14 de septiembre de 2016

Cap. 6: Tres… comacatorcedieciséis

Transcurrieron minutos largos de un silencio sólo interrumpido por los truenos, en los que Eugenio miraba alternativamente la barra de acero, la bolsa de alimentos, el perro, la anciana y, finalmente, a la chica que, en posición fetal, descansaba su cabeza sobre el regazo de Teresa. Julia parecía dormida, pero él presentía en ella un estado exacerbado que la mantenía alerta a todo cuanto ocurría a su alrededor. Por otro lado, el perro lo tenía claro: sentado sobre sus cuartos traseros, miraba fijamente a Eugenio y observaba de reojo a la muchacha como esperando una orden. La vi salir del callejón, bajo la lluvia. Cuando bajé, la encontré parada en la entrada del edificio, dijo Eugenio. Apenas abrí la puerta dijo «Teresa» y se sentó en el piso temblando, por eso la traje, dijo Eugenio detallando el movimiento errático bajo los párpados de Julia.

Teresa acariciaba suavemente el cabello de Julia y aunque parecía concentrada en ello, sopesaba con cuidado posibles respuestas para dar a su vecino. Eugenio lo sabía y la dejó hacer. Es mi nieta, vive en el interior y vino a traerme comida, respondió la anciana señalando la bolsa y en su respuesta, por lo absurda –y también por el tono, Eugenio pareció escuchar una invitación a la complicidad, una puerta dejada intencionalmente entreabierta para que él, un sujeto solitario y sin nada más que perder, entrara a un mundo que estaba por anunciarse. Claro, claro. Y viajó con un curioso equipaje, dijo el hombre señalando al perro y la barra de acero. Julia abrió los ojos y clavó una mirada gélida y amenazante en Eugenio quien sintió un escalofrío recorrer su columna erizando los vellos de la nuca. Morgan se puso tenso, levantando un poco sus cuartos traseros gruñó bajo, peligroso. ¡Wow, wow, wow!, tranquila niña, estoy de tu lado, sea cual sea, dijo levantando su única mano en señal de juramento. Julia miró a la anciana quien sonriendo cerró los párpados de la chica. No tienes nada que temer, es un buen hombre, le dijo Teresa y la muchacha se entregó inmediatamente al sueño. Morgan se relajó por completo y se echó tras un soplido cómico que a Eugenio le arrancó una risa discreta.

***

En la cocina, mientras Julia y Morgan dormían, Eugenio y Teresa se contaron todo. Fue una larga charla en la que el hombre habló de sus pérdidas y sus derrotas, de sus odios. Teresa, por su parte, refirió su llegada al país huyendo de la viudez y los largos setenta años de soledad que terminaron, paradójicamente, por anclarme a la maldita realidad: soy viuda. ¡Y huérfana! Murió incluso el país que me adoptó, dijo la anciana mientras señalaba el mapa enmarcado en la sala y en que solía imaginar los viajes que haría por su territorio con un futuro marido que nunca tuvo. A mis noventa y dos sólo quiero morir, dijo mirando a Julia en el sofá.

Eugenio encendió un cigarrillo. Se recreó por un momento con el humo que ascendía desde su garganta y sintió que lo abrazaba una paz extraña. No era una paz benigna, era, más bien, la sensación de confianza que nace antes de la venganza, esa acción que, sin sanar heridas, devuelve las cosas a su justo equilibrio. La entiendo. Desde que asesinaron a mi hijo, no he deseado otra cosa. Pero primero, me gustaría ver arder el mundo, dijo. Se quedó mirando a la anciana y se preguntó si en aquellos deprimidos noventa y dos años se encontraban vestigios del fuego humano. La anciana, de espaldas a Eugenio, sintió la mirada sobre ella y adivinó sus pensamientos. No podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo el libro al fuego, dijo sin apartar la vista de Julia. Después agregó, girándose hacia Eugenio: George Sand. Él la miró desconcertado. La frase. Es de George Sand, la escritora, dijo divertida. ¡Ah!, respondió Eugenio. Pasaron otros minutos de silencio mientras la anciana lavaba las tazas de café y él terminaba su cigarrillo.

Eugenio se levantó y empujó la silla hacia su posición original en la mesa. Bostezó. Disculpe, es que a estas horas suelo estar dormido, dijo avergonzado. Aún conservo la ropa de mi hijo en casa. Después la traeré. A su edad, las chicas también usan jeans y camisetas, según he visto, agregó señalando a Julia. Teresa lo acompañó hasta la puerta.

En el umbral, Eugenio se dio vuelta y sorprendió a Teresa al hacer una reverencia, tomarle la mano y besarla en el dorso, un gesto exagerado y simpático que remató con la frase Dígame, mi señora. ¿No le gustaría ver el mundo arder? Se miraron fijamente por unos segundos. Luego Teresa sonrió con todo el rostro y de sus ojos saltaron chispas de júbilo, el fuego humano. Eugenio devolvió la sonrisa y se dio vuelta para marcharse. Yo me sé otra: «La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse», dijo mientras levantaba la mano a modo de despedida. Oscar Wilde, remató ella mientras lo veía entrar en su departamento. Se había cerrado el círculo.

***

En el callejón miles de ratas.

10 de septiembre de 2016

Cap. 5: Canis lupus familiaris

Julia se limpió la boca con el dorso de la mano sin apartar los ojos del policía. Temblaba de rabia y la humillación humedecía sus ojos. ¡Ay, no te pongas así! Ese es el precio que debes pagar por hacer lo que haces, dijo él mientras subía la cremallera. Podría ser peor. Podría quitarte algún producto de la bolsa, o toda, continuó mientras jugaba, amenazante, con el seguro de la pistola. No sé cómo lo haces, pero obviamente no te las regalan y no tienes mucho que ofrecer a cambio, la frase estuvo acompañada de un manoseo intencionalmente torpe de los senos de Julia. En fin, no me importa. Todos tenemos derecho a comer y mientras seas obediente, te quedas con la bolsa, dijo mientras daba la espalda a Julia para marcharse. Morgan observaba atento al policía, quien guardó la pistola entre su espalda y el cinturón y al hacerlo, el perro supo que era su momento.

24 de agosto de 2016

Cap. 4: Refugios de donde huir

Si lo miras detenidamente puede que encuentres belleza en él. Siete pisos de historias, alumbradas precariamente por las noches, se apilan en su herrumbre. Aquella mañana, el sol naciente hurgaba entre las grietas de la fachada, revelando el leve movimiento de las antenas de las hormigas quienes esperan, disciplinadas y muchas, por la primera feromona que incite a la marcha. En la escalera de entrada, pequeños hierbajos asoman entre la unión de los escalones y salpicadas por aquí y allá, manchas de mugre dan fe del paso del hombre por la existencia de la piedra. El pasamano derecho, vulnerable y leproso, comienza a perder pedazos y bajo el brillo del sol sus escamas se expanden como pétalos de flores férricas y oscuras.

Al lado de la puerta, un rectángulo de metal opaco muestra la nomenclatura de la soledad humana en dígitos y letras; callado como una tumba, de su bocina sólo emerge una cucaracha, ignorando que pronto será transportada en pedazos por una fila de hormigas. Al cristal de la puerta lo habitan huellas de manos, dos agujeros de bala, un verso escrito con marcador indeleble y que alude a la madre de algún vecino y varias capas de limpia vidrios que nunca se removieron del todo. En un pequeño pedazo milagrosamente impoluto del cristal, un rayo de sol impacta, se refleja y comienza a moverse lento y constante corroborando la danza del planeta. Es un destino aquel edificio, un hado, más bien, y como es de esperar, posee la cualidad irresistible de lo inevitable y una ominosa manera de parecer hospitalario.

En el vestíbulo, un espacio de fantasmas utilitarios, buzones abiertos esperan por papeles, tinta y afectos que no existen más que en el remoto pasado del sistema postal, y es que la gente se fue tanto y tan lejos que ya no es gente, sino recuerdos que transmigran inexactos. Al lado de los buzones, un espejo intenta ser espejo y devuelve para nadie, por costumbre y disciplina, la imagen del hombre taciturno e incompleto que mira extático el recipiente de plástico que asoma por la oscura boca del casillero 1-A3. En un rincón, una maceta exhibe restos de cigarrillos y fracasos botánicos en donde una lagartija espera, como todos, quién sabe qué vida. Dos ascensores que alguna vez deambularan del infierno al cielo permanecen detenidos, sin tiempo, como monumentos postsoviéticos. En uno de ellos, cadáveres de memorias se dispersan en el piso, escapados, ya secos, de las telarañas que arriba vibran y despiertan del quieto letargo a sus dueñas. Del otro poco sabemos, el acero rayado y deslucido de sus puertas permanece cerrado. En el techo de la antesala, una lámpara absurda de cientos de cristales ha derrocado a la gravedad y en sus ocho brazos sólo dos bombillas se atreven a la existencia. Es un cefalópodo de pocas luces, dijo alguna vez la anciana del primer piso, de acento extranjero y frases ingeniosas.

Las escaleras aguardan en penumbras por las pocas almas que aún pueblan el edificio. Mientras subes, si eres paciente y dispones de linterna, puedes leer cientos de frases que se sobreponen, entre tachaduras y enmiendas, unas a otras, disputándose la pared. Reclamos de amor no correspondido se codean con propaganda política, anuncios de venta de casi cualquier cosa y hasta ofertas de exquisitas felaciones acompañadas de números de celulares. Los ubicuos ojos de El Gran Padre no podían faltar y vigilan, multiplicados e inútiles, la geografía bidimensional de los sueños rotos y las promesas incumplidas. En el descanso, esos eternos ojos reposan sobre una ondulante bandera roja acompañados de la frase …la lucha sigue! Cuenta una leyenda que en algún momento, alguien que dejaba para siempre el edificio pasó por allí y escupió sobre la pinta. Pronto, a los idos se les sumaron los dejados y después todo aquel que pasara por allí y tuviese motivos para homenajear a El Gran Padre. Todos. El lugar fue bautizado con el nombre heroico de El paso del gargajo. Más allá, justo antes de ingresar hacia el primer piso, han escrito sobre el arco de entrada Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza… quizá porque el infierno sigue quedando arriba.

El largo pasillo está precariamente iluminado por mezquinas ventanas que dan al exterior y lo flanquean diez puertas que, enrejadas, intentan mantener a sus pocos habitantes alejados de la estadística. Una rata ingresa veloz al cuarto de la basura, en donde cientos de bolsas obstruyen el bajante del que escapa un olor rancio, a cosas podridas hace mucho tiempo y que ahora no son más que momias de la existencia humana. El yeso del cielo raso exhibe manchas de moho separadas a intervalos irregulares y en línea recta, evidenciando roturas en una tubería que perpetúa su gangrena amparada en la desidia. La fila de rectángulos de aluminio que alguna vez fueron lámparas, ahora son accidentes esperando por ocurrir, apenas sostenidos por el cada vez más débil cielo raso.

Eugenio coloca el recipiente plástico en el piso. Introduce la llave en la cerradura, la gira y antes de entrar se da vuelta y contempla un rato la puerta del apartamento 1-B3. Suspira. Después se agacha, toma el recipiente y entra.

20 de agosto de 2016

Cap. 3: Mañana es sólo un adverbio de tiempo

Julia contemplaba hipnotizada las bolas de masa flotando en el aceite hirviendo. El olor característico de la fritanga hacía crujir su estómago y la salivación excesiva la obligaba a tragar tratando de impedir, inútilmente, que escapara por la comisura de sus labios. De vez en cuando apartaba los ojos del espectáculo para mirar a Morgan, quien la observaba expectante, sentado a su lado, confundido sobre el estado de ánimo de su amiga, pues la chica sonreía con la tristeza muda y desamparada, típica de quien llegó tarde a salvarse. Vigila esos buñuelos, querida, procura que no se quemen, escuchó decir a la anciana quien se afanaba en colocar en orden la mesa.

La anciana sacó del caldero las últimas dos bolas de masa, las colocó en un recipiente de aluminio junto a las otras, apagó la hornilla y llevó la comida a la mesa. Julia seguía sus movimientos con la mirada sin perder detalle del hacer de la anciana y se sobresaltó un poco cuando ésta la tomó por el brazo y la condujo hasta una silla en donde la esperaban plato, cubiertos y un vaso de leche. Ven, comamos, dijo mientras colocaba dos bolas en el piso para Morgan. El perro paseó la mirada de la comida a Julia indagando sobre qué debía hacer. Come, dijo Julia y Morgan se echó feliz frente al alimento. La anciana rio y a Julia la sorprendió haber olvidado el sonido de la risa, un recuerdo recuperado también por la anciana, quien había olvidado reír. Me permites que separe dos para el vecino de enfrente, es un buen hombre. Julia la miró fijamente, aún extrañada, sobrecogida ante la humanidad invencible de aquella mujer. Es tu harina, tú decides, dijo la anciana sonriendo. Julia hizo un puchero y brotaron lágrimas lentas mientras asentía con la cabeza.


***


Dos mujeres rotas sentadas frente a frente. Un perro adormilado en la alfombra. Una lluvia atronadora demoliendo calles sucias de tanta gente sucia. Joan Manuel Serrat cantando De cartón piedra desde un apartamento cercano... había una poética extraña en la escena. Y había más: un halo de santidad perdida ─o casi, que rodeaba a la mujer más joven, quien veía, admirada, cómo la anciana limpiaba el extremo ensangrentado de la barra de acero con un trapo húmedo. No conviene cargarla así, dijo la anciana al terminar la labor. Se levantó del sillón y la colocó en el sofá, al lado de Julia. Volvió a su sillón con la lentitud y esfuerzo propio de sus años y al tomar asiento sonrió a una Julia que comenzaba a cabecear intentando no dormirse. Eres de poco hablar. No sé si eso es bueno, dijo la anciana alisando su falda. Mi nombre es Teresa, ¿y el tuyo? Julia intentó articular una frase, pero se lo impidió un peso en el alma que atenazaba su garganta. Julia… creo, se limitó a decir, luchando al mismo tiempo con un sollozo y con el sueño. Bueno, Julia, no olvides mi nombre cuando despiertes antes que yo, dijo con ternura Teresa, mientras señalaba con un guiño la barra de acero.


***


Teresa abrió los ojos, sorprendida tan sólo de poder abrirlos, y constató que las primeras luces de la mañana se colaban ya por la ventana. Palpó su cabeza con cuidado suspirando, resignada a seguir viva. Se levantó trabajosamente de la cama y contrario a lo que era habitual en ella, no entró al baño, sino que fue directamente a la sala para encontrarse con la ausencia de Julia y de Morgan. Estuvo largo rato mirando el sofá en donde la chica había pasado la noche y lamentó por lo bajo haberse hecho ilusiones con ella. Qué pena, se dijo, dirigiéndose a la cocina, en donde  encontró los platos lavados y ordenados en el escurridor. La anciana buscó con la mirada las manchas de aceite que habían dejado las bolas de masa  en el piso   pero fue inútil, habían sido limpiadas cuidadosamente. Al abrir la nevera encontró aún media jarra de leche y los buñuelos para el vecino herméticamente guardados en un recipiente plástico. Repentinamente la anciana recordó el trapo que había usado para limpiar la barra de acero. Volvió a la sala. No estaba.


Teresa evocó la mirada triste de Julia. Era de una tristeza cansada, como de quien carga el odio y la furia mezclados con la bondad, un estado a medio camino entre el estoicismo y la desesperanza. Había visto antes esa mirada ─una mañana frente al espejo, y desde entonces no pudo borrarla de su rostro. Hay miradas que no deben verse, se dijo. También hay voces que no deben hablarse, por eso creyó aquella tarde que en Julia había encontrado a su libertadora y se dispuso a cederle el pequeño nicho en que habitaba. Pero se equivocó Teresa y ahora no sabía si su soledad era más sola o si apenas se trataba de un breve intermedio antes del acto liberador. ¿Había crueldad en todo esto? Quién sabe. Lo cierto es que quien quiere morir, y no lo hace por sus propios medios, desarrolla una ética extraña.