10 de abril de 2011

El camino de valium

Estas paredes respiran. Bailan, diría yo, ridículamente aferradas a las sombras y a sus ladrillos. Estas paredes me conocen. Proponen tiempos y soluciones al insomnio. Proponen. Pactan. A veces gritan y me llaman: ven, estréllate. No pasa nada. Apenas será un segundo, quizá dos, para la inconciencia. Paredes malvadas. Sabias. Sobrias paredes.

Tengo un emocionante encuentro con la demencia. Una erección. Un sobresalto. Una lúcida mirada a mi borrachera. Una demencia, pues.

La madrugada se agita y da vueltas, gira distorsionada en las paredes. Hay un carrousell, luces que brillan y delatan este delicioso estado de estar suspendido en nada, apenas flanqueado por el recuerdo de mujeres y tragos.

La pared a mi derecha ondula, se hunde bajo el paso firme y apresurado de un insecto inexplicable, no obstante conocido. Es el dolor. ¿Migraña? ¿Parto? ¿Demonio? ¡Qué más da! Sólo es un insecto escudriñando mi conciencia, agotando sus minutos como todos. Un viejo vecino de esta incomprensión que es el iluminado acto de escribir borracho, insomne, buda.

En horas como estas, viles y silenciosas, suelo acudir al agujero de la certeza. ¿Puedes creerlo? Yo, que no sé nada, me refugio en la certeza. Después de todo, un borracho es un tipo que intenta saber. Y sabe, claro. No ignora que las paredes no giran. Sabe que el insecto no existe. Está seguro de que su pasado es sólo un punto en el tiempo en el que alguna vez, quizá por accidente, fue habitado. Sabe. Eso es ya mucho pedirle.

Releo lo escrito y no encuentro ningún sentido en ello. Siempre es así. Voy a dejarlo. Intentaré dormir.

Sólo intento ser viejo… pero no lo logro.

4 de abril de 2011

Acacias

Cuando era niño supuse que el viento era mentira. Observaba la danza de los árboles y me decía: ¡Nah!, qué viento ni qué nada. Es Dios jugando en las copas, aburrido a esta hora de la tarde. Y subía, acompañado de algún libro - recuerdo especialmente De la tierra a la luna - a leer en las acacias que rodeaban mi casa. Era un niño feliz. Era un niño.

Verne, DeFoe, Homero, García Márquez, Borges, Carrol, Quiroga. Nada bueno saldría de aquello. Después fue aquella historia en que pregunto... y ya se sabe qué sucede cuando preguntas.

Y un día, las acacias no fueron más que árboles mecidos por vientos cálidos y caprichosos. Árboles que esperaban por el niño que ya no era.

29 de diciembre de 2010

Defensas ciegos

¿Qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? ¿Qué pasará el día, quizá la noche, en que la lluvia, plana existencia de la razón, deje de pasearse por las calles, los objetos, las ideas, y decida mutilarse gotas y brillos, desamparando el único vestigio del amor humano, ese tibio hacedor de cuentos devenido en nada? ¿Qué pasará?

Me pregunto si son preguntas, estas, válidas en fechas calmas, esperanzas horarias que, según dicen publicistas y optimistas –no siempre son lo mismo, impulsan los corazones a la bondad y a sus dueños a las tiendas, abarrotadas de muestras de afecto más costosas y esperadas que un simple beso. No, no son preguntas para la fecha. Sin embargo, del fracasado frío de esta madrugada no obtengo más que insomnio y preguntas, acompañados ambos, claro está, de tragos lentos de ron que son como defensas ciegos en un mal partido de fútbol.

Defensas ciegos… es una buena imagen, me digo, mientras noto el absurdo del vacío en las canciones que escucho, en las líneas que escribo, en esta presbicia que a mis 48 me obliga a calibrar constantemente la distancia a la que asomo (y asumo) mi vista a la realidad. Borrosa realidad. Siempre buscando el foco para aprehenderla. Siempre perdiendo el foco sin aprehenderla.

Pienso, por ejemplo, en una mujer perdida en la bruma de mi presbicia. La vi sonreír en un café una mañana en que, contenta, inauguraba, quizá, nuevas expectativas para su vida. Mientras hablábamos, pensaba que algunas de las mejores obras del humano son, precisamente, humanos. Imperfectas, complejas, difíciles obras que nos topamos en la vida y que una pésima lectura nos impulsa a creer que están allí para nosotros. Nos enamoramos de su existencia, admiramos su contenido, la tomamos porque creemos que, dada la feliz circunstancia de habitar el mismo espacio durante el mismo tiempo, somos co-protagonistas de una historia común. Es un error. Deberíamos contentarnos sólo con ver. Apenas somos testigos de esa historia, satélites venidos a menos, orbitando con los ojos maravillados.

Esa mañana, cuando nos despedimos, dije algo tonto como te veo muy sonriente, mantente así. Estúpido desperdicio de palabras pues ella siempre sonreirá y sus ojos -¡vaya, sus ojos!-, que aún no sé por qué siempre los supe, serán el centro de algún verso, alguna canción, algún alguien. Si yo fuese mejor persona, simplemente hubiese agradecido su existencia. Si fuese poeta, hubiese hecho mío ese hermoso verso de Jovanotti: E le mie mani hanno applaudito il mondo / Perchè il mondo è il posto dove ho visto te.

Es así la presbicia. Y no me parece correcto que la palabra en cuestión se haya formado del vocablo griego presbys que traduce anciano, pues yo de niño ya era presbitico: borrosos mis sueños… aunque hay quien asegure que borroso era yo. ¿Era? Ya no importa.

Queda camino por recorrer. Habrá pasos inseguros. Palabras no dichas. Rostros inoportunos. Camino, que ya es mucho decir. Y en ese andar continuo por las madrugadas insomnes y las canciones huecas iré redactando el manual del usuario de la presbicia. Que no será un éxito de ventas es algo que ya se sabe.

¿Que qué pasará el día en que la sonrisa deslucida de los justos apague el pequeño sueño que acostumbra? No lo sé. Sólo puedo decir(te) que mis manos han aplaudido el mundo / porque el mundo es el lugar en donde te vi.

Gracias.

22 de noviembre de 2010

Las calles ingeniosas

La confirmación de la vida es el ingenio. Por supuesto, muchas otras manifestaciones y conductas pueden confirmar que algo o alguien está vivo, pero es éste el indicador máximo, después de todo, cualquier otra cosa (llámese amor, odio, rebeldía, pensamiento, etc.) debe estar expresada con ingenio para destacarse, de lo contrario, van a parar en el vertedero habitual de las expresiones humanas, las cuales –seamos francos- no suelen ser muy, ¿cómo decirlo?, bueno sí: destacadas. Quizá por eso los animales son tan ingeniosos… quizá por eso lo son los artistas. Sobre todo los artistas de la calle.

Y es que hay tanto cadáver circulando por allí, que si no fuese por los artistas callejeros, diría que Caracas es el escenario de The Walking Dead, cuando no de The Driving Dead, nuestra versión caraqueña de una serie de zombies: montones de muertos-conductores apilados en las calles y avenidas, desplazándose con torpeza, habitando (apenas) la nada de un sistema muerto como ellos. Sabemos de la vida en Caracas por las pintas de sus calles.

Desde la opinión política hasta el sarcasmo de proclamar un Espacio recuperado por el arte callejero, estos artistas proclaman la vida de la ciudad con toda la gama de sabores y texturas que tiene. Nos recuerdan que en este hábitat de concreto, un grupo humano se niega a morir de inexpresión reivindicando el derecho a decir, como mínimo, estamos aquí, ¡existimos!… lo cual no es poco, en una ciudad que se debate entre el peligro del hampa y la estupidez edilicia.

Lo lamentable es que toda esta expresión se vea eclipsada en número -cuando no deteriorada- por la mancha ilegible de firmas (¡vamos, no son más que eso!) que no tienen más propuesta que la de proclamar un territorio. El peeing territory de quienes, a falta de feromonas, apelan al spray. Vana ilusión de estos humanos jugando al perro: en Caracas, sólo el concreto es el amo. Mas sin embargo, esta guerra por el territorio no deja de ser, también, una manifestación de la proclama de la vida. Podríamos decir que es un daño colateral en este grito colectivo, grito que celebra el ingenio de un grupo distinto de humanos, una subespecie que ha resultado mejor, incluso en sus errores, que la especie matriz.

He fotografiado estas obras (y no me da vergüenza llamarlas así) en algunos casos para dejar constancia del deterioro del que son víctimas (bueno, es arte efímero y no pretenden más) y en otros porque me arrancaron una sonrisa, aislándome, aunque fuera por un instante, del entorno decadente y canalla de este error en el que envejezco a diario. No son las mejores, ni las más elaboradas, pero son las que he hecho mías. De modo que, como pueden ver, no pretendo ser un crítico social, ni mucho menos crítico de arte. Busco, apenas, hacerle una pregunta: ¿sonríe usted cuando está en la calle?

Debería… hay seres vivos por allí.

En unas pocas cuadras

El espacio en donde se encuentran estas (y muchas otras más) muestras del ingenio callejero está formado por la Plaza Altamira, la Av. Francisco de Miranda, la 1ra Transversal con 1ra Av. de Los Palos Grandes, la 3ra Transversal de Los Palos Grandes y la Av. Luis Roche, unas pocas cuadras en las que algunos artistas y otros a quienes, a falta de una mejor definición, podríamos catalogar como humoristas y/o filósofos jodedores se han dado a la tarea de recordarnos que en esta ciudad canalla se puede escuchar no sólo el sonido feroz de tráfico, sino, también, la voz ingeniosa y, por qué no, cínica y divertida de quienes, teniendo mucho que decir, optan por el más digno mass media, si no el único, que existe: la calle. ¡Y lo mejor es que sucede en toda Caracas! De modo que si usted anda de buen ánimo un día y quiere enterarse de qué va la vida (por lo menos para otros), escuche atentamente la voz pintada y escrita en nuestras paredes. Y si tiene un celular con cámara, tóme fotos que no duran mucho.

Nota: en el futuro, probablemente, iré agregando más fotos.