.
Quoniam gratis absconderunt mihi interitum laquei sui: supervacue exprobraverunt animam meam.
Veniat illi laqueus quem ignorat; et captio quam anscondit, apprehendat eum: et in laqueum cadat in ipsum.
Anima autem meam exsultabit in Domino: et delectabitur super salutari suo.

La pareja tomó algunos de los productos que se apilaban en las cajas y dejó el resto para la gente que pronto llegaría invitada por el sonido de las campanas. Bajaron las escaleras sin prisas, tomándose el tiempo, callados, para disfrutar del aire de la madrugada. De repente, Julia se detuvo a ver las primeras llamas que danzaban tras los vitrales. Estuvo un rato contemplándolas, serena, inexpresiva. Luego rompió el silencio: ¿Qué estaba gritando? Eugenio se giró, se quedó mirando la iglesia un momento, luego escupió y siguió su camino. ¡Qué sé yo!

6 de octubre de 2016

Cap. 7: Épica del miedo

Estaba sentado en la acera con la espalda apoyada en la pared, las piernas estiradas, los brazos a los lados, caídos, con las palmas de las manos hacia arriba. Miraba hacia su ombligo, como quien se ha quedado dormido justo en el último cabeceo y no vuelve a espabilarse. Todo en él era la imagen del hombre que se deja vencer por el agotamiento –o quizá por la borrachera, en una calle apenas iluminada por los primeros rayos del sol, de no ser por un detalle: era un trozo de carbón. La piel había sido chamuscada hasta convertirse en una costra negra y cuarteada que, en algunos lugares, se fundía con la ropa gracias a la lenta combustión a la que fuera sometido el sujeto.

Alrededor del cadáver habían dispuesto en un semicírculo empaques vacíos de productos considerados los más buscados: una lata de leche, una bolsa de arroz de dos kilos, dos paquetes de pasta larga, una bolsa de azúcar, varias cajas de crema dental, un paquete de harina de maíz y, cosa extraña, una cajetilla de cigarrillos. Qué raro, se dijo el detective quien, en cuclillas, examinaba este curioso objeto que desentonaba con el resto.

El detective se incorporó y repasó con la mirada el semicírculo recorriéndolo en el sentido de las manecillas del reloj, comenzando con la lata de leche hasta terminar en la cajetilla de cigarrillos. Después se detuvo por un instante en el cadáver para luego levantar la mirada y leer, una vez más, el grafiti en la pared justo encima del cuerpo: «juguemos con fuego».


***
El debut de la frase –nunca mejor dicho, se remontaba a dos meses atrás, durante la transmisión de un partido de béisbol. Pedro Gañate, cuarto bate de Los Jornaleros del Llano, conectaba un jonrón descomunal, de esos en los que el choque de la bola con el bate produce un tock audible mucho más allá del estadio. El caso es que la cámara, al seguir la trayectoria de la pelota que ascendía por el centerfield, termina encuadrando la salida del bólido justo cuando se desplegaba una inmensa pancarta que ponía «juguemos con fuego». Fue épico. El estadio enloqueció. El narrador gritaba, los fanáticos aullaban y Gañate trotaba lentamente hacia el home señalando con el dedo la gigantesca pancarta que celebraba el cuadrangular ganador del primer campeonato para Los Jornaleros. La prensa atribuyó la pancarta a algún fanático entusiasta y el encuadre de la cámara se repitió como un eco en las primeras páginas de los diarios. Después del estadio, enloquecería Ciudad Bendita.

Al principio a nadie le extrañó que la frase se hiciera viral e invadiera toda la ciudad. Hasta que comenzó el fuego. Primero un abasto del cual se salvó sólo la pared en donde estaba escrita. Después una iglesia, luego un juzgado, a continuación un banco, les siguió una alcaldía. Todos con el mismo patrón: pared intacta, frase legible. La policía no hallaba qué hacer y no se producían arrestos. Luego sucedió lo impensable. Una mañana la frase apareció sobre una de las vallas en donde los ojos de El Gran Padre vigilaban la cotidianidad de sus hijos. Advertidos del peligro, las autoridades retiraron inmediatamente la valla pero no evitaron que ardiera la de enfrente y es que, cuestión de método, la una estaba marcando a la otra, después de todo, ¿cómo preservarías sólo un pedazo del vinilo? Fue demasiado. Las autoridades necesitaban un culpable urgentemente, había que aleccionar a la población. La imagen de un pelotero señalando una pancarta en su recorrido triunfal al home les dio lo que necesitaban.

La prensa hizo lo suyo: «Detenido Pedro Gañate». «Pedro Gañate, el hombre del fuego». «Gañate conspiraba». «Los Jornaleros se desmarcan». «El Traidor sentenciado». En pocos días el jonronero pasó de ser héroe deportivo a traidor a la patria. Daños colaterales, llaman a eso.


***

Dime, Rodríguez, para qué querías verme, la voz trajo de vuelta a este mundo al detective interrumpiendo la cadena de sucesos que construía mentalmente. Rodríguez señaló el cadáver diciendo Parece que nuestros casos se cruzan, encendió un cigarrillo y se hizo a un lado para que su colega examinara la escena del crimen. ¿Qué tiene que ver esto con el asesino del tubo?, dijo sonriendo el recién llegado. Mira aquí, Rodríguez señaló la nuca del cadáver. El detective Corona, que así se llamaba, acercó el rostro e hizo una mueca de espanto al ver la fractura abierta en la base del cráneo. ¡Por Dios, no me acostumbro a esto!, se alejó del cadáver y dio vueltas para mirar a la gente que se agolpaba detrás de la barrera. Ok, o trabajaron juntos o son el mismo tipo, ¿qué opinas?, preguntó Corona mientras se llevaba un caramelo de menta a la boca para combatir la náusea. Que podría ser un tercero rindiéndole homenaje a sus ídolos, dijo Rodríguez para luego añadir, al ver el gesto de duda de su colega: Hay un elemento nuevo: hasta donde sé, ni el asesino del tubo ni el pirómano dejan mensajes en la escena del crimen, señaló los objetos en semicírculo y esperó por la respuesta. Corona se tomó un tiempo. Sopesó las palabras del detective mientras observaba los objetos dejados alrededor del cadáver. Levantó el rostro y se quedó unos segundos viendo a Rodríguez a los ojos. Hablamos luego, fue todo lo que dijo antes de marcharse.

Un perro se coló entre las personas y comenzó a olisquear alrededor del cadáver. Rodríguez le lanzó una patada para ahuyentarlo provocando una reacción adversa del público. El perro abandonó rápidamente la escena del crimen, pero en cuanto pasó por el bosque de piernas se detuvo un momento y observó a Rodríguez discutiendo con la gente. Después se alejó despacio.


14 de septiembre de 2016

Cap. 6: Tres… comacatorcedieciséis

Transcurrieron minutos largos de un silencio sólo interrumpido por los truenos, en los que Eugenio miraba alternativamente la barra de acero, la bolsa de alimentos, el perro, la anciana y, finalmente, a la chica que, en posición fetal, descansaba su cabeza sobre el regazo de Teresa. Julia parecía dormida, pero él presentía en ella un estado exacerbado que la mantenía alerta a todo cuanto ocurría a su alrededor. Por otro lado, el perro lo tenía claro: sentado sobre sus cuartos traseros, miraba fijamente a Eugenio y observaba de reojo a la muchacha como esperando una orden. La vi salir del callejón, bajo la lluvia. Cuando bajé, la encontré parada en la entrada del edificio, dijo Eugenio. Apenas abrí la puerta dijo «Teresa» y se sentó en el piso temblando, por eso la traje, dijo Eugenio detallando el movimiento errático bajo los párpados de Julia.

Teresa acariciaba suavemente el cabello de Julia y aunque parecía concentrada en ello, sopesaba con cuidado posibles respuestas para dar a su vecino. Eugenio lo sabía y la dejó hacer. Es mi nieta, vive en el interior y vino a traerme comida, respondió la anciana señalando la bolsa y en su respuesta, por lo absurda –y también por el tono, Eugenio pareció escuchar una invitación a la complicidad, una puerta dejada intencionalmente entreabierta para que él, un sujeto solitario y sin nada más que perder, entrara a un mundo que estaba por anunciarse. Claro, claro. Y viajó con un curioso equipaje, dijo el hombre señalando al perro y la barra de acero. Julia abrió los ojos y clavó una mirada gélida y amenazante en Eugenio quien sintió un escalofrío recorrer su columna erizando los vellos de la nuca. Morgan se puso tenso, levantando un poco sus cuartos traseros gruñó bajo, peligroso. ¡Wow, wow, wow!, tranquila niña, estoy de tu lado, sea cual sea, dijo levantando su única mano en señal de juramento. Julia miró a la anciana quien sonriendo cerró los párpados de la chica. No tienes nada que temer, es un buen hombre, le dijo Teresa y la muchacha se entregó inmediatamente al sueño. Morgan se relajó por completo y se echó tras un soplido cómico que a Eugenio le arrancó una risa discreta.

***

En la cocina, mientras Julia y Morgan dormían, Eugenio y Teresa se contaron todo. Fue una larga charla en la que el hombre habló de sus pérdidas y sus derrotas, de sus odios. Teresa, por su parte, refirió su llegada al país huyendo de la viudez y los largos setenta años de soledad que terminaron, paradójicamente, por anclarme a la maldita realidad: soy viuda. ¡Y huérfana! Murió incluso el país que me adoptó, dijo la anciana mientras señalaba el mapa enmarcado en la sala y en que solía imaginar los viajes que haría por su territorio con un futuro marido que nunca tuvo. A mis noventa y dos sólo quiero morir, dijo mirando a Julia en el sofá.

Eugenio encendió un cigarrillo. Se recreó por un momento con el humo que ascendía desde su garganta y sintió que lo abrazaba una paz extraña. No era una paz benigna, era, más bien, la sensación de confianza que nace antes de la venganza, esa acción que, sin sanar heridas, devuelve las cosas a su justo equilibrio. La entiendo. Desde que asesinaron a mi hijo, no he deseado otra cosa. Pero primero, me gustaría ver arder el mundo, dijo. Se quedó mirando a la anciana y se preguntó si en aquellos deprimidos noventa y dos años se encontraban vestigios del fuego humano. La anciana, de espaldas a Eugenio, sintió la mirada sobre ella y adivinó sus pensamientos. No podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo el libro al fuego, dijo sin apartar la vista de Julia. Después agregó, girándose hacia Eugenio: George Sand. Él la miró desconcertado. La frase. Es de George Sand, la escritora, dijo divertida. ¡Ah!, respondió Eugenio. Pasaron otros minutos de silencio mientras la anciana lavaba las tazas de café y él terminaba su cigarrillo.

Eugenio se levantó y empujó la silla hacia su posición original en la mesa. Bostezó. Disculpe, es que a estas horas suelo estar dormido, dijo avergonzado. Aún conservo la ropa de mi hijo en casa. Después la traeré. A su edad, las chicas también usan jeans y camisetas, según he visto, agregó señalando a Julia. Teresa lo acompañó hasta la puerta.

En el umbral, Eugenio se dio vuelta y sorprendió a Teresa al hacer una reverencia, tomarle la mano y besarla en el dorso, un gesto exagerado y simpático que remató con la frase Dígame, mi señora. ¿No le gustaría ver el mundo arder? Se miraron fijamente por unos segundos. Luego Teresa sonrió con todo el rostro y de sus ojos saltaron chispas de júbilo, el fuego humano. Eugenio devolvió la sonrisa y se dio vuelta para marcharse. Yo me sé otra: «La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse», dijo mientras levantaba la mano a modo de despedida. Oscar Wilde, remató ella mientras lo veía entrar en su departamento. Se había cerrado el círculo.

***

En el callejón miles de ratas.