10 de julio de 2010

Las circunstancias atenuantes

…carta abierta a un(a) hipotético(a) lector(a) quien, como yo, no sabe lo que le espera.

Es simple este oficio que casi no ejerzo y que consiste en no decir nada sobre la ruina antigua del verbo. Es cuestión de callarse apenas, de convocar vacíos y nulidades, nubes cargadas de olvidos, artificios ilegibles de no-escritor, o de fantasma, de mutilado oportuno, o de árbol seco. ¿Quiero decir algo con todo esto? Quiero. Pero doy por descontado la inutilidad del intento y me decido por el trapecio, esa nada que viene y va, arriesgando la caída y el murmullo –no valen gritos– en las gradas. Es puro trapecio, pues, esta voluntad de silencios y mínimas letras.

(Hasta aquí no he dicho nada y sin embargo, pareciera haber gnomos agazapados en cada coma, en cada espacio entre palabras, en cada intención, dispuestos a gritar(me) una idea central, un plot –que llaman los guionistas– que pueda poner en claro la necesidad de quien escribe. Pero los gnomos no existen, es asunto sabido, de modo que no cabe preocuparse por una imposible delación. No espere usted nada de ellos).

Me aferro al trapecio porque escribir, o mejor: decir, supone desgarros a modo de confesiones que permiten a otros mirar muy de cerca la víscera y el defecto, el devenir y el esperanto, el existir de los defectos. Y el trapecio es un no-decir, (un disfraz, un fósil) un teorema que permite especular sobre lo dicho, o mejor: lo no-dicho, pero que no se apunta a certezas. Es así como lo entretengo a usted en la forma, mas no en el fondo, del hecho que espero y de qué espero, pues dos son las circunstancias del hecho: espero a que aparezca ella que espero. Dicho así, sabe usted ahora que aguardo por una mujer (hermosa mujer). Agregaré que lo hago atrincherado tras un mocaccino humeante en una tarde lluviosa y cómplice de afectos y palabras… pero no agregaré nada más. El resto depende de los planes del silencio.

Claro que llegado a este punto puede usted rellenar los espacios huérfanos de acciones con la invención entusiasta de romances y/o entuertos. Puede también, y yo lo haría, dejar de leer –que es una manera de asesinar cuentos, cuando no autores– e invertir su tiempo en cosas más útiles, como tomarse un trago (mejor varios), hacer el amor o, simplemente, dormir. O pruebe con las tres, en esa secuencia, no se arrepentirá. ¿Y qué dirían de usted cada una de estas acciones? Nada. O por lo menos nada que yo pudiese llegar a saber. Usted es el lector, o la lectora, no puedo verlo, o verla. Ventaja feroz de quienes están de aquel lado. Yo, muy a menudo, estoy allí.

(…)

Lo de arriba, esos suspensivos entreparentesis, sucedió con la llegada de ella que yo esperaba. Interprételos como la parálisis del tiempo. Como el viento detenido en aquella tarde. Como mis manos que ya no existieron, por lo menos no para el papel. Como mis ojos que no creyeron que esta mujer, este alado portento del mundo, los mirara y sonriera. Como el perplejo tamborilero que –boom boom, boom boom, boom boom– sonaba como loco en mi pecho, ensordeciendo al regimiento, ya indefenso, de mis precauciones. Ella llegó y la tarde, fémina húmeda y solidaria, me regaló el universo.

Esperará usted que relate pormenores y sucesos, orografías obligadas en este viaje que es el conocerse y ensamblarse en palabras y respiros por un paisaje formado –y conformado– con manos que acarician cautelosas las existencias necesarias. Esperará que pase de secretos. Esperará. Pues la vulgar letra, la estúpida palabra, el árido oficio de la escritura, no le hacen justicia a las horas gratas de los humanos. El verbo podrá narrar desgracias y tristezas, pero jamás podrá contar la simple –y hasta humilde– contentura del corazón. No puedo contar la gracia. No puedo ser Dios. Ni quiero.

Puede usted considerar, entonces, y le doy toda la razón, una total pérdida de tiempo la lectura de estas líneas. Y puede más. Puede decir que es una burla, un atropello, un echarle en cara que no estuvo allí, en el lugar exacto del emocionante desconcierto. Vale, diga que me he burlado. Pero existen las circunstancias atenuantes, a saber, que a mi habitan los recuerdos y que a usted lo esperan los posibles. Salga entonces a la calle y encuentre a ese –o esa– alguien que le imponga al tamborilero en su pecho el agitado ritmo del miedo. Salga. No hay garantías, claro, pero si acaso las quiere, compre electrodomésticos.

Ya conté todo cuanto podía.

Ahora voy a comerme un Pirulín, esa otra forma del beso.


1 de julio de 2010

En estos tiempos

...…brújula necesaria para morir mejor

No dejes nada en tu corazón
permítele el reposo y el vacío
la suma exacta de inútiles minutos
la visión desnuda de pájaros calvos
rostros necios
huellas a ninguna parte
no dejes nada en tu corazón

no alimentes mañanas con abrazos
no subas a besos lentos
y canciones
por las espigas del calor humano
la incertidumbre que los ojos
drogados de luz y de posibles
te regalan cuando miran tus huesos
no alimentes mañanas
huye
que en un abrazo
te quemas infierno

no arriesgues tus manos en otras pieles
esos monstruos epidémicos
desconcertantes
de los que suelen comer los hambrientos
no doblegues al tacto y al temblor
los dedos     la palma      el recuerdo
no nostalgies
no arriesgues los dedos

no camines palabras
mucho menos versos
concédele a tu voz la ausencia de nombres
la orfandad de verbos
la carestía del te amo
la cómoda ausencia del futuro
el rendido homenaje que el silencio
te silencia en colectivos y aceras
no digas que no te escucha
nadie
salvo      quizá     el cartel de un mundo mejor
que no llega

no tires del hilo del respiro
no tejas vidas como quien inventa
nubes de formas comprensibles
vagando en cielos enemigos
sal del paso de cuerpos y conceptos
apura el trago
da media vuelta
que existe una puerta que nunca cierra
la salida

no dejes nada en tu corazón
salvo     quizá    ese cartel de un mundo mejor
que nunca llega

27 de junio de 2010

Psicowriter/Casi un hombre de acción

Escribir es un salto al vacío, un acto de voluntad dirigido a nada, a nadie. Escribir es necedad en estado puro, un intento del ego por sobrevivir a la fragilidad de la memoria. ¿Qué escribir es oficio de palabras? ¡Gran cosa! Escribir es un gesto inútil, y yo detesto los gestos inútiles, esa materia prima de los héroes. Sí, escribir, esa maldita ventaja evolutiva de los humanos, es pura mierda.

Escribir es un secuestro de los pasos. Ni siquiera es intención. Es apenas, el desahogo de algún parapléjico emocional. Quejas, halagos, nostalgias. Terror, amor, esperanza. Drama, comedia… qué más da. Todo se reduce a una sola cosa cuando se escribe: palabras. ¡Si ni siquiera es una cosa! Es puro concepto. Para que entiendas: si describo el coito, o cópula o sexo, como prefieras, no habrá orgasmos por más que leas, apenas un cosquilleo semiótico. Erecciones de Greimas, lo llamo yo. Tú podrías llamarlo l'onanisme de De Saussure. Pura paja.

Le hizo gracia el juego de palabras y torció una mueca horrible, remedo de sonrisa. Se llevó el cigarrillo a la boca y exhalando una larga bocanada de humo se la quedó viendo, alucinado, vagando su mente por quién sabe qué desiertos del alma. Ella tembló. Arrojada al piso, contenida en blanco, vio la sonrisa de la insania. El hombre la pateó, sin mucha fuerza, lo suficiente para moverla un poco y arrojó el cigarrillo peligrosamente cerca.

No entiendo por qué tanto respeto por lo escrito. Se postran frente a las letras como los peregrinos en la Kaaba. Acercan el rostro al papel, entornan los ojos, y leen. ¡Leen! Prefieren leer El Quijote a combatir molinos. Recitan Estatuto del Vino, pero no emprenden la hermandad de Neruda: “me gusta el canto ciego de los hombres, / y ese sonido de sal que golpea / las paredes del alba moribunda”. Palabras bellas, Pablo. Palabras bellas.

Un silencio pesado tronó su trueno al callar el hombre y a ella le pareció que el fin se acercaba. Arrugada su existencia, poco menos que ovillo, pensó en lo mucho que le hubiese gustado sentir otros ojos posarse en su superficie. Ojos que no tuviesen el acerado brillo del odio. Ojos expedición. Ojos preguntas. Ojos cansados, incluso, pero ojos humanos, no aquellos que ahora la miraban con el veneno espeso de la ira.

Escribir es disimular fracasos. Cagar en retretes de oro. Escribir le brinda status de escritor al cobarde y título de lector al aburrido. Habrá quien diga que escribe porque tiene necesidad de expresarse, pero es mentira, sólo tiene miedo de hacer algo. Yo no. Yo sostengo que todo lo escrito existe como cáncer, metástasis verbal, cuando no lingual, de nuestras dos únicas verdades: el sexo y la muerte. El resto no es más que el cadalso en donde se ahorca a la vida: las ideas, ese conjunto de edificios que nunca se construye y que todos juran haber visitado.

Se dirigió hasta ella y la levantó del suelo. La acercó hasta casi rozar su rostro y examinó con deleite la debilidad de su víctima, su escaso peso, la palidez de su existencia. Sonrió, poderoso, mientras acariciaba lascivo el encendedor con la otra mano. Se escuchó un clic y la llama ejecutora de sus actos danzó contenta, esperando. Lentamente acercó el encendedor hasta la blancuzca inutilidad que tanto despreciaba. Pero antes de matarla debía agregar algo más.

Hay quien escribe sus ideas y luego las publica aduciendo que una vez escritas ya no le pertenecen, son del lector. Yo no. Yo las embosco, las espero agazapado en el teclado, las dejo salir, las escribo y después las capturo. Son mías, me pertenecen, y no permitiré que vayan por allí creando lectores, asesinando el movimiento de las gentes. Es así.

La llama la envolvió por completo y mientras ardía, paradójicamente, fue apagándose la vida del relato de un hombre que asesinaba ideas para no escribirlas.

Ya no existen tus 3.870 caracteres, incluyendo estos.

Poco más que una cuartilla.