27 de junio de 2010

Psicowriter/Casi un hombre de acción

Escribir es un salto al vacío, un acto de voluntad dirigido a nada, a nadie. Escribir es necedad en estado puro, un intento del ego por sobrevivir a la fragilidad de la memoria. ¿Qué escribir es oficio de palabras? ¡Gran cosa! Escribir es un gesto inútil, y yo detesto los gestos inútiles, esa materia prima de los héroes. Sí, escribir, esa maldita ventaja evolutiva de los humanos, es pura mierda.

Escribir es un secuestro de los pasos. Ni siquiera es intención. Es apenas, el desahogo de algún parapléjico emocional. Quejas, halagos, nostalgias. Terror, amor, esperanza. Drama, comedia… qué más da. Todo se reduce a una sola cosa cuando se escribe: palabras. ¡Si ni siquiera es una cosa! Es puro concepto. Para que entiendas: si describo el coito, o cópula o sexo, como prefieras, no habrá orgasmos por más que leas, apenas un cosquilleo semiótico. Erecciones de Greimas, lo llamo yo. Tú podrías llamarlo l'onanisme de De Saussure. Pura paja.

Le hizo gracia el juego de palabras y torció una mueca horrible, remedo de sonrisa. Se llevó el cigarrillo a la boca y exhalando una larga bocanada de humo se la quedó viendo, alucinado, vagando su mente por quién sabe qué desiertos del alma. Ella tembló. Arrojada al piso, contenida en blanco, vio la sonrisa de la insania. El hombre la pateó, sin mucha fuerza, lo suficiente para moverla un poco y arrojó el cigarrillo peligrosamente cerca.

No entiendo por qué tanto respeto por lo escrito. Se postran frente a las letras como los peregrinos en la Kaaba. Acercan el rostro al papel, entornan los ojos, y leen. ¡Leen! Prefieren leer El Quijote a combatir molinos. Recitan Estatuto del Vino, pero no emprenden la hermandad de Neruda: “me gusta el canto ciego de los hombres, / y ese sonido de sal que golpea / las paredes del alba moribunda”. Palabras bellas, Pablo. Palabras bellas.

Un silencio pesado tronó su trueno al callar el hombre y a ella le pareció que el fin se acercaba. Arrugada su existencia, poco menos que ovillo, pensó en lo mucho que le hubiese gustado sentir otros ojos posarse en su superficie. Ojos que no tuviesen el acerado brillo del odio. Ojos expedición. Ojos preguntas. Ojos cansados, incluso, pero ojos humanos, no aquellos que ahora la miraban con el veneno espeso de la ira.

Escribir es disimular fracasos. Cagar en retretes de oro. Escribir le brinda status de escritor al cobarde y título de lector al aburrido. Habrá quien diga que escribe porque tiene necesidad de expresarse, pero es mentira, sólo tiene miedo de hacer algo. Yo no. Yo sostengo que todo lo escrito existe como cáncer, metástasis verbal, cuando no lingual, de nuestras dos únicas verdades: el sexo y la muerte. El resto no es más que el cadalso en donde se ahorca a la vida: las ideas, ese conjunto de edificios que nunca se construye y que todos juran haber visitado.

Se dirigió hasta ella y la levantó del suelo. La acercó hasta casi rozar su rostro y examinó con deleite la debilidad de su víctima, su escaso peso, la palidez de su existencia. Sonrió, poderoso, mientras acariciaba lascivo el encendedor con la otra mano. Se escuchó un clic y la llama ejecutora de sus actos danzó contenta, esperando. Lentamente acercó el encendedor hasta la blancuzca inutilidad que tanto despreciaba. Pero antes de matarla debía agregar algo más.

Hay quien escribe sus ideas y luego las publica aduciendo que una vez escritas ya no le pertenecen, son del lector. Yo no. Yo las embosco, las espero agazapado en el teclado, las dejo salir, las escribo y después las capturo. Son mías, me pertenecen, y no permitiré que vayan por allí creando lectores, asesinando el movimiento de las gentes. Es así.

La llama la envolvió por completo y mientras ardía, paradójicamente, fue apagándose la vida del relato de un hombre que asesinaba ideas para no escribirlas.

Ya no existen tus 3.870 caracteres, incluyendo estos.

Poco más que una cuartilla.

22 de diciembre de 2009

Ojos moros

...carta abierta a Sigmund Freud

When the promise was broken, I cashed in a few of my dreams.
Bruce Springsteen / The promise

Al principio fueron sus ojos. Ojos moros, almendras, diccionarios. Ojos cotidianos como rezos de creyentes, absolutos. Presentidos, que justo es decir que no los conocía aún. Eran dogmas de fe en aquellas tardes lentas en que miraba la cortina iluminada del cielo caer indiferente sobre las casas y las gentes, tardes, en fin, simples, sin consecuencias, pero con sus ojos habitando la voz áspera de Springsteen: Johnny Works in a factory and Billy Works downtown…, y aunque la canción de marras no hablaba de ojos daba igual, después de todo, no hay mayor promesa que los ojos de una mujer, o la mujer. La mujer que me aguardaba –creía yo– en algún lugar del continente, más allá del límite gris y frío de las sábanas.

Y me dio por crecer. Me dio por aguardar, que en este caso es lo mismo. Todos sabemos cuanto se espera al crecer: esperamos, por decir poco, una vida mejor, un beso milagro, una justicia que nos haga bellos, un lugar en el mundo en donde –por lo menos- no estemos de más. Ni de menos, que las matemáticas son política de números, aritmética normativa de lo demográfico. Esperaba, cómo si no, sus ojos. Voy a decirlo, no sin sentir vergüenza, tal y como es: esperaba que de las paredes, de la nada relativa de mis sueños, de los zapatos gastados, de mis poemas mediocres, de mi nombre sintomático, de mi estado procesal de quien, siendo parte en un juicio, no acude al llamamiento que formalmente le hace el juez o deja incumplidas las intimaciones de este -que es como se define a la rebeldía en un diccionario de derecho-; esperaba, decía, que desde mi pretérito futuro imperfecto y demodé, apareciera ella. Ella y sus ojos, claro, de lo contrario, cualquier ella hubiese sido lo mismo, o la misma. No sé por qué me dio por crecer.

Y crecer es un viaje. ¿O era la vida es un viaje? No importa. El viaje, en todo caso, estuvo lleno de paradas, accidentes, comida chatarra, pasajeros incontinentes, boletos cancelados, pérdidas de fe, odios recuperados, amores sin resolver. Era un viaje, pues, qué carajo, y no se puede más que ser viajero, el idiota del traje dominguero subiendo al tren. De modo que allí estaba yo, todos mis trastos empaquetados en un suspiro, con el alma en vilo, viendo pasar crepúsculos, asomado a la ventana como quien corrobora lo sabido. Esperando llegar a la Estación Ojos Moros, nombre que viene al pego en mi historia personal. Porque mi historia, como la de cualquier hombre, es una de amor. Y sí, suena cursi, pero, en mi caso, con un atenuante, no te creas: ella, es decir, ojos moros, es mi estación desde hace muchas vidas… bueno, yo creo en esas cosas.

Y llegué a la estación, ¡quién lo diría! Por supuesto, llegué con retraso, siempre es así conmigo. Llegué pasados, bien pasados, los cuarenta. Aunque debo admitir que primero, en mis treintas, vi las calles circundantes, el mapa político del sector, la orografía de sus senos, el gueto en donde viven mis pasiones, las isocronas de nuestros besos imposibles, el necesario acuífero de las caricias, los álveos en la comisura de sus ojos, la conurbación resultante de la unión de su rostro con mis sueños, esa periferia absurda de mis madrugadas. Todo eso en un segundo, justo al verla traspasar la puerta de aquel destino, o empleo, u oportunidad, o desconsuelo. ¡Qué de nombres nombran, ya me dirás tú, los oficios de los hombres!

Lo demás fue taquicardia. Es decir, conversaciones, no seamos tan cardiológicos. Aproximaciones sesgadas a la gloria del mundo. Sic Transit Gloria Mundi, que dicen. Lo demás fue fungir de notario y de testigo. Lo demás fue asombro, maravilla. Lo demás fue, después, distancia, tristeza, pérdida callada. Lo demás, qué te cuento, lo superé de vaina, cojeando sin bastón, revisando inútiles mapas de rutas de escape, apostando por las dudas y porsiacasos.

Pero pasados, bien pasados, los cuarenta –como dije varios tragos más arriba-, hubo caricias, besos, humedades, promesas. Mesas de trabajo donde discurrieron papeles blancos y manteles, magia de sudores y acuerdos, firmas de paz, bienvenidas. Hubo, creo yo, orgasmos, discursos, llantos, abrazos, conclusiones. Pero después hubo después, que es un coitus interruptus, y los acuerdos alcanzados fueron nulos, los ejércitos retirados volvieron a cuidar fronteras, a vigilar puentes. Volvieron los cartógrafos a trazar soledades, ausencias, interrogantes. Volvió esa nada que de pura nada, es todo lo que volvió. Ya ves.

Lo que sigue, de cara a loqueviene, es la espera en el limbo, esa estación equívoca, sin trenes, ni suicidas, ni viajantes.

Y yo, a estas horas, solo, borracho y con migraña, de puro terco, sigo esperando el silbido imposible del tren.

Debo estar loco, Sigmund.

12 de diciembre de 2009

Descripción del ruido

Del ruido sé mucho
que se instala
por ejemplo
en las dunas ocres de mi paciencia
y se traga mis minutos
y no me deja espacio
para soñar tus ojos y tus aciertos
del ruido sé mucho
soy su víctima habitual

sé mucho del ruido
he caminado inmerso en sus mapas
he sido aplastado por su opinión constante
y sonante
en estas calles inmundas de humanos
en esta ciudad inhábil
en desentrañar climas
y autobuses
del ruido sé mucho
no suena como tu nombre

sé del ruido
por citarte un ejemplo
que me obliga taquicardias y bostezos
y me viste descampados
zapatos indigentes
solidarios cigarrillos
risa inútil
del ruido sé mucho
no me devuelve ni uno solo de tus besos

del ruido sé mucho
es una píldora pesada
un remedo de canto
una esperanza muerta
justo al cruzar la calle
un lastre un defecto unespejoroto
un sin fin de voces que no contienen
una palabra tuya
del ruido sé mucho
no me da más tiempo de tu tiempo

sé mucho del ruido
invade mis quehaceres y monedas
hurga en mis sienes y apellidos
rompe mis respiros y mi espalda
detiene el viento
ensucia el verso
malogra el logro
grita     que de puro grito
se compone el ruido
del ruido sé mucho
él no es parte de tu piel
ni tiene tu olor
estado del cielo en que me asombro

¿por qué hace tanto ruido
tu silencio?